sábado, 1 de enero de 2022

Nicolás Maquiavelo: divorcio entre Ética y política; el Derecho, en la encrucijada

 

Nicolás Maquiavelo (1469-1527) fue un funcionario, filósofo y escritor italiano que conoció muy bien la verdadera cara de la política, por haber formado parte de ella durante una época de su vida, hasta que, con la llegada de los Médici al poder en Florencia, fue cesado de todas sus funciones públicas, acusado de conspirador y torturado, llevando a partir de entonces su existencia en el exilio, momento en el que se consagró a la literatura y de donde surgieron sus más importantes obras, entre ellas El Príncipe. Maquiavelo, uno de los principales exponentes del Renacimiento, lo fue en la faceta de la ciencia política, gracias precisamente a esta obra.

Ahora bien, la descripción que realiza Maquiavelo de la actividad política parte de una premisa fundamental: su separación radical de la Ética. Es más, afirma que si el príncipe albergase todavía algún tipo de moralidad, llegado el momento tendría que renunciar a ella, bien fuera de cara al pueblo, bien de cara a sus iguales, con la única finalidad de mantenerse en el puesto. Debe saber moverse en el infierno. Este es el objetivo de todo lo que hace, y para ello es preciso construir un plan que garantice su estabilidad, por encima de otros príncipes, del pueblo, de los ejércitos y hasta de la Ética. El pueblo humano al que se refiere Maquiavelo, y sobre el que el príncipe quiere mandar, no es precisamente bondadoso y además es susceptible de ser engañado, por lo que conociendo la naturaleza humana, el príncipe que aspire a regir el destino de ese pueblo, y a mantenerse en el poder, debe amoldarse a quien se dirige, de modo que valiéndose de la imagen, del puro artificio, de medidas aparentemente favorecedoras del pueblo, consigue que éste lo respete y frena las sublevaciones contra él (pues la apariencia es lo que el pueblo ve, no la realidad del corazón del príncipe –Maquiavelo se estaba refiriendo a las actuales campañas propagandísticas o de marketing-), conjugando o equilibrando una a proiri magnanimidad con la autoridad, siendo así que el pueblo y otros príncipes, aunque en principio lo respeten por sus sensatas directrices y buen criterio, verdaderamente si lo hacen es por miedo; un miedo derivado de su propia autoridad, en el sentido literal de fuerza, y de ser conocedores de los apoyos con los que cuenta, tanto del propio pueblo (convencido –engañado- de su buen y sincero hacer) como de los ejércitos, que se ponen a su disposición sin cuestionar el que los mandatos del príncipe no sean los mejores. Para cumplir el fin de conservar el poder, no hay límites: se utiliza la tergiversación de la verdad, la astucia, la fuerza, la ley y hasta la religión, barnizando las decisiones, si fuera necesario, de una capa sagrada. Maquiavelo expone múltiples ejemplos históricos de reyes, gobernantes, dirigentes que han actuado así (si bien aparentando otra cosa distinta) y han conservado, ellos y su descendencia, el poder en un Estado, incluso ampliando sus dominios; y otros que, actuando de una forma directa, neutral, sincera y prudente han sido considerados débiles y derrocados como consecuencia de conjuras fraguadas tanto desde el interior como desde el exterior de las fronteras de sus estados.

El príncipe, de este modo, emplea todos los medios para lograr su permanencia, que se reconducen a dos: la postergación de la Ética si es necesario y la dirección del pueblo, junto con el límite a los enemigos, por el puro miedo. Y dentro de su gabinete, la situación es equivalente: Maquiavelo se refiere especialmente a la relación del príncipe con sus consejeros y ministros, que debe estar fundamentada en el recelo, en la desconfianza del príncipe, siempre vigilante del proceder de quienes le rodean, de modo que si alguno de ellos actúa buscando su propio bien, o el de un tercero que no sea sólo el príncipe que lo ha designado, debe ser de inmediato eliminado de la fórmula. En definitiva, el mismo respeto, el mismo temor, se debe dar dentro del equipo del príncipe hacia él.

Si el príncipe se encuentra con leyes vigentes en el momento de llegar al poder, siendo éstas unas leyes que sabe que el pueblo respeta, las mantiene, si bien solo nominalmente: para sosegar los ánimos, las conserva; pero modifica, modula su articulado, su sentido legal para, en definitiva, conseguir sus fines sin que se pueda afirmar que esas normas, respetadas socialmente, hayan desaparecido.

Mediante el recurso a la mera apariencia, se conserva una situación jurídica, un estatus conocido y respetado, pero que en realidad encierra un sentido, practicidad y eficacia muy distintas, que cambia o altera el sentido de la ley de una forma radical, ya sea por medio de innovaciones legislativas sobre varios preceptos de la ley existente o bien haciendo que la vigencia de esa norma tenga lugar de forma muy dilatada en el tiempo, justificando así otras maneras de proceder que se dicen interinas pero que realmente no lo son.

En consecuencia, el uso del Derecho a través de la ley instrumentalizada con el fin de mantener el poder lo convierte en algo ajeno a su naturaleza, pues ya no obedece a la imparcialidad propia de la Justicia, sino al interés del príncipe, y ello, con el beneplácito del pueblo, del ejército y de los demás poderes, al estar aplacados, sedados, agradecidos e incluso sinceramente convencidos de la Justicia de ese nominal Derecho y de los actos aplicativos de esas normas por parte del príncipe, quien actúa con la astucia propia de un zorro, tal y como ejemplifica Maquiavelo. Y, en el caso de que hubiera disensiones, será entonces cuando la fuerza del príncipe, propia del león como metafóricamente expresa el autor, haga su función, y el miedo a las consecuencias de no acatar la ley o sus emanaciones por parte de aquellos que sean capaces de descubrir la realidad, acallará cualquier intento de acabar con el principado, pues antes de que eso ocurra son conscientes de que serán ellos mismos los acabados.

En la ruptura con la Ética que produce el camino hacia el fin proyectado por el príncipe, que discurre por los parajes de la astucia y de la fuerza, el Derecho queda en la frontera entre moral y política, y por lo tanto es el gran perjudicado en este divorcio: se le separa de su esencia, de aquello que lo conduce a la realización de la Justicia verdadera: los principios y valores de la moral, que son inmanentes y eternos, marginados de los vaivenes del poder, y queda de él tan solo su forma, su apariencia, que puede ser plenamente utilizada para legitimar actos injustos, toda vez que parciales e interesados; presentados, eso sí, como el paradigma de la legalidad, de la ecuanimidad y de la plena Justicia.

Una razón de Estado que encubre, bajo su eufemístico nombre, sólo la egoísta razón del príncipe. Enseñanzas centenarias que verifican, de forma dolorosa, un escaso cambio social de entonces a hoy.

“Un príncipe, y en especial uno nuevo, que quiera mantenerse en el poder, debe comprender bien que no le es posible observar en toda situación eso que hace tener por virtuosos a los hombres, puesto que a menudo, para conservar el orden en un Estado, está en la precisión de obrar contra su fe, contra las virtudes de la humanidad, caridad, y aún contra su religión.”

“Pero, ¿cómo conoce un príncipe si su ministro es bueno o malo? He aquí un medio que no induce jamás a error. Cuando veas a tu ministro pensar más en sí que en tí, y que en todas sus acciones busca su provecho personal, puedes estar persuadido de que este hombre jamás te servirá bien. No podrás estar jamás seguro de él (…). El que maneja los negocios de un Estado no debe pensar nunca en sí mismo sino en el príncipe, ni recordarle jamás cosa alguna que no se refiera a los intereses de su principado.”



          Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
          Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación