miércoles, 1 de marzo de 2023

Gustavo Adolfo Bécquer: la moraleja jurídica de La cruz del diablo

 

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) gran escritor nacido en Sevilla y posteriormente afincado en Madrid, imprimió a toda su obra un espíritu muy diferente al que caracterizaba a la corriente literaria que en sus tiempos predominaba en tierras patrias. Frente al realismo, Bécquer representó al movimiento romántico, importado desde otras naciones europeas. Junto con Rosalía de Castro, su obra plasmó la penumbra, el misterio, una cierta nostalgia de lugares y momentos más allá de lo físico y, en definitiva, unos sentimientos de insondable profundidad que a través de verso y prosa fue plenamente reconocida tras su precipitado fallecimiento, siendo aún un hombre muy joven, cuestión que pareciera hermanarle con otros grandes autores del romanticismo.

Si Bécquer es conocido por su obra poética, por sus Rimas, no lo es en menor medida por su narrativa: una prosa lírica consagrada y de gran belleza que integra las Leyendas. Éstas constituyen un conjunto de relatos en los que el autor recrea historias que circulan, algunas desde tiempo inmemorial, de boca en boca en la tradición de ciertas localizaciones, a las que dota de una peculiaridad, de una personalidad diferenciada, al insuflarles el hálito romántico, aproximándose de este modo a la literatura gótica. Una de estas historias se titula La cruz del diablo, y produce en mí una reflexión que quizá no se quede en la pura teoría, en el pensamiento jurídico abstracto, sino que el paralelismo con actuales hechos y personajes resulta sorprendente, y bien merece ser expresado por escrito para dejar constancia de lo que a día de hoy le ocurre al Derecho, y tal vez como un testigo de cara al futuro, para que los lectores de mañana sepan apreciar la gravedad y las consecuencias de decisiones adoptadas con poca inteligencia o de forma malintencionada.

La cruz del diablo, de forma extractada, narra cómo se les explica a unos excursionistas el origen de una cruz ubicada en un pueblo de España, en Cataluña. El guía les cuenta que la historia de aquella cruz tiene unos tintes macabros, malditos. Un señor del castillo, abyecto y bestial, actuaba respecto del pueblo con una carencia absoluta de respeto y de escrúpulos, imponiendo sus decisiones por las armas; ello fue así hasta que este ser fue asesinado, pero su mal no murió con él, quedando impregnado en la armadura que vestía y ésta seguía, aparentemente por sí sola, sin nadie en su interior, sembrando el terror y la muerte por el lugar, con el antecedente de que se sabía que aquel castellano había tenido tratos con el diablo, pues lo único que motivaba sus acciones era el egoísmo, seguir mandando sobre el pueblo sometido a su persona, para lo cual pactó con el maligno; y a ello se añadió que tras su muerte, unos bandidos que entraron en el castillo volvieron a invocar al demonio, lo que propició que aquella armadura se deshiciera de ellos y siguiera el sangriento proceder de quien había sido su dueño. Esta armadura fue finalmente llevada a juicio, se la encerró en las mazmorras y tras intentar atacar al alcalde de la localidad, escapó, consiguiendo con el tiempo ser de nuevo apresada, comprobando entonces que nadie la ocupaba, ante lo que el alcalde ordenó que fuera inmediatamente quemada y reducida a hierro líquido. Se dice que mientras aquella armadura se derretía unos espantosos gritos de dolor surgían de ella. Con aquel hierro fundido se hizo una cruz…desde entonces llamada la cruz del diablo.

Esta leyenda de Bécquer me lleva a reflexionar sobre los efectos en el tiempo de las decisiones que toma el poder, y como esas decisiones, aunque traten de corregirse o de enmendarse –siquiera sea aparentemente- van a producir consecuencias perniciosas en el futuro, de una forma inexorable.

Si esta historia se lleva al plano legal, y específicamente al de las reformas y modificaciones de la normativa penal, las semejanzas resultan evidentes. No me refiero en este momento a cuestiones profundas de ética política a la hora de legislar, sino a la superficie, a lo visible, esto es: a los estrictos efectos legales, iuspositivos, de los cambios que producen las normas que entran en vigor y que responden a fines ilegítimos, al no primar en tales normas los principios esenciales que deben regir la producción legal en materia penal. Una norma que modifica tipos delictivos y consigue entrar en vigor, produce unas consecuencias irresolubles, pues aun cuando dicha ley perniciosa sea fugaz en el tiempo, y el mismo poder que la ha creado trate de retractarse más tarde de cara hacia el pueblo, mediante presuntas correcciones posteriores, el mal ya está hecho, pues el principio de norma penal más beneficiosa, máxime si las disposiciones transitorias –como es además el caso- lo propician, implica que el texto de aquella reforma en modo alguno desaparece, sino que es aplicable a los hechos correspondientes a su momento e incluso a los de distintas épocas, aunque más tarde se redacte de otra manera.

Esa ley atroz no es sino aquella armadura maldita de la leyenda, que vive por sí misma y sigue produciendo el terror, aunque quien la promulgó e hizo uso de ella ya no esté presente, pues todo poder es transitorio, pero sus efectos negativos pueden ocasionar unos daños forjados en la ultraactividad, sin solución futura; y es así a pesar de que, más tarde, todo lo que ese mismo poder ya haya hecho quiera presentarlo de otra forma e incluso dotarlo de un aspecto distinto, hasta con ribetes de santidad si hace falta. La cruz del diablo es un relato sobre la falsedad, sobre la hipocresía, y evidencia como detrás de las apariencias que pretendan darse a decisiones políticas perversas, revestidas, eso sí, de formal legalismo, la malignidad está en su mismo origen y sigue ocasionando sus lamentables consecuencias sine die.

Y detrás de estos nefastos efectos materiales derivados de la aplicación de la ley positiva, nos encontramos, sin cuestión, con que el espíritu del poder que la origina está muy lejos de ser benigno, como, por lógica, indican sus propios resultados en la realidad. Aquello que es esencialmente bueno no puede producir un efecto negativo. Una norma jurídica asentada en los principios del Derecho Natural, en la ética, en el respeto a los valores y derechos humanos, en la defensa de las víctimas y de sus bienes jurídicos protegidos, en definitiva, un poder que actúe de manera honorable y bondadosa con quien lo merece, nunca producirá las terribles implicaciones derivadas de leyes emanadas desde el egoísmo; más claramente: desde la pura maldad.

“Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una encina.

Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a la lucha.”

“Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo que le presta su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.”    




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




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