sábado, 7 de enero de 2023

Giordano Bruno: la condena al pensamiento libre

 

Giordano Bruno (1548-1600) fue un erudito italiano conocedor de múltiples facetas del saber: matemáticas, astronomía, filosofía, teología o astronomía. Como suele ocurrir con aquellos estudiosos cuya inteligencia es capaz tanto de ver las diferentes facetas del conocimiento como de comprender que todas ellas actúan al unísono, formando parte de un todo, pronto elaboró sus propias teorías, que reunieron las características propias de la genialidad: su naturaleza original o genuina, y su impronta revolucionaria o rompedora con los dogmas comunes e impuestos desde el poder, entonces eclesiástico.

Tan pronto como Giordano comenzó a cuestionar ciertos postulados filosóficos y teológicos, y relacionó los mismos con una idea del universo y del sistema solar que se salía de los cánones establecidos, acercándose mucho a lo que a día de hoy la propia ciencia defiende, en cuanto a la infinitud del cosmos y la existencia de innumerables sistemas planetarios similares al de la Tierra, fue objeto de denuncia ante la Inquisición por diferentes cargos, siendo el más importante de ellos el de herejía. Giordano quería que sus estudiantes, -poniendo en especial valor a la memoria como herramienta para llegar a otro nivel de conocimiento- pensaran, reflexionaran, que fueran críticos con la presentación de la realidad que desde el poder se realizaba. Tras un proceso que duró años, e incluyó prisión, finalmente toda la obra de Giordano Bruno fue objeto de anatema, desarrollándose un juicio, en realidad, a la integridad de su pensamiento, con la pretensión de reducir a cenizas sus libros y su propio ser. Y así fue: su producción, prohibida o perdida; y él mismo ajusticiado en la hoguera, quemado vivo y con un trozo de madera en la boca para que no hablase. Durante el proceso inquisitorial el acusado hizo alegaciones (que ni tan siquiera se leyeron) y la sentencia que lo condenó a muerte no hizo sino que plasmar una decisión tomada de antemano.

Las vicisitudes de Giordano Bruno, su pensamiento crítico e innovador, que se aproximó a una realidad científica verificada con el devenir de la historia, y el final que tuvo, llevan a plantear un necesario contraste con la actualidad.

No es discutible que en aquella época el concepto de tolerancia era inexistente. Ocurría todo lo contrario: el poder imponía su criterio, no precisamente caracterizado por unos argumentos racionales ni razonables, sino guiados, especialmente, por el afán de mantener el estado de control sobre las personas en toda su dimensión, física y espiritual. Por ello, cualquier intelectual que, naturalmente, se mostrase al mundo como tal, con todo lo que ello lleva implícito (el pensamiento crítico, la creatividad, la originalidad, en definitiva, el avance) era un auténtico peligro para aquellos cuya vida discurría desahogada y colmada de abundancia a todos los niveles, mientras la sociedad se encontraba en una oscuridad intencionada, pues cada vez que se encendía una vela que era capaz de empezar a iluminar la mente de las personas para ver la verdadera cara de la vida, siempre el poder se iba a encargar no solo de apagarla, sino de destruirla y además atemorizar a cualquier otro que intentase seguir un camino parecido. Obvio es decir que las normas procesales en el enjuiciamiento a Giordano Bruno fueron un puro artificio, una forma de dar cobertura a un asesinato.

Siglos han pasado desde entonces.

En los tiempos actuales, regidos por un nominativo progreso en libertades de pensamiento y expresión, que teóricamente gozan, además, de una protección jurídica y un asentimiento ético que, de cara hacia fuera, no se niegan, en la práctica estamos asistiendo a un fenómeno que se empieza a aproximar a lo que acontecía en la época de Giordano Bruno, pero desde un punto de vista laico o civil. El fundamento de ello se encuentra en el actual imperio del relativismo moral, conforme al cual, aunque, en principio, se enarbola la bandera de la tolerancia suprema, y especial y públicamente por aquellos que defienden un a priori pensamiento que dicen contemporáneo y respetuoso, lo cierto es que se traduce en la total intransigencia hacia quien, con razón o sin razón, se mantiene firme y seguro en sus convicciones, de modo que todo aquel que no cuestione o reniegue de su personal posición ética, para adscribirse a la de los demás, y hacer todo lo que los demás hacen, es objeto de un rechazo visceral. Se trata de la práctica obligación de forzar a una retractación del propio pensamiento diferenciado, para ser admitido socialmente. La nominativa tolerancia del relativismo moral no es tal en absoluto, sino una auténtica y encubierta imposición sobre la libertad de decisión y de criterio, sin duda alentada, cuando no insuflada, desde el poder, pues el verdadero respeto al libre pensamiento es lo que genera una reacción en contra de las cadenas impuestas por dirigentes que actúan movidos por su propio interés. A ello éstos contribuyen con sistemas educativos que no solo no buscan lo que pensadores como Giordano Bruno inculcaban, sino que los emplean como medio de aleccionamiento, creando personas acríticas y con un sentido de la realidad configurado por múltiples intereses creados. El resultado es muy similar a lo que le ocurrió, no solo a Giordano Bruno, sino a muchos otros pensadores y científicos: primero, la obligación social, a modo de práctica coacción, para renegar de su pensamiento (en aquellas personas cuyo criterio se mantenga, a pesar de todo), y segundo, el empleo de todos los instrumentos posibles (ley incluida) para convencer tanto sobre la bondad de lo impuesto, hasta sobre lo consensuado del origen de esas normas; y si, aun así, alguien todavía se cuestiona sobre su justicia y legitimidad, se le imponen como leyes que son.

Poco falta para llegar al triste desenlace del buen filósofo italiano.

          “En cada hombre, en cada individuo, se contempla un mundo, un universo.”

“Alce la cabeza y vea si por el aire vuelan ahora las perniciosísimas estinfálides, quiero decir, si vuelan aquellas harpías que a veces solían nublar el aire e impedir la visión de los astros luminosos.”

“No es verdadera ni buena aquella ley que no tiene por madre a la sabiduría y por padre al intelecto racional.”

“Es natural que las ovejas que tienen al lobo por gobernante tengan como castigo el ser devoradas por él.”

 



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


miércoles, 4 de enero de 2023

Lope de Vega: la consecuencia de la injusticia

 

Félix Lope de Vega Carpio (1562-1635) fue uno de los más relevantes escritores españoles del Siglo de Oro, emblema de las letras hispanas, junto con Miguel de Cervantes, Luis de Góngora o Francisco de Quevedo. Tuvo una vida, como también caracterizó a los escritores de su tiempo, en sí misma constitutiva de novela, en la que es posible encontrar todo tipo de episodios. Tales vivencias incuestionablemente contribuyeron a forjar una producción literaria tan rica cuantitativa como cualitativamente, uniéndose a su innato ingenio literario una trayectoria vital definible, al menos, como variopinta, materializando, de forma ejemplar, el grado que supone la experiencia.

Como escritor polifacético, son de su autoría auténticos referentes en la poesía, el teatro o la novela. Me quiero referir en concreto a una de sus obras como dramaturgo, Fuenteovejuna. Publicada en Madrid en 1619, deja entrever, con bastante claridad, el pensamiento de Lope de Vega sobre el proceder de los dirigentes políticos y la reacción que tal forma de actuar lleva aparejada, concluyendo que no en pocas ocasiones aquellos comportamientos del poder, aparte de alejados de la visión de Estado, o de la debida atención al bien común, no resultan especialmente inteligentes, ni siquiera para aquellos que los llevan a cabo, pues terminan dándose la vuelta. Hay, además, una importante moraleja jurídica que, con el devenir de la historia, ha tenido momentos de realidad, aparte de plasmar aquello que, precisamente, trata de evitar el Derecho: la venganza.

En Fuenteovejuna, el comendador Fernán Gómez actúa como un auténtico tirano en la villa del mismo nombre, saciando, a costa de los habitantes del pueblo, todas sus apetencias y vicios, sin límites. La paciencia de los lugareños se acaba y un día entran todos en su vivienda y lo matan, colocando su cabeza en una picota. Tras el crimen, los Reyes Católicos envían a un instructor o pesquisidor para saber quién, de entre los habitantes del pueblo, había matado al comendador, no pudiendo averiguarlo, porque todos los ciudadanos se respaldaron entre ellos y nadie acusó a nadie, sino que afirmaron que la muerte fue obra de todos, de Fuente Ovejuna. Finalmente, se consideró que el hecho había sido fruto de un acto de justicia, natural y espontáneo, emanado del propio pueblo.

Pues bien, la visión de Lope sobre ejercicio del poder es claramente de crítica feroz, algo muy propio en la literatura de entonces, en algunas obras de una forma más sutil que en otras, pero desde luego en el caso de Fuenteovejuna el reproche es abierto. Hasta tal punto el autor rechaza al dirigente que lo presenta como un auténtico monstruo, quien además actúa bajo el paraguas de una supuesta legitimidad que no se corresponde con la falta completa de moral en su conducta. En este aspecto, brilla una de las cuestiones más importantes de la filosofía jurídica, que no es sino la evidente diferencia entre lo legal y lo legítimo: entre la forma, la mera apariencia, y el fondo, la ética de quien dirige el destino de una sociedad, procediendo con esa finalidad e impulsando los procesos legislativos y la actuación administrativa con esa misma orientación. Precisamente, si el poder recibe las potestades administrativas de dirección, actuación y ejecución ello es debido a que se presupone que su comportamiento se basa y orienta hacia un fin justo, y por ende, ético siempre, cual es la visión global de procurar el bien común. En el momento en el que esa razón de ser, de naturaleza estrictamente ética, desaparece y el poder actúa de forma desviada, con el fin de procurarse su propio beneficio, o el de terceros a los que interese tener satisfechos, la razón misma de la existencia del dirigente se hace añicos, no estando justificada su continuidad, tratándose en consecuencia de un poder ilegítimo, sin el sustento del pilar de la moral, aun cuando aparezca revestido de legalidad formal en su nombramiento, en el devenir del ejercicio de sus atribuciones o aunque emplee el propio instrumento de la ley, modificándola a su antojo, para justificar sus tropelías. Los efectos de sus actos son los propios de la perversión, esto es: todas y cada una de sus decisiones son injustas, y así las percibe el pueblo, a pesar de que sean obligatorias. Esto también tiene una consecuencia de especial gravedad, a la que a continuación me refiero.

En Fuenteovejuna el pueblo que percibe y siente la injusticia acaba haciendo su propia justicia, que posteriormente, además, resulta avalada por los reyes. Es decir: los actos arbitrarios del poder han dado lugar a su propia aniquilación, pero también a revelar la cara más atroz de una sociedad agotada, que se termina alzando contra aquel poder ilegítimo de una forma violenta e imparable. Esto supone, de forma literal, el retorno a la autotutela, a la venganza, como único recurso para reestablecer una situación de convivencia pacífica de la que el poder privó al pueblo. Aunque la obra teatral concluye con una exaltación a la justicia popular, y una oda a la solidaridad, también es una derrota social, pues la desunión del Derecho con la ética en la forma de actuar del poder supone que todo un modelo de convivencia pacífica, que es el que fundamenta los ordenamientos jurídicos modernos nacidos con el objetivo de evitar tener que acudir a las revoluciones para lograr e incluso mantener lo ya ganado, salte por los aires para volver a estados sociales anteriores a aquello que entendemos, sencilla y llanamente, por civilización.

Conclusiones cuya aplicación práctica –tristemente- va más allá de la época en la que Lope vivió, que permiten ver el carácter atemporal de la obra, y ratifican que un Derecho desprovisto de los principios de la ética, que ha de estar ubicada tanto en los cimientos del sistema jurídico como en la propia mente de quienes, de forma transitoria, detenten posiciones de poder, no es sino una mera cobertura para la injusticia, y con ello, el vehículo para acabar, llegado el momento, con logros de siglos. 

Pleitos, a vuestros dioses procesales

confieso humilde la ignorancia mía;

¿cuándo será de vuestro fin el día?

Que sois, como las almas, inmortales.

 

Hasta lo judicial, perjudiciales;

hacéis de la esperanza notomía:

que no vale razón contra porfía

donde sufre la ley trampas legales.

 

¡Oh monte de papel y de invenciones!

Si pluma te hace y pluma te atropella,

¿qué importan Dinos, Baldos y Jasones?

 

¡Oh justicia, oh verdad, oh virgen bella!,

¿cómo entre tantas manos y opiniones

puedes llegar al tálamo doncella?



   Enlace al artículo publicado en la revista literaria "Oceanum":

   https://www.revistaoceanum.com/revista/Numero6_1.pdf#page=30




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




domingo, 1 de enero de 2023

Benedicto XVI: la razón humana, base del Derecho Natural y pilar maestro de los ordenamientos jurídicos

 

Benedicto XVI es el nombre del Papa nº 265 de la Iglesia Católica, adoptado en 2005 por el cardenal Joseph Ratzinger (Marktl am Inn, 1927 – Roma, 2022), eminente teólogo alemán, desde mi punto de vista uno de los pensadores más importantes del siglo XX y albores del XXI, caracterizado, precisamente, por su faceta profesoral, filosófica, intelectual. No se trata, en esta reflexión, de abundar en los aspectos propiamente religiosos de su pontificado, sino de traer a colación una nota relevante sobre su Filosofía del Derecho, materia en la que desde luego también elaboró una tesis relevante, y que implica el retorno hacia los valores primigenios de la persona, como sustento de las normas jurídicas que se crean con el fin de defender los referidos valores. Como ya ocurriera con su predecesor en la Sede de Pedro, San Juan Pablo II, con el que su afinidad de pensamiento era mucha, nos encontramos con un concepto de los derechos humanos que no nace, como a priori podría estimarse, de la revelación o de una la metafísica ajena al propio intelecto humano, sino que resulta ser fruto de la razón.

En un primer momento el cardenal Ratzinger consideró que el concepto de Derecho Natural había quedado, en cierta forma, anquilosado; se trataría de una antigua noción empleada para definir lo que la naturaleza establece como común en animales y hombres, y cuya inferencia podría extraerse de elementos de carácter empírico. En este punto, el ya Papa Benedicto XVI, superando aquella vetusta definición, expresó la necesidad de actualizar el término de Derecho Natural para adaptarlo a las propias y específicas características del ser humano, toda vez que los principios y valores morales, lógicamente, por su propia esencia, no pueden derivarse sin más de un examen biológico o fisiológico. Esto es: resulta imprescindible vincular la ética, los principios morales, con la nota diferenciadora de la especie humana: el razonamiento. Por lo tanto, en modo alguno el Papa Benedicto XVI rechazó una concepción del Derecho ajena a los principios y valores morales, sino que, respaldando en todo caso la pervivencia del Derecho Natural que los clásicos ya habían advertido y consolidado, ajustó, configuró (e incluso puede afirmarse que actualizó) su contenido a la especificidad del hombre, y no lo hizo acudiendo a un aspecto netamente religioso, a modo de principios inoculados por Dios al margen de cualquier intervención humana, sino que en la creación del acervo integrante del denominado Derecho Natural es el intelecto humano, la capacidad para el pensamiento, en definitiva, la razón, la premisa mayor de la que se deriva toda la construcción de ese ámbito metajurídico que actúa como el fundamento de las normas positivas y justifica su existencia, pues la norma jurídico-positiva existe para reconocer y proteger esos valores inherentes a la especie humana, y que proceden de su propio razonamiento. Claramente: la existencia de la dignidad no se obtiene a través de examen y decantación en un laboratorio, sino de la extracción de un razonamiento común que hace el propio ser humano y del que se deriva un principio ético aplicable a todos los miembros de la especie. El factor religioso no actúa bajo la imposición de los principios y valores, que son obra directa de la razón humana, sino de una manera, por así decirlo, indirecta: Dios, sobre las bases de la bondad y del amor, dota de razón al hombre, y es éste quien, mediante dicha razón, crea o establece las normas éticas, y posteriormente jurídicas, que rigen su día a día.

Además, en segundo lugar, el Papa Benedicto XVI conjugó este necesario Derecho Natural de perfil evidentemente filosófico, y en especial racionalista, con la necesidad de diferenciar taxativamente el lugar que ocupa y a quién le corresponde dar pautas interpretativas sobre dichos principios. En este particular asunto, Joseph Ratzinger expresó que la interpretación de las normas morales, esto es, de la ética o del Derecho Natural, no puede corresponder a una institución o a un poder, ya sea civil o eclesiástico. La ética es un patrimonio exclusivo del ser humano, en su definición como persona, siendo así que ninguna potestad, Iglesia o Estado, puede condicionar o imponer las normas morales a los individuos. Las instituciones, no obstante, sí deben cumplir una importante misión: proporcionar los medios, los instrumentos que sean necesarios para que las decisiones personalísimas de cada individuo puedan ser llevadas a cabo, pero en ningún modo le corresponde a una instancia pública definir cuáles hayan de ser las reglas propias de la moralidad, que por definición es personalísima. Esta es la razón por la que el Papa Benedicto XVI abogó por un Estado laico, pues debe ser siempre libre la elección de cada individuo, ajustándose en sus actos a las reglas éticas o separándose de ellas, dando lugar, en este caso, a una primera y principal responsabilidad: del sujeto para consigo mismo, a través de su conciencia, pues en su interior resonará que ha actuado de forma contraria a la moral, y externamente, socialmente, será indiscutible que ha sido así, no tanto porque una norma jurídico-positiva tipifique su acción como delictiva, o contraria a Derecho, sino porque desde la perspectiva de los valores, de la ética, sus actos son, indiscutiblemente, separados de un proceder recto y justo, conforme al Derecho Natural.

Con ello, el Papa Benedicto XVI también estaba proyectando una necesaria defensa de las propias instituciones públicas, haciendo del Estado (y por extensión, de cualquier Administración Pública o entidad religiosa) un ente a disposición de las personas, un prestador de servicios e infraestructuras para que cada individuo pueda desarrollarse en plenitud, conforme a su conciencia y libertad. De este modo, residenciando los valores del Derecho Natural en la razón de cada sujeto, y por derivación en el reconocimiento social de estos valores, se evita que sea el dirigente de alguna institución, ya sea laica o religiosa, quien, instrumentalizándola, se erija a él mismo en ejemplo de moralidad e imponga la suya propia a todas las personas, incluso a través de la utilización del vehículo que es la ley escrita, presentándola como sagrada o legítima cuando en realidad es todo lo contrario. Es este un peligro atemporal que muchos intelectuales han subrayado a lo largo de la historia, por desgracia en múltiples ocasiones no a nivel teórico, al haberlo experimentado a través de gobiernos dirigidos por sátrapas, emperadores, usurpadores e incluso príncipes que llegan al poder a través de fórmulas legalmente previstas, por ende democráticas, e inmediatamente muestran su verdadera cara dictatorial (nada de ello nos es ajeno en el devenir reciente del camino de la humanidad, sin necesidad de remontarse a épocas lejanas), y Joseph Ratzinger lo tuvo muy presente.  

En definitiva, el pensamiento iusfilosófico del Papa Benedicto XVI constituye una faceta más de un gran y eminente intelectual, que abarcó, entre sus muy variados ámbitos de conocimiento, también la materia jurídica, en unos planteamientos en verdad avanzados y acordes con la realidad social y política, en una visión de la convivencia humana que resulta de plena actualidad. El pontífice expresó así, nítidamente, su concepto de la Justicia y el Derecho:

“La Justicia, en efecto, no es una simple convención humana, ya que lo que es justo no está determinado originariamente por la ley positiva, sino por la identidad profunda del ser humano.”

A modo de humilde homenaje, este artículo ensalza una vertiente más de su pensamiento, y debe cerrarse con las palabras que pronunció en el momento en el que se retiró, pues ilustran a la perfección la calidad humana y talla intelectual del querido Papa Filósofo:

“Gracias, gracias de corazón. Gracias por vuestra amistad y vuestro afecto (...). No soy más el Sumo Pontífice de la Iglesia. A partir de las 20:00 horas, seré simplemente un peregrino que continúa su peregrinaje sobre la Tierra y afronta la etapa final. (...) Gracias y buenas noches.”    




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación