Friedrich von Schiller (1759-1805) fue un
intelectual alemán, muy querido en su tierra e influyente en múltiples ámbitos
de la cultura; dotado de un carácter polifacético, destacó como dramaturgo,
poeta y filósofo. Gran amigo de Goethe, conformó con él un auténtico
movimiento, el Clasicismo de Weimar, que propició una concepción de lo
literario, y de la vida, desde un prisma estético, teniendo en cuenta este
último concepto como una rama de la filosofía.
Schiller fue un hombre de su tiempo, y quiso
ofrecer una posible respuesta a los problemas sociales y políticos. La suya fue
una época convulsa. Y lo hizo desde una perspectiva original, pues lo común
consistía en residenciar las soluciones en el estricto ámbito de la moralidad,
o de la ética, abandonada o desviada en su plasmación material cotidiana en las
relaciones intersubjetivas, razón por las que éstas no alcanzaban lo virtuoso.
Nuestro autor fue lector y seguidor de Kant, pero discrepó de él en aspectos
relevantes. Muy especialmente en la concepción que Kant tenía de la estética, como
un nexo entre razón y sentimiento, pero de naturaleza eminentemente subjetiva.
Esto es: cada individuo tiene un concepto distinto de la belleza, de la gracia.
Sin embargo, Schiller se separó de esta tesis y aportó algo novedoso para la
estética, que expresó en obras como De la gracia y la dignidad, Cartas
sobre la educación estética del hombre y Kallias: su objetividad. La
verdadera estética, que se aprecia por toda la sociedad, partiendo del
individuo, se obtiene fuera de lo subjetivo, mediante la abstracción de lo
personal y la conversión del ser humano en un espectador del mundo. Si aquello
que se observa por todos genera una respuesta intelectual, de modo que
introduce en los individuos un sentimiento común de agrado, inmediatamente por
esa vía estética del sentimiento se pasará a la razón, y se considerará que
aquello que tiene gracia, que es bello, armonioso en sus formas, será, a
priori, también bueno, éticamente correcto.
La objetividad de la estética y el enlace que
propicia entre la forma y el fondo, entre lo bello y lo ético, me lleva a
pensar en la perfecta viabilidad de aplicar esta tesis al campo del Derecho.
Es habitual que en los planteamientos filosóficos
de la materia jurídica se estime que las reglas morales, los principios éticos,
anteceden a las normas jurídicas, esto es, al Derecho Positivo. El plano de la
norma moral es distinto al de la norma positiva. Su naturaleza es otra. Y viene
a considerarse (para quienes sostienen una posición iusmoralista del Derecho)
que desde la ética, como base primordial para la vida social, se atribuyen a
las leyes y demás normas positivas sus fundamentos para considerar a éstas como
razonables o justas. En otros términos: la ética insufla a la ley su valor de
Justicia, su legitimidad.
Pero, si seguimos a Schiller, no existe
inconveniente alguno en transitar un camino inverso para apreciar también la
Justicia de la ley, partiendo de la ley positiva y no de la ética. Y es aquí
donde este concepto de estética objetiva resulta de una extrema utilidad.
Si nos posicionamos como observadores de la forma
de proceder de un gobierno, y de las leyes que a su impulso entran en vigor, a
través de los cauces que considera oportunos, es incuestionable que esa visión
nos genera una reacción sensitiva, del mismo tipo que cuando tenemos delante
nuestro una obra de arte, una pintura, una persona agraciada, o cualquier otra
manifestación material. Pues bien, este primer impulso estético nos va a llevar
a razonar si lo que estamos viendo está bien o no lo está, si nos conviene como
sociedad o si tiene que ser cambiado de inmediato. Encontrándonos con prácticas
objetivamente atentatorias al respeto de ciertos colectivos sociales, cuando no
a la inteligencia de todos; con normas jurídicas mal confeccionadas, que
aprovechan vías de extraordinaria y urgente necesidad haciendo de la excepción
la regla; con una sintaxis, un uso del lenguaje, absolutamente incomprensible,
que motivado por la impericia de quien redacta, cuando no por una voluntad
malévola para tratar de ocultar en una telaraña de disposiciones adicionales,
transitorias y finales los verdaderos móviles que llevan a la redacción de ese
texto, sin duda nos encontramos todos con la misma reacción: esa norma es
horrible, incomprensible, un disparate ininteligible, lo que posteriormente se
confirma, por desgracia, con la necesidad de rectificaciones, modificaciones,
derogaciones, interpretaciones, y, sobre todo, unos efectos en la realidad
completamente negativos, unas consecuencias sociales nefastas.
Pues bien, la conclusión de que dicha ley está
completamente separada de la ética y es ajena a la Justicia la obtenemos gracias
a la estética. De aquí su gran importancia, pues desde la norma positiva
podremos alcanzar la convicción de su injusticia sin tener que remontarnos a
cuestiones de moralidad desde el principio, sino atendiendo solo a la sensación
que nos causa lo que cierto gobierno o cierto legislador produce. Y no deja de
ser un referente de gran importancia y precisión, porque se basa en un elemento
objetivo: la percepción sensorial.
Cuando al poder no le interesa que una sociedad
tenga unos sólidos principios éticos, una formación cultural que le permita ser
crítica con lo que hace, y por esa vía se produzca un cambio, siempre quedará
esta notable teoría de Schiller, sobre el objetivismo estético, que tal vez sea
lo que, llegado el momento, alerte definitivamente a la sociedad de las intenciones
de los gobiernos cuando éstos no persiguen el bien común sino el suyo propio.
Porque ese poder puede incidir en la formación cultural, incluso en la moral, y
así, en definitiva, en el sentido crítico, para intentar anularlo por completo;
pero en aquello que se manifiesta externamente con mala calidad y una apariencia
desfavorable (efecto necesario de una causa de iguales caracteres) generando un
sentimiento común de rechazo, uniéndonos a todos en una verdadera fraternidad (fin al que Schiller aspiraba)
nunca podrá influir. Será el origen de la ansiada libertad social.
“Una necesidad
externa determina nuestro estado, nuestra existencia en el tiempo, por medio de
las impresiones sensibles. Esta necesidad es involuntaria, y tal como actúe
sobre nosotros tenemos que sufrirla.”
“El hombre en su
primer estado psíquico se limita a recibir pasivamente las impresiones del
mundo natural, a sentir, de modo que está todavía completamente identificado con
éste, y no precisamente porque él no esté en el mundo, y no haya aún un mundo
para él. Es solamente cuando, dentro de su estado estético, él lo pone fuera de
donde lo contempla.”
“La voz de la mayoría no es prueba de justicia.”
“¿Qué es la mayoría? La mayoría es un absurdo: la inteligencia ha sido
siempre de los pocos.”
“Que tu sabiduría sea la sabiduría de las canas, pero que tu corazón sea
el corazón de la infancia candorosa.”
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