lunes, 1 de abril de 2024

David Hume: evitando que legislar equivalga a construir castillos en el aire

 

David Hume (1711-1776) fue uno de los más importantes filósofos de la historia. Escocés de nacimiento, sus planteamientos supusieron una genuina innovación para las corrientes del pensamiento existentes hasta entonces, ramificadas en la metafísica y el racionalismo. Hume fue, ante todo, un empirista. Aquello que existe, la manifestación externa de la realidad, es lo que se percibe sensorialmente y genera una impresión en el individuo, esto es, la certeza, en el grado más fuerte del término, sobre la verdadera existencia. Frente a la impresión, como percepción de la realidad, surge la idea, que no es sino fruto de un conjunto de impresiones previamente adquiridas, pero que no puede ser acreditativa de la realidad, como sí lo es la impresión, pues la idea se forma con la combinación de impresiones diversas, cada una con sus propias variables, y por lo tanto, alcanza per se un estatus de abstracción o de inconcreción que la separa de la necesaria certeza como característica propia de la realidad.

Hume es el autor del Tratado de la naturaleza humana, obra filosófica cumbre, al que se sucedieron importantes libros sobre la moral y la política, y que hizo que el propio Kant se refiera al pensador de Edimburgo como “quien le despertó del sueño dogmático”. En efecto: Hume combatió todos aquellos conceptos filosóficos que se separaban de la certeza de las impresiones, y en definitiva, de la experiencia y la costumbre, siendo éstos los términos clave de su filosofía y de la comprensión del ser humano. Todo aquello que estuviera marginado de la verificación empírica entraba en el terreno de lo indemostrable, del dogma impuesto, y en consecuencia, no podría ser tomado como una realidad: por este camino, la metafísica tradicional no tendría un lugar dentro del pensamiento empirista, de modo que la comprensión del ser, y con este concepto, todos aquellos que tuvieran componentes trascendentales carecerían de la validez necesaria para adquirir el verdadero conocimiento de la realidad. Lo etéreo de estos términos metafísicos hacía que para Hume se tratara con ellos de construir castillos en el aire, sin más fin que la divagación y sin la aspiración de conseguir un conocimiento cierto. Respecto del racionalismo, el escocés advirtió que las ideas innatas, tan propias de este movimiento, no pueden existir. Toda idea nace de la impresión, y el conjunto de impresiones a lo largo de la vida del individuo determinan su experiencia y lo conforman como tal.

Evidentemente David Hume es uno de los grandes inspiradores del positivismo, en general, y del jurídico en particular. Nada hay más allá de los ordenamientos jurídicos y de las normas que los integran, pues su vigencia y eficacia, en cada momento y sociedad, son atributos perceptibles, impresiones, de su realidad. Ahora bien, no debe, en modo alguno, desligarse la filosofía empirista de Hume de sus consideraciones sobre la moral humana, y de la necesidad de la construcción de una ética personal y pública.

David Hume era defensor de una realidad incontestable: la emotividad del ser humano, en el que concurren emociones y razón. Lo determinante es todo aquello que las impresiones generan para el individuo, que no se limita a lo objetivo, sino que van más allá del dato y producen una sensación, ya sea de agrado, desagrado, o cualquier otra. La razón atempera esas emociones y responde ante ellas, canalizando sus efectos y habilitando tanto el bienestar propio como el colectivo.

El que Hume descartara lo trascendente no significa que renegase de lo emocional y de la necesidad de conformar una serie de principios, ubicados en un plano diferente al empírico, o a lo positivo, que habilitasen la convivencia humana desde sus bases y que contasen con su correspondiente traducción material, a través de normas jurídicas justas. La característica clave en su filosofía moral fue la empatía.

Solo mediante la puesta en el lugar del otro, cuando se produce un acontecimiento agradable o desagradable para el semejante, puede comprenderse que la convivencia no reside en la búsqueda del bien exclusivamente personal, sino en la comprensión de las emociones del semejante, y sobre ese entendimiento, construir unas bases morales, una ética común que procure lo mejor para la colectividad, y que redundará en beneficio también del individuo, como integrante de esa sociedad.

De este modo, la ética de Hume, sin dejar de entrar en el ámbito intangible de las emociones, adquiere una nueva dimensión, ajena a conceptos abstractos y sí residenciados en una realidad, como es la innegable naturaleza emotiva de la humanidad. Así, si una ley emanada por el poder no atiende a la sensibilidad social, y obedece a intereses exclusivos del mismo poder, sus efectos no serán en absoluto positivos, y generarán de este modo impresiones sumamente desfavorables, que una vez asimiladas por cada individuo, determinarán en él un rechazo elemental, y no tanto por la forma o palabras de la ley, sino por su trasfondo, su verdadera motivación y la finalidad que el poder persigue con ella, dando lugar a su deslegitimación desde el plano de la ética.

En consecuencia, incluso para el padre de la filosofía empírica, no es posible considerar Derecho a toda aquella norma jurídica que se separe de la ética pública y que no empatice con el bienestar de todos, sino solo con el de unos pocos o con el del mismo poder. Así puede, con nitidez, entenderse por qué Hume afirmaba que nadie puede imponer que el ser equivalga al deber ser, y que una mera proposición descriptiva o enunciado fáctico no se erige en proposición normativa por el solo dictado de quien la produce, sino porque esta proposición sea acorde con la ética pública. Las leyes que no obedezcan a esta finalidad serán, exactamente, constructos carentes de buen sentido, y como aquellos conceptos abstractos e inescrutables, auténticos castillos en el aire abocados, tarde o temprano, a su derrumbe.  

“Podemos cambiar el nombre de las cosas, pero su naturaleza y acción sobre la mente nunca cambian.”

“El hombre es un ser racional y continuamente está en busca de la felicidad que espera alcanzar mediante la gratificación de alguna pasión o sentimiento. Rara vez actúa, habla o piensa sin una finalidad o intención.”

“La naturaleza mantendrá siempre sus derechos y, finalmente, prevalecerá sobre cualquier razonamiento abstracto.”

“Debo reconocer que un hombre que concluye que un argumento no tiene realidad, porque se le ha escapado a su investigación, es culpable de imperdonable arrogancia.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 1 de marzo de 2024

Carl Sagan: de la pseudociencia al pseudoderecho

 

Carl Sagan (1934-1966) fue un reconocido astrofísico norteamericano que alcanzó una gran cota de popularidad como divulgador científico, haciendo honor a las palabras de Aristóteles, conforme a las cuales tan importante es tener una idea como saber explicarla y difundirla. Sagan manejaba a la perfección la oratoria y, como sabio en su disciplina, tenía la capacidad de exponer algo complejísimo de una forma que todos aquellos que le escuchaban podían entender cuestiones tan difíciles como las que se derivan de la misma naturaleza inescrutable del universo.

Hombre polifacético, más allá de las cuestiones científicas propias de su disciplina, ante todo fue totalmente abierto de miras, lejano al dogmatismo, a las imposiciones de los gobiernos y un firme defensor del espíritu crítico y de la formación cultural como resortes para enfrentarse al poder.

Para Sagan, aparte de que la sociedad tomara consciencia de la necesidad de reconocer y de explorar la realidad existente en la otra parte de las murallas del planeta Tierra, desde lo interno, resultaba inconcebible que el poder político llegara a tergiversarlo todo, incluso la misma evidencia científica, para presentar como tal cosa aquello que le interesara en cada momento. A ésto se refirió como pseudociencia en una de sus más importantes obras literarias, titulada El mundo y sus demonios. Encontramos aquí, de nuevo, un concepto esencial que se debe hallar en las bases de toda disciplina y que ha de ser ajeno, siempre, a las infiltraciones de terceros: la ética. La verdadera ciencia implica primero exposición y luego prueba de su certeza, pero en todo caso partiendo de los cimientos de una serie de principios invariables, como la veracidad, la honradez, el altruismo y la búsqueda del bien de todos. A ello se añade algo más: dentro de estos principios morales, resulta imprescindible que todo científico tenga en cuenta si la evidencia que pretende poner de manifiesto, y como quiere presentarla, produce un beneficio social, pues en caso contrario las bases de su proceder impedirán proponer tal cosa, al saber que va a generar un daño muy posiblemente irresoluble.

Este pensamiento de Sagan no es limitado al ámbito de la pura ciencia astrofísica. Ni muchísimo menos. Resulta de aplicación integral a lo jurídico, máxime tratándose el Derecho de una ciencia que, como es notorio, está muy peligrosamente relacionada con intereses transitorios, partidistas, y en nada ajenos, precisamente, a la presentación de la norma jurídica de una forma que parece beneficiosa cuando en realidad no lo es, y sus efectos prácticos lo demuestran, produciendo unos daños sociales muy difíciles de reparar.

Sagan era agnóstico; pero eso no le impedía afirmar que todo se rige por una serie de leyes universales, físicas, éticas, siempre invariables, y que de existir un Dios, precisamente estaría en esa eternidad que revelan los principios que generan y sustentan a la realidad. Un concepto de Dios, por otro lado, muy próximo al de Spinoza. Pues bien, si esta tesis se lleva a la materia jurídica, qué duda cabe que Sagan incluiría estos principios en el denominado Derecho Natural. Y sobre él en modo alguno puede haber intromisiones de ninguna facción política. No obstante, como esto puede ocurrir, y de hecho así pasa, mediante la manipulación de la opinión pública, resulta absolutamente necesario que la sociedad esté muy bien formada educativa y culturalmente para impedir, desde la crítica, tanto la suplantación del Derecho Natural por una moralidad ad hoc creada para beneficiar a algunos en perjuicio de la mayoría (al margen de que se presente de otra manera) como la generación de unas normas jurídicas que, dejando atrás aquellos principios eternos de la ética, lleguen a ser vigentes y a producir efectos prácticos, pues a partir de entonces las bases de la destrucción social ya estarán dispuestas.

No es de extrañar, atendiendo a lo anterior, que nuestro gran autor ya vislumbrase lo que iba a ocurrir en el presente con la tecnología y la ética. La conversión del medio en un fin y el adormecimiento social con grandes dosis de pantallas e internet. Un poder que incide en los sistemas educativos y fomenta el uso indiscriminado de lo tecnológico, para producir una situación de celebración de la ignorancia que le permita hacer lo que literalmente quiera. Y cuando el resultado llegue será muy tarde, porque en lo legal los efectos permanecen, no se borran con facilidad o cambiado sencillamente una ley por otra, aunque digan lo contrario. Una autodestrucción desde lo jurídico similar a la denominada autodestrucción tecnológica de las sociedades más avanzadas; una paradoja que tiene respuesta clara: la falta, separación o manipulación de la ética. En este punto, en la necesidad de primar la formación cultural y la educación social para evitar el colapso propiciado por los intereses espurios me resulta muy significativa la coincidencia de Sagan con Unamuno, quien afirmaba que “la libertad no es un estado sino un proceso. Solo el que sabe es libre. Solo la cultura da libertad. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamientos. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura.”

Miremos hacia Carl Sagan, y hacia su comprensión del universo y de lo universal más allá de lo científico, porque en esa visión está la respuesta al problema de nuestro tiempo y la evidencia de que todo es susceptible de manipulación, incluido uno de los campos más intocables para el bienestar social, como es el jurídico. Malamente podremos hablar de Justicia en un contexto en el que las previsiones del magnífico divulgador se cumplen; cuando simétricamente a la pseudociencia existe un pseudoderecho, participando ambos de los mismos fundamentos conceptuales: la separación de la verdad, la postergación de la ética y la presentación como beneficioso para todos de aquello que no lo es o solo lo es para algunos.

“Preveo cómo será la América de la época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento a los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la oscuridad. La caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente principalmente en la lenta decadencia del contenido de los medios de comunicación, de enorme influencia, las cuñas de sonido de treinta segundos (ahora reducidas a diez o menos), la programación de nivel ínfimo, las crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos, la película en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis y Butthead siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el conocimiento —no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa— son prescindibles, incluso indeseables.”

“En mi opinión, es mucho mejor entender el universo tal como es que persistir en el engaño, a pesar de que éste sea confortable.”

“Si algo puede ser destruido por la verdad, merece ser destruido.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




jueves, 1 de febrero de 2024

Friedrich von Schiller: hacia la Justicia por el camino de la estética

 

Friedrich von Schiller (1759-1805) fue un intelectual alemán, muy querido en su tierra e influyente en múltiples ámbitos de la cultura; dotado de un carácter polifacético, destacó como dramaturgo, poeta y filósofo. Gran amigo de Goethe, conformó con él un auténtico movimiento, el Clasicismo de Weimar, que propició una concepción de lo literario, y de la vida, desde un prisma estético, teniendo en cuenta este último concepto como una rama de la filosofía.

Schiller fue un hombre de su tiempo, y quiso ofrecer una posible respuesta a los problemas sociales y políticos. La suya fue una época convulsa. Y lo hizo desde una perspectiva original, pues lo común consistía en residenciar las soluciones en el estricto ámbito de la moralidad, o de la ética, abandonada o desviada en su plasmación material cotidiana en las relaciones intersubjetivas, razón por las que éstas no alcanzaban lo virtuoso. Nuestro autor fue lector y seguidor de Kant, pero discrepó de él en aspectos relevantes. Muy especialmente en la concepción que Kant tenía de la estética, como un nexo entre razón y sentimiento, pero de naturaleza eminentemente subjetiva. Esto es: cada individuo tiene un concepto distinto de la belleza, de la gracia. Sin embargo, Schiller se separó de esta tesis y aportó algo novedoso para la estética, que expresó en obras como De la gracia y la dignidad, Cartas sobre la educación estética del hombre y Kallias: su objetividad. La verdadera estética, que se aprecia por toda la sociedad, partiendo del individuo, se obtiene fuera de lo subjetivo, mediante la abstracción de lo personal y la conversión del ser humano en un espectador del mundo. Si aquello que se observa por todos genera una respuesta intelectual, de modo que introduce en los individuos un sentimiento común de agrado, inmediatamente por esa vía estética del sentimiento se pasará a la razón, y se considerará que aquello que tiene gracia, que es bello, armonioso en sus formas, será, a priori, también bueno, éticamente correcto.

La objetividad de la estética y el enlace que propicia entre la forma y el fondo, entre lo bello y lo ético, me lleva a pensar en la perfecta viabilidad de aplicar esta tesis al campo del Derecho.

Es habitual que en los planteamientos filosóficos de la materia jurídica se estime que las reglas morales, los principios éticos, anteceden a las normas jurídicas, esto es, al Derecho Positivo. El plano de la norma moral es distinto al de la norma positiva. Su naturaleza es otra. Y viene a considerarse (para quienes sostienen una posición iusmoralista del Derecho) que desde la ética, como base primordial para la vida social, se atribuyen a las leyes y demás normas positivas sus fundamentos para considerar a éstas como razonables o justas. En otros términos: la ética insufla a la ley su valor de Justicia, su legitimidad.

Pero, si seguimos a Schiller, no existe inconveniente alguno en transitar un camino inverso para apreciar también la Justicia de la ley, partiendo de la ley positiva y no de la ética. Y es aquí donde este concepto de estética objetiva resulta de una extrema utilidad.

Si nos posicionamos como observadores de la forma de proceder de un gobierno, y de las leyes que a su impulso entran en vigor, a través de los cauces que considera oportunos, es incuestionable que esa visión nos genera una reacción sensitiva, del mismo tipo que cuando tenemos delante nuestro una obra de arte, una pintura, una persona agraciada, o cualquier otra manifestación material. Pues bien, este primer impulso estético nos va a llevar a razonar si lo que estamos viendo está bien o no lo está, si nos conviene como sociedad o si tiene que ser cambiado de inmediato. Encontrándonos con prácticas objetivamente atentatorias al respeto de ciertos colectivos sociales, cuando no a la inteligencia de todos; con normas jurídicas mal confeccionadas, que aprovechan vías de extraordinaria y urgente necesidad haciendo de la excepción la regla; con una sintaxis, un uso del lenguaje, absolutamente incomprensible, que motivado por la impericia de quien redacta, cuando no por una voluntad malévola para tratar de ocultar en una telaraña de disposiciones adicionales, transitorias y finales los verdaderos móviles que llevan a la redacción de ese texto, sin duda nos encontramos todos con la misma reacción: esa norma es horrible, incomprensible, un disparate ininteligible, lo que posteriormente se confirma, por desgracia, con la necesidad de rectificaciones, modificaciones, derogaciones, interpretaciones, y, sobre todo, unos efectos en la realidad completamente negativos, unas consecuencias sociales nefastas.

Pues bien, la conclusión de que dicha ley está completamente separada de la ética y es ajena a la Justicia la obtenemos gracias a la estética. De aquí su gran importancia, pues desde la norma positiva podremos alcanzar la convicción de su injusticia sin tener que remontarnos a cuestiones de moralidad desde el principio, sino atendiendo solo a la sensación que nos causa lo que cierto gobierno o cierto legislador produce. Y no deja de ser un referente de gran importancia y precisión, porque se basa en un elemento objetivo: la percepción sensorial.

Cuando al poder no le interesa que una sociedad tenga unos sólidos principios éticos, una formación cultural que le permita ser crítica con lo que hace, y por esa vía se produzca un cambio, siempre quedará esta notable teoría de Schiller, sobre el objetivismo estético, que tal vez sea lo que, llegado el momento, alerte definitivamente a la sociedad de las intenciones de los gobiernos cuando éstos no persiguen el bien común sino el suyo propio. Porque ese poder puede incidir en la formación cultural, incluso en la moral, y así, en definitiva, en el sentido crítico, para intentar anularlo por completo; pero en aquello que se manifiesta externamente con mala calidad y una apariencia desfavorable (efecto necesario de una causa de iguales caracteres) generando un sentimiento común de rechazo, uniéndonos a todos en una verdadera fraternidad (fin al que Schiller aspiraba) nunca podrá influir. Será el origen de la ansiada libertad social.

“Una necesidad externa determina nuestro estado, nuestra existencia en el tiempo, por medio de las impresiones sensibles. Esta necesidad es involuntaria, y tal como actúe sobre nosotros tenemos que sufrirla.”

“El hombre en su primer estado psíquico se limita a recibir pasivamente las impresiones del mundo natural, a sentir, de modo que está todavía completamente identificado con éste, y no precisamente porque él no esté en el mundo, y no haya aún un mundo para él. Es solamente cuando, dentro de su estado estético, él lo pone fuera de donde lo contempla.”

“La voz de la mayoría no es prueba de justicia.”

“¿Qué es la mayoría? La mayoría es un absurdo: la inteligencia ha sido siempre de los pocos.”

“Que tu sabiduría sea la sabiduría de las canas, pero que tu corazón sea el corazón de la infancia candorosa.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


lunes, 1 de enero de 2024

Epicteto: otro día más en el paraíso

 

Epicteto (55-135) fue un filósofo cuya existencia comenzó de una forma bastante complicada: como esclavo -con todas sus implicaciones- en la Roma que fue el escenario de su vida. Se trataba de un hombre sensato, muy inteligente, tanto era así que su dueño, Epafrodito, estaba admirado con su valía intelectual, y consideró indigno que un hombre de tal categoría no fuera considerado más que una cosa. Afortunadamente hablamos de personajes, ambos, dotados de una cierta ética, y por ello, aunque hubiera sido posible que al dueño no le importase lo más mínimo que su esclavo sobresaliera tanto, o bien sí le importase, pero en el sentido de obtener a su costa algún tipo de rédito personal, es decir, aprovecharse de él y de ese modo mantenerle ajeno al estatus jurídico de persona de por vida, lo cierto es que fue Epafrodito quien lo envió a perfeccionar su talento filosófico a una prestigiosa escuela y ello supuso, de hecho, el impulso final a la manumisión de Epicteto: su entrada, conforme al Derecho Romano, en la plena libertad y consideración de persona a todos los efectos. Enseñó en tierras del Imperio hasta que -cosas de políticos- el emperador Domiciano, temeroso de que un grupo de rebeldes pensadores, los filósofos, entre los que estaba él, pusieran contra las cuerdas a los dogmas e imposiciones emanadas de su infalible persona, lo desterró a Grecia, donde fundó su propio grupo de seguidores y falleció.

La obra de Epicteto, de carácter oral, fue posteriormente recogida en el llamado Manual de Vida (o Enchiridion), siendo un pilar esencial del pensamiento estoico, al que nuestro autor se adscribe como uno de sus referentes.

Eminentemente práctico, Epicteto se preocupó más por el alcance de la felicidad y tranquilidad personales, en el día a día, que por la definición y averiguación de lo universal. Mejor llevar una vida apacible, tranquila, como camino de la sabiduría, que escrutar lo insondable y no tener un momento de paz interior. En consecuencia, el concepto de ética para Epicteto arranca desde el individuo, sobre dos premisas esenciales: primero, saber que, en lo que de uno depende, todo el buen hacer y la mejor voluntad deben ser dispuestas; pero respecto de lo que está en manos de terceros, o de circunstancias o de hechos ajenos a uno mismo, toda vez que nada se puede hacer, asumirlo como lo natural y saber vivir con ello, sin mayor preocupación; y segundo: la construcción del buen individuo supone un crecimiento interior, un perfeccionamiento forjado en el autocontrol, en la disciplina, en la prudencia, para llegar a ser la mejor versión de uno mismo, no desbocada por las pasiones o los vicios que hagan de la persona un ser controlado por las circunstancias y no a la inversa.

A partir de aquí, es posible observar una proyección de su filosofía a la idea de lo público o al debido comportamiento que cualquier dirigente político debiera de tener. Una cuestión constante en Epicteto es el recurso a llevar una vida “acorde con la naturaleza”. Esto implica armonía, actuar de forma sensata, noble, honrada, y en el caso de un mandatario, estar a una serie de principios que se adicionan a aquéllos que el estoicismo enseña al respecto de la llevanza de una vida serena, propia de cualquier persona que no se dedique a la cosa pública. Estamos, pues, ante un plus, algo más, que la ética, esos principios de la naturaleza, exigen a quien desarrolla funciones públicas: la superación del interés personal por el interés colectivo. Forma parte de la ética política estar por el bien de la comunidad y no por el propio. Epicteto estaba hablando, en definitiva, del eterno Derecho Natural, de aquellos preceptos inmutables, radicados en el plano de la moral pública, que deben regir la vida y acción de presidentes, emperadores y reyes, y así hacerse extensivos a su producción normativa, dando lugar a unas leyes honestas, justas, completas en el sentido de conjugar los mundos de la norma positiva y la norma moral.

Y si quien recibe el honor de representar al colectivo, y por lo tanto de velar por sus intereses, no se ve capaz desde un punto de vista moral de llevar a cabo dignamente tal tarea que, como digo, tiene por cimientos la renuncia a lo personal y la entrega a la comunidad, si es una persona de bien, lo que debe hacer es marcharse y dejar de perjudicar a todos. El filósofo lo decía muy claramente en el Manual de Vida:  

“Cualquier posición que puedas mantener conservando el honor y la fidelidad a tus obligaciones está bien. Pero si tu deseo de contribuir en la sociedad compromete tu responsabilidad moral, ¿cómo puedes servir a tus conciudadanos si te has convertido en un irresponsable sinvergüenza? Más vale ser una buena persona y cumplir con tus obligaciones que tener renombre y poder.”

La propuesta filosófica de Epicteto, desde mi punto de vista acertadísima, no es para nada sencilla de ejecutar, de llevar a la práctica. Y ello tanto por las propias debilidades humanas como por el rechazo que genera el toparse con alguien digno en el marco de una sociedad maleada, simplificada, debilitada y de un poder corrompido. Es, como mínimo, un elemento discordante –por no decir enervante- fundamentalmente porque, de inicio, solo el mero contraste ya saca a la luz las vergüenzas globales. El estoico debe luchar consigo mismo para perfeccionarse y asumir como circunstancia tan incontrovertida como incontrolable el mal ajeno, no doblegándose ante él, manteniendo la dignidad, pero tampoco frustrándose al no poder cambiar lo que es un hecho, como lo es que el sol sale todos los días por la mañana, guste o no guste. De ahí se explican las graves persecuciones, hasta la aniquilación incluso, por parte del poder, de aquellos que considera incómodos o muros incombustibles de resistencia ante sus imposiciones: exilio (como nuestro filósofo vivió), ceses, reproches, amenazas, calumnias, y hasta la muerte (pensemos en Jesús de Nazaret, por ejemplo). Así lo dejó dicho Epicteto:

“La vida de la sabiduría, como cualquier otra cosa, tiene un precio. Siguiéndola puedes ser objeto de burla e incluso llevarte la peor parte en todos los aspectos de la vida pública, con inclusión de la profesión, la posición social y hasta la posición legal ante los tribunales.”

En fin, unos principios filosóficos esenciales para la buena marcha del mundo, pero que en la actualidad hacen de quien los practica un ser heroico desde todos los frentes.

Y, mientras tanto, disfrutemos nosotros de otro día más en el paraíso.

 

“Compórtate siempre, en todos los asuntos, grandes y públicos o pequeños y privados, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. La armonía entre la voluntad y la naturaleza debería ser tu ideal supremo.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación