lunes, 20 de marzo de 2023

Hipócrates: la conjunción de Ética y Medicina llevada al Derecho

 

Hipócrates de Cos (460-370 a.C.) es una de las más grandes figuras de la antigüedad griega; un intelectual que, si bien especializado en una rama del saber tan importante como es la ciencia médica, a la que imprimió caracteres que la han configurado desde su misma base, permaneciendo así a lo largo de los tiempos, también fue el ejemplo de hombre culto, pues en Hipócrates confluían Filosofía, Ética, Matemática, Medicina, es decir, todos los saberes como una unidad, cuya visión conjunta permitía entender y justificar cada una de las facetas del conocimiento. Nos encontramos ante un sabio contemporáneo de Sócrates y de Platón (quién a él se refiere en alguno de sus diálogos) así como de Pericles, esto es: Hipócrates vivió en la época genuina y dorada de la política –que tanto se echa de menos en el siglo XXI-; unos tiempos aquellos en los que los dirigentes anteponían la polis, esto es, lo que se puede entender hoy como interés general, personalizado en la ciudad-estado, sobre sus propias apetencias y egoísmos, precisamente porque en aquel entonces los planteamientos intelectuales caminaban por la senda de los principios éticos, de los valores inherentes al ser humano y por extensión a la misma sociedad.

La historia ha calificado a Hipócrates como “padre de la Medicina”. Quiero destacar que, más allá de que la ciencia médica de su tiempo es incomparable –afortunadamente- con los avances y descubrimientos que para el bienestar y la salud ha realizado el ser humano desde sus tiempos y hasta la actualidad, si algo se le debe al médico de Cos es la consideración ética de la Medicina, pues todas sus teorías científicas, hoy superadas en lo técnico, se asientan en valores primordiales y sobre todo en un profundo respeto al ser humano.

Para Hipócrates, paradigma del juicio clínico fundamentado en el cuidado, en la prevención y el pronóstico, la enfermedad era, ante todo, el resultado de un desequilibrio. El fluido vital, desde su perspectiva, materializaba las diferentes vertientes del orden natural, dando lugar a los denominados “cuatro humores”: sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema. En la persona sana, todos estos componentes están en armonía. Cuando alguno de ellos prevalece sobre otros surge la enfermedad, que tendría por lo tanto un origen más primario, más remoto incluso que aquello que se pudiera anudar a lo físico. Si el orden natural de las cosas también fundamenta la vida y la salud del ser humano, la degradación de este orden implica la enfermedad y la muerte.

Un traslado de esta teoría al mundo del Derecho nos ha de llevar a la siguiente pregunta: ¿cuándo podemos entender que el Derecho está enfermo? Algunos síntomas de la patología son manifiestos: leyes que generan rechazo social, que ejemplifican la más viva injusticia, que suponen una afrenta al sentido común y a la protección de aquello para lo que se promulgan. La enfermedad en el Derecho se origina en la separación de los principios de la Ética, que no son sino su mismo fluido vital, aquello que debe recorrer todo el ordenamiento jurídico, como si del sistema vascular se tratase; en el momento en el que el influjo de los primeros valores éticos no llegue a alguna parte de dicho organismo, el cuerpo jurídico enfermará y la sociedad pagará las consecuencias. La génesis de la enfermedad en las normas jurídicas está en su separación de los principios del Derecho Natural y la sintomatología es la injusticia.

Debe recordarse que ya en la época de Hipócrates se empezaba a extender la idea de la configuración de las instituciones públicas, del Estado en general, como un cuerpo dotado de cabeza y extremidades; siendo en la parte superior del mismo donde se ubicaría el poder político del que dimanan las instrucciones al resto del organismo. Qué duda cabe que si el cerebro de ese gran cuerpo no está bien, si se desequilibra, al separarse en sus órdenes del principio ético de la búsqueda del bien común por encima del personal, todo el organismo sufre un colapso, es llevado a la enfermedad y a su final.

Aparte de esta reflexión, es necesario poner de manifiesto –ya desde un prisma especializado- que el valor ético en el desempeño de la profesión médica se plasmó por Hipócrates en el que, para mí, es el primer y más importante protocolo, que está, a todos los niveles, por encima de los que con posterioridad se hayan podido dar. El denominado juramento hipocrático es la base de toda la actuación clínica, y sobrepasa, por su componente moral, a cualquier otra pauta orientativa, generándose, entre dicho juramento y los protocolos médicos posteriores, una relación muy similar a la que se da entre Derecho Natural y Derecho Positivo: en modo alguno un protocolo médico puede contravenir al juramento hipocrático, y en el hipotético caso de que así fuera, siempre el juramento será prevalente. Bastará con que los protocolos que se den a lo largo de la historia prevean que, por encima de lo que en ellos se disponga a modo de orientación, sea siempre el médico quien decida en el caso concreto y atendiendo a cada paciente. El juramento consiste en no hacer daño (primum non nocere) y buscar el bien del paciente (bonum facere). Aquí reside la obligación médica, y de ella se deriva la responsabilidad jurídica: la puesta de todos los medios y esfuerzos posibles por el bien del enfermo y en evitación de su dolor. Como vemos, una Ética que transita de lo clínico a lo jurídico a través del puente del saber filosófico.

“Antes de curar a alguien, pregúntale si está dispuesto a renunciar a las cosas que lo enfermaron.”

“Si no puedes hacer el bien, por lo menos no hagas daño.”

 

                                               JURAMENTO HIPOCRÁTICO


Ὄμνυμι Ἀπόλλωνα ἰητρὸν, καὶ Ἀσκληπιὸν, καὶ Ὑγείαν, καὶ Πανάκειαν, καὶ θεοὺς πάντας τε καὶ πάσας, ἵστορας ποιεύμενος, ἐπιτελέα ποιήσειν κατὰ δύναμιν καὶ κρίσιν ἐμὴν ὅρκον τόνδε καὶ ξυγγραφὴν τήνδε.

Ἡγήσασθαι μὲν τὸν διδάξαντά με τὴν τέχνην ταύτην ἴσα γενέτῃσιν ἐμοῖσι, καὶ βίου κοινώσασθαι, καὶ χρεῶν χρηίζοντι μετάδοσιν ποιήσασθαι, καὶ γένος τὸ ἐξ ωὐτέου ἀδελφοῖς ἴσον ἐπικρινέειν ἄῤῥεσι, καὶ διδάξειν τὴν τέχνην ταύτην, ἢν χρηίζωσι μανθάνειν, ἄνευ μισθοῦ καὶ ξυγγραφῆς, παραγγελίης τε καὶ ἀκροήσιος καὶ τῆς λοιπῆς ἁπάσης μαθήσιος μετάδοσιν ποιήσασθαι υἱοῖσί τε ἐμοῖσι, καὶ τοῖσι τοῦ ἐμὲ διδάξαντος, καὶ μαθηταῖσι συγγεγραμμένοισί τε καὶ ὡρκισμένοις νόμῳ ἰητρικῷ, ἄλλῳ δὲ οὐδενί.

Διαιτήμασί τε χρήσομαι ἐπ' ὠφελείῃ καμνόντων κατὰ δύναμιν καὶ κρίσιν ἐμὴν, ἐπὶ δηλήσει δὲ καὶ ἀδικίῃ εἴρξειν.

Οὐ δώσω δὲ οὐδὲ φάρμακον οὐδενὶ αἰτηθεὶς θανάσιμον, οὐδὲ ὑφηγήσομαι ξυμβουλίην τοιήνδε. Ὁμοίως δὲ οὐδὲ γυναικὶ πεσσὸν φθόριον δώσω. Ἁγνῶς δὲ καὶ ὁσίως διατηρήσω βίον τὸν ἐμὸν καὶ τέχνην τὴν ἐμήν.

Οὐ τεμέω δὲ οὐδὲ μὴν λιθιῶντας, ἐκχωρήσω δὲ ἐργάτῃσιν ἀνδράσι πρήξιος τῆσδε.

Ἐς οἰκίας δὲ ὁκόσας ἂν ἐσίω, ἐσελεύσομαι ἐπ' ὠφελείῃ καμνόντων, ἐκτὸς ἐὼν πάσης ἀδικίης ἑκουσίης καὶ φθορίης, τῆς τε ἄλλης καὶ ἀφροδισίων ἔργων ἐπί τε γυναικείων σωμάτων καὶ ἀνδρῴων, ἐλευθέρων τε καὶ δούλων.

Ἃ δ' ἂν ἐν θεραπείῃ ἢ ἴδω, ἢ ἀκούσω, ἢ καὶ ἄνευ θεραπηίης κατὰ βίον ἀνθρώπων, ἃ μὴ χρή ποτε ἐκλαλέεσθαι ἔξω, σιγήσομαι, ἄῤῥητα ἡγεύμενος εἶναι τὰ τοιαῦτα.

Ὅρκον μὲν οὖν μοι τόνδε ἐπιτελέα ποιέοντι, καὶ μὴ ξυγχέοντι, εἴη ἐπαύρασθαι καὶ βίου καὶ τέχνης δοξαζομένῳ παρὰ πᾶσιν ἀνθρώποις ἐς τὸν αἰεὶ χρόνον. Παραβαίνοντι δὲ καὶ ἐπιορκοῦντι, τἀναντία τουτέων.”


“Juro por Apolo médico, por Asclepio, Higía y Panacea, por todos los dioses y todas las diosas, tomándolos como testigos, cumplir fielmente, según mi leal saber y entender, este juramento y compromiso:

Venerar como a mi padre a quien me enseñó este arte, compartir con él mis bienes y asistirle en sus necesidades; considerar a sus hijos como hermanos míos, enseñarles este arte gratuitamente si quieren aprenderlo; comunicar los preceptos vulgares y las enseñanzas secretas y todo lo demás de la doctrina a mis hijos y a los hijos de mis maestros, y a todos los alumnos comprometidos y que han prestado juramento, según costumbre, pero a nadie más.

En cuanto pueda y sepa, usaré las reglas dietéticas en provecho de los enfermos y apartaré de ellos todo daño e injusticia.

Jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo; tampoco administraré abortivo a mujer alguna. Por el contrario, viviré y practicaré mi arte de forma santa y pura.

No tallaré cálculos sino que dejaré esto a los cirujanos especialistas.

En cualquier casa que entre, lo haré para bien de los enfermos, apartándome de toda injusticia voluntaria y de toda corrupción, principalmente de toda relación vergonzosa con mujeres y muchachos, ya sean libres o esclavos.

Todo lo que vea y oiga en el ejercicio de mi profesión, y todo lo que supiere acerca de la vida de alguien, si es cosa que no debe ser divulgada, lo callaré y lo guardaré con secreto inviolable.

Si el juramento cumpliere íntegro, viva yo feliz y recoja los frutos de mi arte y sea honrado por todos los hombres y por la más remota posterioridad. Pero si soy transgresor y perjuro, avéngame lo contrario.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




miércoles, 1 de marzo de 2023

Gustavo Adolfo Bécquer: la moraleja jurídica de La cruz del diablo

 

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) gran escritor nacido en Sevilla y posteriormente afincado en Madrid, imprimió a toda su obra un espíritu muy diferente al que caracterizaba a la corriente literaria que en sus tiempos predominaba en tierras patrias. Frente al realismo, Bécquer representó al movimiento romántico, importado desde otras naciones europeas. Junto con Rosalía de Castro, su obra plasmó la penumbra, el misterio, una cierta nostalgia de lugares y momentos más allá de lo físico y, en definitiva, unos sentimientos de insondable profundidad que a través de verso y prosa fue plenamente reconocida tras su precipitado fallecimiento, siendo aún un hombre muy joven, cuestión que pareciera hermanarle con otros grandes autores del romanticismo.

Si Bécquer es conocido por su obra poética, por sus Rimas, no lo es en menor medida por su narrativa: una prosa lírica consagrada y de gran belleza que integra las Leyendas. Éstas constituyen un conjunto de relatos en los que el autor recrea historias que circulan, algunas desde tiempo inmemorial, de boca en boca en la tradición de ciertas localizaciones, a las que dota de una peculiaridad, de una personalidad diferenciada, al insuflarles el hálito romántico, aproximándose de este modo a la literatura gótica. Una de estas historias se titula La cruz del diablo, y produce en mí una reflexión que quizá no se quede en la pura teoría, en el pensamiento jurídico abstracto, sino que el paralelismo con actuales hechos y personajes resulta sorprendente, y bien merece ser expresado por escrito para dejar constancia de lo que a día de hoy le ocurre al Derecho, y tal vez como un testigo de cara al futuro, para que los lectores de mañana sepan apreciar la gravedad y las consecuencias de decisiones adoptadas con poca inteligencia o de forma malintencionada.

La cruz del diablo, de forma extractada, narra cómo se les explica a unos excursionistas el origen de una cruz ubicada en un pueblo de España, en Cataluña. El guía les cuenta que la historia de aquella cruz tiene unos tintes macabros, malditos. Un señor del castillo, abyecto y bestial, actuaba respecto del pueblo con una carencia absoluta de respeto y de escrúpulos, imponiendo sus decisiones por las armas; ello fue así hasta que este ser fue asesinado, pero su mal no murió con él, quedando impregnado en la armadura que vestía y ésta seguía, aparentemente por sí sola, sin nadie en su interior, sembrando el terror y la muerte por el lugar, con el antecedente de que se sabía que aquel castellano había tenido tratos con el diablo, pues lo único que motivaba sus acciones era el egoísmo, seguir mandando sobre el pueblo sometido a su persona, para lo cual pactó con el maligno; y a ello se añadió que tras su muerte, unos bandidos que entraron en el castillo volvieron a invocar al demonio, lo que propició que aquella armadura se deshiciera de ellos y siguiera el sangriento proceder de quien había sido su dueño. Esta armadura fue finalmente llevada a juicio, se la encerró en las mazmorras y tras intentar atacar al alcalde de la localidad, escapó, consiguiendo con el tiempo ser de nuevo apresada, comprobando entonces que nadie la ocupaba, ante lo que el alcalde ordenó que fuera inmediatamente quemada y reducida a hierro líquido. Se dice que mientras aquella armadura se derretía unos espantosos gritos de dolor surgían de ella. Con aquel hierro fundido se hizo una cruz…desde entonces llamada la cruz del diablo.

Esta leyenda de Bécquer me lleva a reflexionar sobre los efectos en el tiempo de las decisiones que toma el poder, y como esas decisiones, aunque traten de corregirse o de enmendarse –siquiera sea aparentemente- van a producir consecuencias perniciosas en el futuro, de una forma inexorable.

Si esta historia se lleva al plano legal, y específicamente al de las reformas y modificaciones de la normativa penal, las semejanzas resultan evidentes. No me refiero en este momento a cuestiones profundas de ética política a la hora de legislar, sino a la superficie, a lo visible, esto es: a los estrictos efectos legales, iuspositivos, de los cambios que producen las normas que entran en vigor y que responden a fines ilegítimos, al no primar en tales normas los principios esenciales que deben regir la producción legal en materia penal. Una norma que modifica tipos delictivos y consigue entrar en vigor, produce unas consecuencias irresolubles, pues aun cuando dicha ley perniciosa sea fugaz en el tiempo, y el mismo poder que la ha creado trate de retractarse más tarde de cara hacia el pueblo, mediante presuntas correcciones posteriores, el mal ya está hecho, pues el principio de norma penal más beneficiosa, máxime si las disposiciones transitorias –como es además el caso- lo propician, implica que el texto de aquella reforma en modo alguno desaparece, sino que es aplicable a los hechos correspondientes a su momento e incluso a los de distintas épocas, aunque más tarde se redacte de otra manera.

Esa ley atroz no es sino aquella armadura maldita de la leyenda, que vive por sí misma y sigue produciendo el terror, aunque quien la promulgó e hizo uso de ella ya no esté presente, pues todo poder es transitorio, pero sus efectos negativos pueden ocasionar unos daños forjados en la ultraactividad, sin solución futura; y es así a pesar de que, más tarde, todo lo que ese mismo poder ya haya hecho quiera presentarlo de otra forma e incluso dotarlo de un aspecto distinto, hasta con ribetes de santidad si hace falta. La cruz del diablo es un relato sobre la falsedad, sobre la hipocresía, y evidencia como detrás de las apariencias que pretendan darse a decisiones políticas perversas, revestidas, eso sí, de formal legalismo, la malignidad está en su mismo origen y sigue ocasionando sus lamentables consecuencias sine die.

Y detrás de estos nefastos efectos materiales derivados de la aplicación de la ley positiva, nos encontramos, sin cuestión, con que el espíritu del poder que la origina está muy lejos de ser benigno, como, por lógica, indican sus propios resultados en la realidad. Aquello que es esencialmente bueno no puede producir un efecto negativo. Una norma jurídica asentada en los principios del Derecho Natural, en la ética, en el respeto a los valores y derechos humanos, en la defensa de las víctimas y de sus bienes jurídicos protegidos, en definitiva, un poder que actúe de manera honorable y bondadosa con quien lo merece, nunca producirá las terribles implicaciones derivadas de leyes emanadas desde el egoísmo; más claramente: desde la pura maldad.

“Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una encina.

Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a la lucha.”

“Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo que le presta su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.”    




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación