José Saramago (1922-2010) fue un escritor
portugués, Premio Nobel de Literatura, Doctor Honoris Causa por múltiples
universidades, prolífico autor en los diversos ámbitos de las letras, desde el
ensayo a la novela, la poesía o el teatro. De origen familiar humilde, fue
objeto de censura por la dictadura de Salazar, siendo algunas de sus obras más
relevantes Todos los hombres, El Evangelio según Jesucristo, La caverna o Caín.
Una de las novelas de Saramago que genera en la
actualidad un especial impacto por lo próximo de lo que en ella se expone y por
las consecuencias sociales que desprende su narrativa, haciendo de ella, en
cierta forma, un vaticinio de futuro, es Ensayo
sobre la ceguera, a la que me quiero referir especialmente.
Una terrible enfermedad pandémica, la ceguera
blanca, comienza a extenderse por las ciudades, de modo que progresivamente
todas las personas empiezan a perder la vista de una forma radical. El terror y
el caos se apoderan de la sociedad, desapareciendo la noción de orden y transformando
al mundo en una auténtica locura. La ceguera lleva a la depravación, a la
pérdida del sentido de la moral, a una suciedad y abandono que avanzan desde lo
estético hacia la profundidad del ser
humano, ennegreciendo su propia definición; situación que el poder aprovecha
para producir confinamientos de los primeros infectados con la finalidad de
evitar que trascienda la gravedad de lo que ocurre y progresivamente comienza a
configurar unas reglas jurídicas que restringen los derechos de los ciudadanos hasta
límites impensables, dando lugar a un Estado opresor y dictatorial, en el que
solo algunas camarillas consiguen enriquecerse a costa de las necesidades
básicas de la población, haciendo del delito su campo habitual de desarrollo,
en una situación de completa impunidad. La única persona que sorprendentemente
no ha perdido la vista tiene que simular que es ciega y trata de ayudar al
resto de los primeros confinados cuando abandonan su reclusión y empiezan a
moverse por una ciudad devastada por el crimen y la perversión, hasta un punto
en el que ya no puede más, y al borde de sucumbir, la pandemia empieza a ceder
y con ello la pesadilla en la que se había sumido la humanidad.
Se ha querido ver en Ensayo sobre la ceguera un paralelismo con el mito de la caverna
platónica, en el sentido de mostrar al lector la realidad en la que se mueve
estando con los ojos cerrados, siendo su vida una pura creación artificial, una
obra teatral dirigida desde el poder, que impide a los ciudadanos ser
conscientes (esto es, recuperar la vista) de la auténtica y plena existencia,
pues tal descubrimiento y toma de conciencia supondría la desintegración del
mismo poder, que se encarga de aprovechar (e incluso crear) las situaciones de
miedo y caos generalizadas con el fin de erigirse en un ser necesario,
imprescindible para sobrevivir, siendo verdaderamente el responsable de la
degradación y pérdida paulatina de los derechos, beneficiándose, por el
contrario, él mismo y, gracias a su proceder, ciertos sujetos o minorías, a
costa de la desgracia ajena, generando incluso espacios amnistiados, libres de
cualquier tipo de reproche, en los que la sombra, el peor lado del ser humano,
campea libre.
Si se piensa en el relato de Ensayo sobre la ceguera desde una perspectiva filosófica y
jurídica, creo que resulta indudable que el sentido de la vista al que se
refiere la novela, y que se pierde de forma escalonada y absoluta por la
sociedad, a consecuencia de una denominada “enfermedad”, es una metáfora de la
ética, de los principios morales. Qué duda cabe que el abandono progresivo de
la moralidad en la vida social conlleva a la perdición absoluta. Y tal estado
de cosas hace surgir a hipotéticos salvadores que se autolegitiman en el poder
como si fueran la última esperanza para encauzar a una sociedad desbocada.
Considero que la pandemia de ceguera que presenta
la obra tiene, como toda patología vírica, un proceso de incubación.
Se llega a esta situación de una forma
intencionada, con su origen en la falta de adopción de los debidos cuidados o
de la puesta de cortafuegos que eviten la explosión definitiva del caos. Desde
un primer momento, incidiendo en los sistemas educativos, con la supresión de
ciertas materias o la tergiversación de su contenido, el poder impide que la
sociedad pueda tener los ojos bien abiertos, y se encarga de dibujar una
realidad configurada a su gusto, rechazando todo aquello que no se amolda a sus
propios intereses, a su particularísimo concepto de “realidad”. Así surge la dictadura
del relativismo, aun cuando, en apariencia, los gobiernos se presenten como esencialmente
democráticos y, con una impostada intensidad, “tolerantes”: el hecho es que no
se admite otra perspectiva de las cosas que no sea la del poder. Y la sociedad,
ciega, carente de medios intelectuales para defenderse, sin principios éticos,
pues han sido eliminados desde su raíz, no es siquiera capaz de darse cuenta de
la manipulación, hasta el punto de emprender el camino hacia su propio fin,
bajo la dirección de un poder al que solo le preocupa mantenerse en el sitio.
Incluso aquellas pocas personas que conservan la visión de lo auténtico (en la
novela hay un ejemplo paradigmático de ello), quienes retienen crítica y moral,
deben ocultarse, es decir, hacerse los ciegos, simular que no ven, evitar
destacar, para impedir que la masa acrítica y dirigida acabe con ellos.
Lógicamente, el “Derecho” que pueda emanar desde
el poder en esta situación sólo tendrá de norma jurídica y de Justicia el
revestimiento formal. Tales preceptos legales, cuya promulgación es presentada
como un bien para la sociedad, en verdad se separan de cualquier atisbo de
ética y suponen genuinas imposiciones que, lejos de colaborar a que los seres
humanos abran los ojos y comprendan cuáles son sus verdaderos derechos y
libertades, los limitan terriblemente, bajo la aquiescencia social de quienes
creen –ello, con gran pesar- que están siendo defendidos cuando en realidad
están recibiendo recortes y limitaciones continuadas en sus vidas, bienes y
derechos, sin ser conscientes de que lo único que motiva al poder es su propia
continuidad, su mantenimiento, a toda costa y sin que se le cuestione, para lo
cual es necesario que la sociedad esté cegada y en la perenne creencia tanto de
que todo ocurre por azar como de que el gobierno será quien les salve.
Y resulta que todo es al revés: ni los
acontecimientos surgen de la nada ni el gobierno les salvará. Pero para verlo,
es necesario crítica, cultura, ética, una verdadera Justicia, no truncada por
intereses espurios. En definitiva: no estar ciegos.
“Creo que no nos quedamos ciegos; creo que estamos ciegos, ciegos que
ven, ciegos que, viendo, no ven.”
“La hora de las verdades terminó. Vivimos en el
momento de la mentira universal. Nunca se mintió tanto. Vivimos una mentira
todos los días.”
“Para que los hombres se ciñan a la verdad,
primero tendrán que conocer el error.”
“Estamos llegando al fin de una civilización,
sin tiempo para reflexionar, en la que se ha impuesto una especie de impudor
que nos ha llegado a convencer de que la privacidad no existe.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario