Carl Sagan (1934-1966) fue un reconocido
astrofísico norteamericano que alcanzó una gran cota de popularidad como
divulgador científico, haciendo honor a las palabras de Aristóteles, conforme a
las cuales tan importante es tener una idea como saber explicarla y difundirla.
Sagan manejaba a la perfección la oratoria y, como sabio en su disciplina,
tenía la capacidad de exponer algo complejísimo de una forma que todos aquellos
que le escuchaban podían entender cuestiones tan difíciles como las que se
derivan de la misma naturaleza inescrutable del universo.
Hombre polifacético, más allá de las cuestiones
científicas propias de su disciplina, ante todo fue totalmente abierto de
miras, lejano al dogmatismo, a las imposiciones de los gobiernos y un firme
defensor del espíritu crítico y de la formación cultural como resortes para
enfrentarse al poder.
Para Sagan, aparte de que la sociedad tomara
consciencia de la necesidad de reconocer y de explorar la realidad existente en
la otra parte de las murallas del planeta Tierra, desde lo interno, resultaba
inconcebible que el poder político llegara a tergiversarlo todo, incluso la
misma evidencia científica, para presentar como tal cosa aquello que le
interesara en cada momento. A ésto se refirió como pseudociencia en una de sus
más importantes obras literarias, titulada El
mundo y sus demonios. Encontramos aquí, de nuevo, un concepto esencial que
se debe hallar en las bases de toda disciplina y que ha de ser ajeno, siempre, a
las infiltraciones de terceros: la ética. La verdadera ciencia implica primero
exposición y luego prueba de su certeza, pero en todo caso partiendo de los
cimientos de una serie de principios invariables, como la veracidad, la
honradez, el altruismo y la búsqueda del bien de todos. A ello se añade algo
más: dentro de estos principios morales, resulta imprescindible que todo
científico tenga en cuenta si la evidencia que pretende poner de manifiesto, y
como quiere presentarla, produce un beneficio social, pues en caso contrario
las bases de su proceder impedirán proponer tal cosa, al saber que va a generar
un daño muy posiblemente irresoluble.
Este pensamiento de Sagan no es limitado al
ámbito de la pura ciencia astrofísica. Ni muchísimo menos. Resulta de
aplicación integral a lo jurídico, máxime tratándose el Derecho de una ciencia
que, como es notorio, está muy peligrosamente relacionada con intereses
transitorios, partidistas, y en nada ajenos, precisamente, a la presentación de
la norma jurídica de una forma que parece beneficiosa cuando en realidad no lo
es, y sus efectos prácticos lo demuestran, produciendo unos daños sociales muy
difíciles de reparar.
Sagan era agnóstico; pero eso no le impedía
afirmar que todo se rige por una serie de leyes universales, físicas, éticas,
siempre invariables, y que de existir un Dios, precisamente estaría en esa
eternidad que revelan los principios que generan y sustentan a la realidad. Un
concepto de Dios, por otro lado, muy próximo al de Spinoza. Pues bien, si esta
tesis se lleva a la materia jurídica, qué duda cabe que Sagan incluiría estos
principios en el denominado Derecho Natural. Y sobre él en modo alguno puede
haber intromisiones de ninguna facción política. No obstante, como esto puede
ocurrir, y de hecho así pasa, mediante la manipulación de la opinión pública,
resulta absolutamente necesario que la sociedad esté muy bien formada educativa
y culturalmente para impedir, desde la crítica, tanto la suplantación del
Derecho Natural por una moralidad ad hoc creada para beneficiar a algunos en
perjuicio de la mayoría (al margen de que se presente de otra manera) como la
generación de unas normas jurídicas que, dejando atrás aquellos principios
eternos de la ética, lleguen a ser vigentes y a producir efectos prácticos,
pues a partir de entonces las bases de la destrucción social ya estarán
dispuestas.
No es de extrañar, atendiendo a lo anterior, que nuestro
gran autor ya vislumbrase lo que iba a ocurrir en el presente con la tecnología
y la ética. La conversión del medio en un fin y el adormecimiento social con
grandes dosis de pantallas e internet. Un poder que incide en los sistemas
educativos y fomenta el uso indiscriminado de lo tecnológico, para producir una
situación de celebración de la ignorancia que le permita hacer lo que
literalmente quiera. Y cuando el resultado llegue será muy tarde, porque en lo
legal los efectos permanecen, no se borran con facilidad o cambiado
sencillamente una ley por otra, aunque digan lo contrario. Una autodestrucción
desde lo jurídico similar a la denominada autodestrucción tecnológica de las
sociedades más avanzadas; una paradoja que tiene respuesta clara: la falta,
separación o manipulación de la ética. En este punto, en la necesidad de primar
la formación cultural y la educación social para evitar el colapso propiciado
por los intereses espurios me resulta muy significativa la coincidencia de
Sagan con Unamuno, quien afirmaba que “la
libertad no es un estado sino un proceso. Solo el que sabe es libre. Solo la
cultura da libertad. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la
de pensar, sino dad pensamientos. La libertad que hay que dar al pueblo es la
cultura.”
Miremos hacia Carl Sagan, y hacia su comprensión
del universo y de lo universal más allá de lo científico, porque en esa visión
está la respuesta al problema de nuestro tiempo y la evidencia de que todo es
susceptible de manipulación, incluido uno de los campos más intocables para el
bienestar social, como es el jurídico. Malamente podremos hablar de Justicia en
un contexto en el que las previsiones del magnífico divulgador se cumplen;
cuando simétricamente a la pseudociencia existe un pseudoderecho, participando
ambos de los mismos fundamentos conceptuales: la separación de la verdad, la
postergación de la ética y la presentación como beneficioso para todos de
aquello que no lo es o solo lo es para algunos.
“Preveo cómo será la América de la época de mis
hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e información;
casi todas las industrias manufactureras clave se habrán desplazado a otros
países; los temibles poderes tecnológicos estarán en manos de unos pocos y
nadie que represente el interés público se podrá acercar siquiera a los asuntos
importantes; la gente habrá perdido la capacidad de establecer sus prioridades
o de cuestionar con conocimiento a los que ejercen la autoridad; nosotros,
aferrados a nuestros cristales y consultando nerviosos nuestros horóscopos, con
las facultades críticas en declive, incapaces de discernir entre lo que nos
hace sentir bien y lo que es cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos
cuenta, en la superstición y la oscuridad. La caída en la estupidez de
Norteamérica se hace evidente principalmente en la lenta decadencia del
contenido de los medios de comunicación, de enorme influencia, las cuñas de
sonido de treinta segundos (ahora reducidas a diez o menos), la programación de
nivel ínfimo, las crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero
sobre todo en una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos,
la película en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis y
Butthead siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes
espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el
conocimiento —no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa— son prescindibles,
incluso indeseables.”
“En mi opinión, es mucho mejor entender el universo tal como es que
persistir en el engaño, a pesar de que éste sea confortable.”
“Si algo puede ser destruido por la verdad, merece ser destruido.”
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