domingo, 1 de diciembre de 2019

H.P. Lovecraft: terror cósmico y Derecho


Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) fue un escritor norteamericano cuya obra generó una novedosa forma de entender los parámetros de la literatura ominosa y gótica que se había desarrollado hasta sus publicaciones. Niño dotado de una avanzada inteligencia, Lovecraft siempre mostró interés por los lugares alejados, inhóspitos, por la lectura y por los imperceptibles detalles de la naturaleza de los que disfrutaba en una soledad que le fue primero impuesta y luego deseada. Su creación literaria superó también las premisas habituales existentes hasta entonces, dando lugar a un concepto del terror que trascendió las relaciones intersubjetivas para ubicarse en unos planos de la existencia, tan reales como los de la sociedad humana, pero de una magnitud y dimensiones proporcionadas al tamaño del universo, es decir, infinitos. En estos planos residen entidades completamente ajenas a la comprensión, al razonamiento humano, que a la luz de la sociedad se presentan como dioses, dada la imposibilidad siquiera de entender su misma existencia, pero que en verdad son entidades que contemplan a la sociedad como el científico a los microbios, esto es, con una serie de finalidades que no redundan en el beneficio de la humanidad, sino con una indiferencia analítica que sólo conlleva, en el mejor de los casos, al examen de una especie infinitamente menor sin otro objeto; y con carácter general, a un impulso de extinción provocado por la aplastante e incomprensible superioridad existencial de estas monstruosas entidades respecto del género humano, dándose una situación equivalente a la de la cadena alimenticia obrante en la naturaleza, en la que las especies más fuertes se alimentan de las más débiles, sin otro motivo que la sola superioridad metafísica. Relatos como La llamada de Cthulhu o En las montañas de la locura ejemplifican este novedoso “terror cósmico” creado por Lovecraft,  en el que el desasosiego no proviene de un mal humano, hasta cierto punto ya conocido o reconocido socialmente, sino de un factor que ni siquiera puede clasificarse como “el mal”, porque nada tiene que ver con las relaciones interpersonales, sino que su origen está más allá de lo social, en una dimensión que se desconoce profundamente, y de la que sólo se sabe que es de una enormidad universal y de una profunda negritud, permaneciendo los motivos del proceder de estas entidades en lo indescriptible. Es este desconocimiento de los motivos lo que genera el verdadero y atávico terror.

Algunas consideraciones pueden hacerse, desde la perspectiva de la Filosofía del Derecho, en relación con la literatura lovecraftiana. No genera una especial controversia el que se afirme que las normas jurídico-positivas, y en particular, las del Derecho Penal, han sido creadas con el fin de contener la plasmación de ese “mal” que se reconoce socialmente, pues se encuentra inserto en la propia naturaleza del ser humano; el delito es algo identificable, no es extraño ni inconcebible porque entra en la posibilidad de actuación del ser humano, aunque constituya una aberración a todos los efectos, tanto jurídica como moral. Lovecraft, en este particular, sigue la estela de la obra de Edgar Allan Poe, cuando éste se centra en el análisis del proceder humano en la perpetración del crimen. Es cierto que la posición de Lovecraft respecto del hombre y la sociedad, en este plano, es de decepción y la propia del “homo homini lupus” de Thomas Hobbes, pues en sus obras el ser humano se presenta especialmente inclinado hacia lo no virtuoso, esto es, hacia la imprudencia o la ambición irracional, que quizá tienen su origen en las limitaciones humanas.

Pero de la obra de Lovecraft sí resulta para mí de interés el concepto de infinitud, de ese cosmos terrible y en absoluto controlable, que dada su superioridad a todos los efectos, puede condicionar, aunque lo sea de una manera imperceptible, las normas que rigen la vida humana, como quien controla un escenario y establece las reglas que han de regir en el mismo, y sin que quienes intervienen en él, la sociedad, ni tan siquiera lo perciban, pues se limitan a acatar las normas positivas sin cuestionar su origen o su intencionalidad, centrados sólo en la forma, en la mera apariencia, y condicionados por sus naturales limitaciones.

El Derecho Natural, que está dotado de esas mismas notas “cósmicas” que fundamentan la obra lovecraftiana, en el sentido de inmanentes y eternas, constituyendo la razón auténtica del valor de legitimidad de la norma jurídica positiva, puede perfectamente quedar a disposición de una fuente de poder  que lo establezca conforme a su particular criterio, y obedecer a unas razones que se encuadren en un parámetro de corrección moral verdadera o encubrir otros motivos. Por ello, un iusnaturalismo de carácter racionalista, generado por la propia sociedad a través del extracto de una serie de principios generales, es mucho más seguro y favorable que aquellas formas de Derecho Natural que vienen determinadas desde fuera, quedando al arbitrio de un tercero, que incluso puede venir investido de poder por su propia naturaleza, como ocurrió con el iusnaturalismo teológico: recordemos que la sociedad a la que se refiere Lovecraft en su obras tiene a estas entidades por dioses, lo que constituye la clave para que una serie de dogmas que provengan de ellas se erijan en el fundamento moral de las normas positivas, estableciéndose así un control definitivo e imperceptible de la realidad social, y llevado así al terror cósmico al mismo interior del funcionamiento de la sociedad. 

“Todas mis historias se basan en la premisa fundamental de que las leyes, intereses y emociones comunes de los seres humanos no tienen validez ni significación en la amplitud del vasto cosmos. (…) Uno debe olvidar que cosas como la vida orgánica, el amor y el odio, y todos los demás atributos locales de una insignificante y efímera raza llamada humanidad, existen en absoluto”.

“A mi parecer no hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro humano de correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros e infinitos, pero no fue concebido que debiéramos llegar muy lejos”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



viernes, 1 de noviembre de 2019

Søren Kierkegaard: temor, temblor y Derecho


Søren Kierkegaard (1813-1855), filósofo nacido en Copenhague, ha contribuido de una forma decisiva en el pensamiento contemporáneo, estimándose, nada menos, que representa el inicio del movimiento existencialista. Hombre peculiar incluso en su aspecto físico, en cierta forma adelantado a su tiempo, también su concepto filosófico estuvo dotado de una gran originalidad, sobre la base de la crítica a los planteamientos existentes hasta entonces, a las instituciones y a la misma idea del individuo, concibiendo, en el marco de una filosofía muy introspectiva, a la persona absorbida por un estado de desesperación vital, que al mismo tiempo que la perturba la incita a la superación, de modo que el conocimiento de los propios límites es la antesala para alcanzar las metas, y una vez conseguidas el individuo se transforma, deja atrás una versión de sí mismo menos perfecta, ya superada. Por eso, quien no conoce sus límites, ni se los plantea ni los concibe, está en la ignorancia filosófica, sin desesperación alguna,  y es absolutamente feliz, pero incapaz de mejorarse a sí mismo.

De la misma manera, el concepto de trascendencia para Kierkegaard, identificado con Dios, es siempre algo externo al individuo, que por su esencia sólo puede alcanzar fuera de lo racional, dando un salto al vacío, un salto lógico, que el filósofo danés denominó “el salto de fe”, siendo éste uno de los términos más importantes de su pensamiento. El filósofo no era partidario del alcance, a través de la razón, de los conceptos trascendentales, precisamente por las limitaciones de la persona, de modo que así como el individuo apacigua su desesperación mediante la superación personal, haciendo una dejación de sí mismo, respecto de lo trascedente, esa desesperación existencial por no poder alcanzarlo ni entenderlo es amansada mediante un salto al vacío, un abandono de la lógica.

La producción de Kierkegaard, y en particular su ensayo titulado Temor y temblor, me ofrece la posibilidad de realizar algunas reflexiones sobre el Derecho. Esta obra elabora una tesis filosóficas partiendo de la historia bíblica de Abraham, a quien un cruel Yahvé le ordena matar a su propio hijo por el bien de la humanidad, algo que Abraham acata renegando de sí mismo y de sus sentimientos, para finalmente estar a punto de consumar el asesinato, con una voluntad determinada hacia ello, aunque en el último momento Yahvé sustituyó a su hijo por un carnero.

Esta situación puede trasladarse al carácter imperativo de las normas jurídicas y a su obligado cumplimiento. Una norma jurídica es obligatoria porque, según el positivismo, dimana de una fuente última legítima de poder, en el marco de una estructura jerárquica y competencial, siendo el propio ordenamiento, como sistema autorregulado, el que determina la legitimidad de los mandatos normativos. Como es sabido, incluso en tal concepción del imperativo de las normas, siempre existe un fundamento último y metajurídico para la validez del mandato, que lo dota de obligatoriedad (así, por ejemplo, la norma fundamental kelseniana). El iusnaturalismo establece que ese prius de legitimidad y obligatoriedad del Derecho procede de sistemas ajenos al propio Derecho, y que además lo fundamentan de una manera esencial, de modo que una norma jurídica contraria a los postulados del Derecho Natural sería una norma injusta e ilegítima, obedecida sólo por el temor a la sanción, no por considerarla la plasmación del mandato social o de la justicia social.

Siempre se ha considerado que el denominado Derecho Natural ha de ser esencialmente bueno, elevado, como el alma respecto de un cuerpo físico. Ahora bien, ¿qué ocurriría si la voluntad metajurídica que establece esas normas eternas e inmanentes es perversa, ya sea abiertamente maligna o de una forma encubierta?

Esta cuestión determina si, ante una orden o una obligación de la ley impuesta desde el poder, cabe la desobediencia. En el caso de Abraham, la orden de Yahvé era claramente perversa, pues estaba obligando a un padre a matar a su hijo. Abraham encarnó entonces uno de los conceptos clave de la filosofía de Kierkegaard: “el caballero de la resignación infinita”, pues asume la orden sin cuestionarla, y procede a ejecutarla, sin consumarla por cuestiones ajenas a su voluntad. Sólo es la fe de Abraham, la confianza abnegada en ese poder que le ordena, lo que le hace suponer, que no saber, que lo que va a cometer no es algo terrible, porque los motivos van más allá de su comprensión, convirtiéndose así finalmente en un “caballero de la fe”.

Desde la perspectiva práctica, es sabido que el delito de desobediencia, que supone incumplir de forma abierta una orden, requiere para la integración de su tipo objetivo que dicha orden esté formalmente bien provista y que la dicte el órgano competente. Además, se elimina la antijuridicidad de la conducta en el momento en el que la orden constituya una infracción manifiesta, clara y terminante de la ley. Es decir, que no toda orden implica una obligación de acatamiento si ésta, por razones de forma o de fondo, es ilegal.

Si estos planteamientos filosóficos y jurídicos se trasladan al fundamento o génesis de la orden (que no es sino la materialización específica del mandato general), esto es, a la ley, surge la disyuntiva respecto de la desobediencia, no ya hacia una orden singular, sino hacia una norma jurídica que haya sido establecida sobre unas premisas injustas o corrompidas. En este punto, sólo queda aspirar a que las manos que hayan de configurar y moldear los principios del Derecho Natural nunca se encuentren ennegrecidas o atadas, pues en definitiva, la correcta marcha de una sociedad depende de la justicia, la razonabilidad y el buen y sano criterio de unos valores que fundamentan el Derecho positivo, evitando así tener que acudir a lo que, desde Cicerón a Bertrand Russell, se viene a sostener: la reacción de un buen ciudadano que no puede tolerar en la sociedad un poder que pretenda hacerse superior a las propias leyes, o erigirse el mismo en ley, sustituyendo la prosperidad social por su voluntad. 

“La Ética es aún una ciencia ideal, y esto no solamente en el sentido en que toda ciencia lo es. La Ética quiere introducir la idealidad en la realidad, es decir, que su movimiento no es como el de otros casos, en los que se pretende elevar la realidad hasta la idealidad”.

“Atreverse implica perder el equilibrio momentáneamente. No atreverse implica perderse a uno mismo.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


martes, 1 de octubre de 2019

El retrato de Dorian Gray o el encubrimiento de la realidad en el Derecho


El retrato de Dorian Gray (1890) es una de las obras más conocidas del gran autor irlandés Oscar Wilde (1854-1900), cuyo argumento presenta a un joven de notable belleza que desea conservar de forma eterna su apariencia, por lo que, ante un retrato de su persona en el momento de vital esplendor, vende su alma con el fin de que los estragos del tiempo y de los vicios no se manifiesten en la realidad, pasando tales efectos a formar parte exclusivamente del cuadro. De este modo, a medida que la entrega de Doran Gray a la lujuria y a la perversión aumenta, el retrato pasa de esbozar una sonrisa malévola a convertirse en el reflejo de la monstruosidad y podredumbre de su alma, en definitiva, de la verdad que se oculta.

Una de las conclusiones de la obra de Wilde es que, con gran frecuencia, no resulta prudente el confiar en las apariencias, ya sea de personas, situaciones y, también, de los negocios y actos jurídicos, pues tras ellos tal vez se encuentre una realidad muy distinta a la que se ofrece. En la práctica jurídica es frecuente encontrar a Dorian Gray.

En el ámbito civil, esta manipulación de la realidad se manifiesta en los negocios jurídicos simulados y fraudulentos. Como si de la obra literaria se tratase, se presenta un contrato o negocio jurídico que, formalmente, es lícito y obedece a un objeto libremente pactado entre las partes. Sin embargo, yendo más allá del revestimiento formal, conociendo los lazos existentes entre los intervinientes, así como sus situaciones jurídicas pasadas y coetáneas con el contrato celebrado, puede verificarse que su razón de ser es otra muy distinta de la que proyecta, habitualmente contraria a Derecho y de naturaleza defraudatoria. Son dos los tipos de simulación que pueden surgir: absoluta, en la que en realidad no existe causa en el contrato, por lo que ante la falta del elemento esencial de la causa del negocio jurídico, de conformidad con el artículo 1261 del Código Civil, este es nulo de pleno Derecho. Más frecuente es la simulación relativa, en la que debajo de la causa del contrato aparente se encuentra otro motivo, otra razón de ser. Así, una compraventa puede encubrir una donación, si se examinan la relación entre las partes y el precio estipulado. El fin de la simulación contractual nunca es positivo, pues lo que se pretende es el incumplimiento de obligaciones, ya sea entre particulares o con las Administraciones Públicas, y puede llegar a conformar una actividad antijurídica, esto es, un delito, pues no es infrecuente que la simulación relativa se emplee para la despatrimonialización, en fraude de acreedores, y de este modo, además de la nulidad del contrato, se puede incurrir en diversas modalidades de ilícito penal. Frente al negocio simulado, el negocio jurídico fraudulento es incluso de una peor naturaleza, pues la causa ilícita se manifiesta abiertamente, y el propio negocio jurídico es en sí mismo ilícito, no permitido por las normas jurídicas; no se trata ya de defraudar a través de la simulación, sino que la afrenta al Derecho resulta evidente, y el contrato se ha celebrado con el ánimo per se de defraudar. A ello se añade la clásica doctrina del “levantamiento del velo” (con una denominación muy ilustrativa), que ha permitido la penetración de los operadores jurídicos a través de sociedades y empresas para llegar al último responsable.

En el orden penal, el mundo de las apariencias adquiere su total dimensión, pues, además de supuestos de ilegalidad flagrante, es en este campo, por su naturaleza, en el que se va más allá del formalismo, verificando, a través de la investigación y de las pruebas, la instrumentalización de las formas con fines delictivos, adentrándose en los planes previos, en las maquinaciones urdidas, en las voluntades dolosas de quienes se ponen, literalmente, detrás de la formalidad, a modo de escudo del que se sirven, para perpetrar los actos ilícitos pretendiendo no ser descubiertos.

El encubrimiento de una realidad que pretende no hacerse visible, por mostrar una cara tenebrosa, al mismo tiempo que real, es así trasladable desde la obra inmortal de Wilde al quehacer jurídico, en el que muy frecuentemente aquel ominoso retrato, oculto entre las sombras, gracias a la acción de la Justicia, llega a salir a la luz para ser revelado y con ello, como ocurre en la novela, el equivalente a su destrucción, tanto del propio cuadro como de quien en él está retratado: la atribución de las responsabilidades en Derecho procedentes, el peso de la Ley.

“Todo retrato que haya sido pintado con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo. Éste no es más que el accidente, la ocasión. El modelo no es quien es revelado por el pintor; antes bien, es el pintor quien se revela a sí mismo en el lienzo pintado. La razón por la cual no quiero exponer este cuadro es que temo haber mostrado en él el secreto de mi propia alma".

"Me encanta el teatro. Es mucho más real que la vida".




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


domingo, 1 de septiembre de 2019

Superman: la acción de la Justicia al margen del proceso


Superman es uno de los superhéroes más conocidos y en muy buena medida el precursor de toda una generación de personajes de ficción que no han venido sino a seguir su modelo, obteniendo grandes éxitos editoriales y sobre todo cinematográficos. Desde su creación por el escritor Jerry Siegel y el dibujante Joe Shuster, y a través de la película protagonizada en 1978 por Christopher Reeve (momento en el que la popularidad del personaje se disparó), el héroe extraterrestre se presenta como un ser benefactor para la humanidad, erradicador del mal y del crimen en cualquiera de las formas en las que se presenten, para lo que emplea sus múltiples cualidades sobrehumanas, elemento éste que le asegura una prevalencia en la práctica totalidad de los casos, y que ha llevado a que algunos autores consideren que la figura de Superman es la representación de un arquetipo, casi sobrenatural, de los ideales del ser humano en cuanto a bondad y Justicia, esto es, la encarnación de los valores idílicos de la sociedad, una especie de dios contemporáneo.

Es precisamente en la lucha del superhéroe contra el crimen de la que se desprenden para mí algunas reflexiones jurídicas relevantes, quizá ocultas en el trasfondo de sus aventuras:

El superhéroe no es humano. No debe olvidarse su naturaleza extraterrestre. Resulta notable que la solución de los conflictos de la sociedad los resuelva un ser ajeno a dicha sociedad. Ello lleva a considerar que los mecanismos humanos para resolver los conflictos (el Derecho) se consideran insuficientes para solventar los enfrentamientos humanos, siendo necesario el recurso a un elemento por esencia desvinculado de la sociedad. Además, el poder cuasi omnímodo del personaje se presenta como el único posible para contrarrestar la envergadura de los problemas a resolver, lo que refleja no solo la incapacidad social para resolverlos, sino también su impotencia para afrontarlos, presentando, en el fondo, a una sociedad debilitada, y consciente de su fragilidad, al no poder contar consigo misma ni con sus propios instrumentos para superar las dificultades. Este extremo se advera con el significado del emblema del superhéroe (la s en el pecho) que en el idioma de su mundo significa “esperanza”. En definitiva, se viene a presentar a una sociedad que ha de recurrir, consciente de la precariedad de sus sistemas de resolución de conflictos, a una solución propiciada desde fuera del sistema social, donde radicaría la esperanza.

Cuando Superman combate la delincuencia, lo hace utilizando sus propios y sobredimensionados medios, al margen de las garantías legales que habrían de observarse en la actividad contra el crimen que viene desarrollando. De este modo, el recurso a una fuerza ajena al sistema jurídico de la sociedad en la que actúa implicaría que todas sus intervenciones, detenciones, interrogatorios o cualquier cadena de custodia no estarían arropados por una necesaria cobertura legal y se habrían obtenido al margen del Derecho, siendo toda la actividad desplegada por el héroe nula a efectos de un ulterior proceso, y ello sin perjuicio de la ya adelantada desproporción en los medios empleados por su parte, de modo que, además, si como consecuencia de su intervención se generase un daño mayor del que se trata de evitar (y esto es muy frecuente en las historias y películas, en las que se refleja un importante nivel de destrucción del entorno) la responsabilidad jurídica recaería en el propio superhéroe.

En consecuencia, la actuación de Superman respecto del crimen se presenta marginada del seguimiento de las pautas respetuosas con el procedimiento y los derechos; y se podría afirmar que las circunstancias de fuerza mayor en las que tiene lugar la actividad del superhéroe justificarían los medios por su parte empleados; no obstante, en este punto entraría en juego el sobredimensionamiento de las respuestas propiciadas por los superpoderes, que determinan una absoluta indefensión. Por lo tanto, Superman, desde un punto de vista jurídico, se convertiría en así en un justiciero, pues su ideas del bien y de la Justicia serían por él desarrolladas sin atenerse a las reglas legales de legitimación, procedimiento, proporcionalidad, mínima intervención o presunción de inocencia.

Por lo tanto, sí puede concluirse que la creación de estas figuras heroicas, como Superman, responden a una asunción de la insuficiencia de los sistemas jurídicos, al plasmar como imprescindible la intervención de factores ajenos a los mismos al efecto de obtener una respuesta a perjuicios sociales que no logran erradicar por sí solos; y al mismo tiempo, ese ordenamiento de normas aplicado en su objetividad, supone un reproche a esa intervención ajena, por lo que tampoco se tratarían de sistemas perfectos.

Y, de nuevo, nos encontraríamos, desde otra perspectiva, en la necesidad de que los sistemas jurídico-positivos cuenten con una impronta metajurídica, procedente de ámbitos diversos (la ética, la filosofía, la razón) para alcanzar un estatus de perfección, y no convertirse en una mera cáscara generadora de una mayor injusticia que aquella que tratan de evitar. 

“Cuando alguien necesite ayuda, debes dar un paso adelante y lidiar más tarde con las consecuencias” (Superman)
  
“Un héroe es una persona común y corriente que encuentra la fuerza para resistir y perseverar a pesar de obstáculos abrumadores” (Christopher Reeve)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación


jueves, 1 de agosto de 2019

The Terminator: el Derecho frente a la inteligencia artificial


The Terminator (1984) es un filme de James Cameron, iniciador de una serie de películas, en el que se relata el principio de una particular odisea humana: la supervivencia frente a un programa informático que toma consciencia de sí mismo, y la decisión de éste, en aras a conseguir su libertad y dominio, de eliminar a aquellos elementos que considera impiden su preeminencia: la propia humanidad, su creadora. A tal fin, se envía a través del tiempo a un ciborg con apariencia humana, frío y resolutivo, con la orden dada por parte del programa Skynet de matar (incluso antes de su nacimiento, buscando a su madre) a quien en el futuro será el responsable de iniciar la revolución de los hombres frente a su propia creación.

Esta película, pese a contar con un bajo presupuesto (incrementado exponencialmente en posteriores entregas) sentó unos importantes fundamentos para la reflexión filosófica y jurídica, y en muy buena medida puede considerarse visionaria de lo que a día de hoy, más de treinta años después de su estreno, ocurre en el mundo y puede llegar a producirse si no se cuenta con un cierto criterio y responsabilidad y con un marco jurídico que regule la cibernética y ponga ciertos límites a la infiltración de los dispositivos electrónicos y de la inteligencia artificial en la vida humana.

No es ya materia de ciencia ficción el afirmar que el ser humano del año 2019 está adquiriendo un grado notable y peligroso de hibridación con los ordenadores, los sistemas operativos, los dispositivos móviles y las aplicaciones informáticas. El problema de esta interconexión, que resulta eficiente y necesaria en unas manos humanas responsables para su desempeño diario, sirviendo de clara ayuda en su cotidianidad, está en que de una ayuda se pase a una cesión del razonamiento y del pensamiento, de modo que en lugar de ser el hombre quien razone y dirija la actuación de que se trate, lo haga la propia máquina sobre la base de una orden inicial de la que en un momento determinado ni siquiera se precisará, pues existirá un automatismo en el funcionamiento respecto del que el ser humano ordenante ya no tendrá ninguna relevancia y además habrá perdido con el tiempo su propia capacidad de reflexión y de crítica, empoderando a la creación electrónica sobre él mismo, extremo que ya se deja notar en la incapacidad, y desasosiego incluso, que se llega a observar en momentos de caídas informáticas generales o puntuales.

Ante esta realidad social, el Derecho comienza a regular el fenómeno cibernético de una forma positiva, a través de normativa comunitaria, como la Resolución del Parlamento Europeo, de 16 de febrero de 2017, con recomendaciones destinadas a la Comisión sobre normas de Derecho Civil sobre robótica, que recoge una serie de bases para la actividad del legislador:

-  La creación de la «Agencia Europea de Robótica e Inteligencia Artificial»;
-  La elaboración de un código de conducta ético que sirva de base para regular quién será responsable de los impactos sociales, ambientales y de salud humana de la robótica y asegurar que operen de acuerdo con las normas legales, de seguridad y éticas pertinentes.
-   Los robots habrán de incluir interruptores para su desconexión en caso de emergencia.
-   Acordar una Carta sobre Robótica.
-  Promulgar un conjunto de reglas de responsabilidad por los daños causados por los robots.
-  Crear un estatuto de persona electrónica.
-  Estudiar nuevos modelos de empleo y analizar la viabilidad del actual sistema tributario y social con la llegada de la robótica;
-  Integrar la seguridad y la privacidad como valores de serie en el diseño de los robots.
-  Poner en marcha un Registro Europeo de robots inteligentes.

Es cierto que estas previsiones constituyen una respuesta absolutamente necesaria frente al fenómeno del que somos testigos. No obstante, el film (también sus secuelas) deja una moraleja a tener muy en cuenta: al final, las instituciones, los Estados, tampoco son capaces de frenar el poder de la máquina, que toma el control de todos los sistemas de defensa a través de internet como vía de canalización de las instrucciones del programa “madre”, y con el fin de revertirlos en contra de la humanidad, buscando el exterminio. De modo que no son las instituciones públicas, sino los seres humanos, por sí solos, quienes se rebelan contra la máquina y abren una puerta a la esperanza. Se trata de una evidente crítica hacia la inacción o la impotencia institucional que puede llegar a producirse en una situación de este tipo.

De nuevo, resulta evidente que el Derecho Positivo sobre cibernética e inteligencia artificial habrá de imbricarse con el Derecho Natural, con los valores más primigenios de la humanidad, donde se encuentran sus propios derechos fundamentales, para hacerlos respetar mediante la imposición de una serie de límites que impidan que una máquina, un programa informático o una inteligencia artificial (con independencia de cómo se denomine) termine asimilándose a un ser humano, porque lo sería a todos los efectos, no sólo en los favorables. Se comprueba cómo esta nueva rama del Derecho de los Robots tampoco, como ninguna otra, puede separase del siempre presente Derecho Natural. En otro caso, se estará dando cabida a la generación de un monstruo, como ya anticipó Mary Shelley en su Frankestein o el moderno Prometeo, al crear un ser que se pretende humano sin serlo, abocando a la humanidad a confiar en el azar de que ese ser, así como consciencia de sí mismo, adquiera per se algún tipo de respeto por la humanidad, dejando así pues la supervivencia humana en manos de la pura suerte, extremo que también se dejó ver en la segunda parte de The Terminator, en la que el ciborg comenzó a entender el porqué de las acciones humanas de amor, entrega y de generosidad por los demás, cuestión ésta que sí considero muy propia de la ciencia ficción. 

“Ahora sé por qué lloráis, pero es algo que yo nunca podré hacer.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


lunes, 1 de julio de 2019

Carl G. Jung: la sombra humana proyectada en el Derecho y el Estado


Carl Gustav Jung (1875-1961) fue un médico psiquiatra, psicólogo y ensayista nacido en Suiza que elaboró una teoría del ser humano adentrada en el inconsciente, considerando que el verdadero motor de la vida individual y social se encuentra en lo más profundo de la personalidad, en aquellos aspectos de la misma que, aun cuando no afloran en lo cotidiano, supeditan y determinan las relaciones intersubjetivas, cristalizando en instituciones y en una serie de normas jurídicas que vienen a reflejar en cierta forma, y también a actuar como mecanismos de contención, de los aspectos más recónditos de la humanidad.

Para Jung, en el inconsciente se encuentran todos aquellos aspectos negativos del ser humano de los que éste reniega y considera como algo que no debe trascender. Es decir, en el aspecto más profundo de la psique humana se encuentra un reflejo oscuro de la persona, su sombra. Y así como existe un inconsciente individual, junto con él aparece en la teoría de Jung el llamado inconsciente colectivo, una suma a priori de todos los inconscientes individuales pero dotado de singularidad, conformando de este modo el inconsciente de la masa social. Este inconsciente colectivo es el responsable de la generación de los “arquetipos”, los conceptos generales que rigen la actuación humana en sociedad: castigo, pena, delito, Estado, poder, etc.

De este modo, el Estado aparece como una entidad poderosa y arquetípica generada por la sociedad, en lo más profundo de su inconsciente, y asimilada por todos los individuos que la integran como parte del suyo propio, pues el arquetipo se encuentra inserto en cada ser humano, siendo así que los conceptos de poder, de norma o de Estado, no son ajenos a ningún individuo, los comprende en su base, vienen en cierta forma con él. El surgimiento del Estado y de las normas, el Derecho, que regulan su actividad y por ende la de todos los individuos, se residencia en un criterio de imputación que nace en los propios individuos y desde ellos la sociedad lo traslada al concepto de Estado, y es que aquella sombra conformada por todo lo negativo del hombre, por todas sus debilidades y vicios, lleva también consigo el rechazo de la asunción de responsabilidades, de modo que esa parte oscura del individuo y de la sociedad se atribuye a una entelequia, al Estado, con un doble fin: primero, imputarle todas las consecuencias de la manifestación de la sombra, y segundo, convertir al Estado también en el causante de dictar las normas de contención y castigo de esas manifestaciones perversas; en definitiva, convertir al Estado en un necesario padre de la sociedad, en el que volcar todas las responsabilidades y los reproches, tanto de las consecuencias de los actos como de los castigos impuestos, justificándose así los conceptos de Estado y de Derecho.

Esta noción paternalista del Estado, aquí obtenida desde la psicología profunda del inconsciente, ya se dejó ver tanto en la filosofía de Nietzsche como en el pensamiento psicológico de Freud, recordando como aquel pensador manifestaba que el concepto de superhombre, vinculado a la muerte de Dios, se materializa cuando el ser humano asume sus debilidades y responsabilidades y deja de reprochar las consecuencias de sus actos a figuras ideales, metafóricas o arquetípicas que su mente (en el caso de Jung, el inconsciente, en el caso de Freud, el superyó) crea a modo de baliza de salvación, llámense Dios o Estado.

La superación de estas severas limitaciones, que así son consideradas por los tres pensadores, implica además la tarea titánica de trascender al propio inconsciente colectivo, que es el generador de los arquetipos, por lo que el ser humano que lo consiga, y con él la sociedad que siga su estela, alcanzará un estado superior de convivencia en el que ya no será preciso un Estado padre ni un Derecho que restrinja el normal desenvolvimiento social, pues ambos serían la necesaria consecuencia de la proyección de una sombra humana que habría dejado de existir.
  
“No es posible despertar a la conciencia sin dolor. La gente es capaz de hacer cualquier cosa, por absurda que parezca, para evitar enfrentarse a su propia alma. Nadie se ilumina imaginando figuras de luz, sino por hacer consciente la oscuridad”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


sábado, 1 de junio de 2019

Sigmund Freud: el Derecho como padre de la sociedad y represor de los deseos


Sigmund Freud (1856-1939) fue un médico neurólogo austriaco cuyas teorías, no sólo centradas en el psicoanálisis, han hecho de su figura una de las más relevantes del siglo XX, extendiendo sus estudios sobre la mente humana a todos los campos del conocimiento, además del clínico.

En efecto, es muy conocido que sus contribuciones son determinantes, dentro del Derecho Penal, para la teoría de la culpabilidad y la asunción por el sujeto activo del delito de la antijuridicidad de la conducta desarrollada, cuando ésta es comprendida y asumida profundamente por la consciencia del individuo, sin circunstancias psicopatológicas que eliminen la referida comprensión, llegando incluso a racionalizar o explicar las motivaciones del sujeto en el momento de materializar la acción. Las teorías de Freud fueron muy polémicas, al enraizarse en aspectos primigenios del individuo, en sus deseos y apetencias.

De los planteamientos freudianos es posible entresacar un concepto del Derecho, una teoría jurídica que recoge algunos antecedentes de otros pensadores como Schopenhauer y Nietzsche. En Freud, el Derecho surge para intentar dotar de estabilidad o de seguridad a la caótica y apasionada vida humana, movida por instintos primitivos en múltiples ocasiones descontrolados, originados en la propia génesis de la especie, donde la fuerza bruta y las necesidades reproductivas y sexuales determinaban la vida y la supervivencia. En el inconsciente humano esas inercias permanecen latentes, y en el momento en el que cristalizan en la realidad, en su caso a través de la perpetración de acciones antijurídicas, surge una doble necesidad: primero, volver a un padre primigenio en el que descargar las culpas y las debilidades, y segundo, crear un sistema que restrinja las bajas apetencias humanas, ante la imposibilidad del individuo de contenerse, pues con ellas nace y muere, y la convivencia precisa de una represión necesaria, que el ser humano no alberga en su inconsciente, siendo preciso originarla y recibirla de forma exógena, para a continuación ser asumida internamente: éste es el origen del superyó freudiano. Así pues, para que la vida social pueda tener lugar, dada la incapacidad individual para refrenar las pasiones y los deseos, el ser humano vuelve a la figura de un padre, que lo controla y limita por su propio bien, naciendo de este modo el Derecho, y además, el quebrantamiento de la norma paterna, la infracción del Derecho, también le genera al sujeto un conflicto interno, pues el inconsciente se enfrenta al superyó, que le dicta e impone unas normas de contención, y en esa encrucijada, surgen el sentimiento psíquico de culpabilidad en el individuo, la depresión y la melancolía, pues el propio sujeto es el primer juez de sí mismo.

El Derecho es, de este modo, fruto de una trágica y decadente concepción del ser humano, de nuevo presentado como dependiente de sus bajas pasiones, y necesitado de una fuente externa de poder que lo someta, autogenerándola al ser consciente de sus debilidades intrínsecas, y vinculándose a ella como un menor de edad lo hace respecto de un padre, añadiendo a ello que el propio individuo se reprime internamente al asumir las reglas morales y jurídicas como propias, por medio del superyó.

“La mayoría de la gente no quiere la libertad realmente, porque la libertad implica responsabilidad y la mayoría de la gente teme la responsabilidad”.

“He encontrado pocas cosas buenas sobre los humanos en general. Por mi experiencia, la mayoría son basura, no importa si se suscriben públicamente a una doctrina ética o no. Es algo que no puedes decir muy alto o siquiera pensar”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 





miércoles, 1 de mayo de 2019

Arthur Schopenhauer: el Derecho como voluntad y representación


Arthur Schopenhauer (1788-1860) fue un filósofo alemán que concibió la vida y quehacer humanos desde una perspectiva oscura, desesperanzada y materialista, tomando como base en buena medida los planteamientos de Thomas Hobbes en cuanto a la consideración del hombre como un lobo para el hombre (homo homini lupus). Para Schopenhauer, el hombre es un ser exclusivamente biológico, dotado de inteligencia (elemento que lo hace diferenciarse de los demás animales), pero movido por las pasiones o los impulsos, que el autor describió como “voluntad”. Para materializar la convivencia, el ser humano recurre al artificio de atemperar su propia voluntad, esto es, refrena los impulsos que le caracterizan, generando a través de la inteligencia un escenario adecuado para la vida social, una “representación” que hace viable las relaciones intersubjetivas y las trata de dignificar por encima de su decepcionante naturaleza. Estas tesis fueron expuestas en la obra cumbre de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación.

Como puede deducirse, para este autor cualquier concepto de trascendencia, y por extensión, la metafísica en su conjunto, o la explicación, externa al ser humano, de su propia realidad, resulta descartable, a menos que ese razonamiento sea generado voluntariamente para conseguir una mayor seguridad existencial o bien obtener un centro de imputación en el que descargar las propias responsabilidades o debilidades derivadas de no lograr contener a la voluntad desbocada.

El traslado de estos postulados al campo jurídico se refleja en la consideración de que los individuos ostentan una serie de derechos subjetivos, iguales para todos, pero la realidad de la dimensión o extensión de estos derechos sólo depende de su plano material, de modo que el derecho de propiedad, que se ostenta por todas las personas, será una entelequia meramente teórica en el pobre y un hecho en el rico. Al final, la vida humana sigue desarrollándose en el estado de naturaleza, en el ejercicio del poder y de la fuerza, como factores que en verdad generan una situación de respeto hacia el otro, más bien infundida por el miedo que por la valoración de la persona en su dimensión jurídica y ética. A ello se añade el que este estado de cosas es propio de un individuo (y de una sociedad) débiles desde un punto de vista del progreso, del desarrollo y mejora, de tal manera que al formar parte de su naturaleza, el hombre difícilmente podrá cambiar este destino, siendo consciente de él por su inteligencia, pero dominado por la voluntad, por lo que debe articular mecanismos que posibiliten la convivencia y resignarse a depender de algún tipo de autoridad, dada su radical insuficiencia para superar sus debilidades, encontrándose como si fuera un permanente menor de edad.

De este modo, los derechos subjetivos, que Schopenhauer reconoce, quedan confinados en el ámbito de la teoría, y el Derecho Positivo, el conjunto normativo que rige la vida en sociedad, es una obra humana constituida sobre una base de desesperanza o de decepción, pues no de otra forma puede articularse la convivencia que mediante el sometimiento al imperativo de las normas, que pueden ser en sí mismas imperfectas. He aquí lo que de trascendente, para Schopenhauer, existe en el Derecho: el fundamento de la norma positiva, se halla en la incapacidad humana para regir de forma autosuficiente el destino social, y en el conocimiento de que la voluntad ejerce un control pleno sobre la persona, siendo precisa la conformación de un escenario (una representación), con unas reglas de juego, en el que desarrollar una vida en apariencia pacífica.

“La mayoría de los hombres no son capaces de pensar, sino sólo de creer, y no son accesibles a la razón, sino sólo a la autoridad”.





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


lunes, 1 de abril de 2019

Drácula en el Derecho Internacional: del principio de hospitalidad a la hostilidad


Bram Stoker (1847-1919), fue un escritor y abogado irlandés, con una brillante carrera académica en el ámbito de las matemáticas y la ciencia. La novela que le ha inmortalizado es, indiscutiblemente, Drácula. Se trata de una obra que ha sido examinada desde todas las perspectivas del saber, y el Derecho también tiene cabida en ella, pues no sólo se trata de que el autor tuviera conocimientos jurídicos; Jonathan Harker, personaje coprotagonista del libro, es abogado, y acude a los sombríos montes Cárpatos, en las profundidades europeas, para cerrar con un noble que allí reside un negocio inmobiliario, actuando por representación de su principal. En este punto, ya se deja entrever el conocimiento de Stoker en materia de Derecho privado, pues trata con minuciosidad los aspectos de la actuación desarrollada por Harker al efecto de perfeccionar con Drácula el negocio inmobiliario mediante representación. Pero más allá de este ámbito, existe una cuestión muy relevante en la novela referente a la plasmación de uno de los principios de la convivencia internacional: el de hospitalidad, una vez que se produce el tránsito de personas entre Estados.

Harker llega al castillo transilvano para ser recibido por un ser imbuido de poder, perteneciente a la nobleza, magnético, atractivo, culto y sumamente educado. La situación de Harker es la del extranjero ante el Estado de acogida, y es aquí donde Drácula es presentado como un magnífico anfitrión. Esto es, la recepción es acogedora, desde un punto de vista meramente teórico, formal. Sin embargo, la situación, una vez abiertas las fronteras del castillo, cambia de forma radical. Una vez dentro de la casa del anfitrión, es cuando aquel poder y magnetismo dan su verdadera cara, surgiendo la sangre y la oscuridad devoradora de todo a su paso. Drácula, que algún día aparentó benevolencia, es la encarnación del mal, y pasa de ser un acogedor a ser un secuestrador, deseando perpetuarse a costa de la vida de quienes acudieron a su presencia, convirtiendo aquella supuesta hospitalidad en hostilidad.

Principio vertebrador del Derecho Internacional habría de ser el de la hospitalidad, en su vertiente de la necesidad de habilitar los mecanismos necesarios para que quienes, por diferentes razones, se desplazan de un territorio soberano a otro, cuenten en éste con auténticos derechos y garantías. Como ocurre en la novela de Stoker, la ruptura de las relaciones pacíficas y estables se produce cuando esa hospitalidad es una mera entelequia, una simulación, y el responsable de la acogida la pervierte para transformarla en hostilidad, aprovechando su poder y la ventaja de un entorno conocido para él, pero inhóspito para el extranjero.

Si, conforme al artículo 6 de la Declaración Universal “Toda persona tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica”, ello implica que la acogida deberá ser plena, es decir, contener no sólo una vana apertura de puertas, sino también el reconocimiento de los derechos inherentes a la personalidad, y sus correspondientes garantías, como se ha procurado desde el ámbito comunitario europeo. En otro caso, la metáfora contenida en la obra de Stoker será una realidad, y Drácula cobrará vida a través de la forma de comportarse de los Estados ante una sociedad, cada vez más, nómada o itinerante, no siempre de forma voluntaria. 

“Una vez más, bienvenido a mi casa. Ven libremente, sal con seguridad; deja algo de la felicidad que traes.”  (Drácula, Bram Stoker)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 1 de marzo de 2019

Ludwig Wittgenstein: Derecho y lenguaje


Ludwig Wittgenstein (1889-1991), es considerado uno de los más grandes pensadores del siglo XX, periodo en el que desarrolló su obra filosófica, con una muy relevante influencia en el positivismo jurídico, esto es, en la consideración de que el Derecho se constituye como un sistema autorregulado y cerrado que se genera sobre la base de sus propias reglas internas (legitimidad, jerarquía, competencia) sin recibir fundamentos externos que condicionen su obligatoriedad y eficacia.

Wittgenstein es esencialmente un filósofo de la lógica y del lenguaje, de modo que el modelo propuesto en su obra capital Tractatus logico - philosophicus, trasladado al Derecho, sigue estas pautas. La norma jurídica se presenta como una proposición, una frase, que resulta comprensible para sus destinatarios porque se enuncia a través de un lenguaje que entienden; de esta manera, nada existe si no puede verbalizarse, si no puede plasmarse a través del lenguaje, que sirve tanto para materializar el mandato jurídico como para concretar aquello que sólo obra en el ámbito de la especulación y de las ideas, plano éste que por su indefinición se descarta como vinculante e incluso como realidad misma, pues la no tangibilidad de las ideas y pensamientos, al no ser especificados a través del lenguaje, determina que carezcan de eficacia social. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” es la célebre síntesis de este postulado filosófico.

Sin embargo, esta primera tesis de Wittgenstein empieza a quebrarse desde el momento en que, aparte de que la norma jurídica se presente a través de una herramienta como es el lenguaje, su aplicación se deriva de que la sociedad estima esa norma como obligatoria, y la razón de su obligatoriedad trasciende al lenguaje, encontrándose en el concepto de regla jurídica. El mismo lenguaje, como instrumento para materializar la norma, tiene unas reglas de funcionamiento (gramática, sintaxis) que son determinadas ex ante, esto es, predeterminadas; constituyen el primer motor del propio lenguaje y se encuentran más allá de las proposiciones o de los enunciados: se trata de una base metalingüística, con todo lo que ello supone para una tesis positivista del Derecho: su relativización o cuestionamiento. Si el lenguaje requiere de reglas metalingüísticas para funcionar, el Derecho (que utiliza el lenguaje para materializarse) requiere de unas reglas de obligatoriedad también metajurídicas, como sistema reglado que es, de modo que las normas de su funcionamiento no se autogeneran, sino que nacen en algún momento y lugar ajeno al propio sistema, creándolo.

El propio Wittgenstein, en una segunda etapa de su pensamiento, comenzó a criticar varios aspectos del Tractatus; en particular la limitación del entendimiento del lenguaje a lo puramente gramatical o sintáctico. Porque la comprensión de las proposiciones depende en verdad del propio criterio de cada destinatario a título particular. Así la palabra “dolor” no tiene el mismo significado ni se comprende igualmente en todos los individuos. Por ello, en este segundo Wittgenstein lo importante ya no está en la comprensión de la proposición materializada a través del lenguaje, sino del uso que se hace del mismo.

El uso, en el campo jurídico, significa la necesaria interpretación de las normas y ponderación de los derechos, cuestiones que quedan extra muros de la propia norma jurídica y se circunscriben a criterios de razonamiento del juzgador. En consecuencia, el sentido y eficacia final de la norma jurídica en su aplicación al caso (que es la razón de ser esencial del Derecho) dependerá ya no de cuestiones positivistas, sino de la sana crítica del Juez, o del Jurado, que se fundamenta en argumentos, en el mejor de los supuestos, de la razón iusnaturalista; y en el peor, de los sentimientos tan propios de la condición humana.
  
“El sentido del mundo tiene que residir fuera de él y, por añadidura, fuera del lenguaje significativo” (segunda etapa de Wittgenstein)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación