Benedicto XVI es el nombre del Papa nº 265 de la
Iglesia Católica, adoptado en 2005 por el cardenal Joseph Ratzinger (Marktl am
Inn, 1927 – Roma, 2022), eminente teólogo alemán, desde mi punto de vista uno
de los pensadores más importantes del siglo XX y albores del XXI,
caracterizado, precisamente, por su faceta profesoral, filosófica, intelectual.
No se trata, en esta reflexión, de abundar en los aspectos propiamente
religiosos de su pontificado, sino de traer a colación una nota relevante sobre
su Filosofía del Derecho, materia en la que desde luego también elaboró una
tesis relevante, y que implica el retorno hacia los valores primigenios de la
persona, como sustento de las normas jurídicas que se crean con el fin de
defender los referidos valores. Como ya ocurriera con su predecesor en la Sede
de Pedro, San Juan Pablo II, con el que su afinidad de pensamiento era mucha,
nos encontramos con un concepto de los derechos humanos que no nace, como a priori podría estimarse, de la
revelación o de una la metafísica ajena al propio intelecto humano, sino que
resulta ser fruto de la razón.
En un primer momento el cardenal Ratzinger
consideró que el concepto de Derecho Natural había quedado, en cierta forma,
anquilosado; se trataría de una antigua noción empleada para definir lo que la
naturaleza establece como común en animales y hombres, y cuya inferencia podría
extraerse de elementos de carácter empírico. En este punto, el ya Papa
Benedicto XVI, superando aquella vetusta definición, expresó la necesidad de
actualizar el término de Derecho Natural para adaptarlo a las propias y
específicas características del ser humano, toda vez que los principios y
valores morales, lógicamente, por su propia esencia, no pueden derivarse sin
más de un examen biológico o fisiológico. Esto es: resulta imprescindible
vincular la ética, los principios morales, con la nota diferenciadora de la
especie humana: el razonamiento. Por lo tanto, en modo alguno el Papa Benedicto
XVI rechazó una concepción del Derecho ajena a los principios y valores
morales, sino que, respaldando en todo caso la pervivencia del Derecho Natural
que los clásicos ya habían advertido y consolidado, ajustó, configuró (e
incluso puede afirmarse que actualizó) su contenido a la especificidad del
hombre, y no lo hizo acudiendo a un aspecto netamente religioso, a modo de
principios inoculados por Dios al margen de cualquier intervención humana, sino
que en la creación del acervo integrante del denominado Derecho Natural es el
intelecto humano, la capacidad para el pensamiento, en definitiva, la razón, la
premisa mayor de la que se deriva toda la construcción de ese ámbito
metajurídico que actúa como el fundamento de las normas positivas y justifica
su existencia, pues la norma jurídico-positiva existe para reconocer y proteger
esos valores inherentes a la especie humana, y que proceden de su propio
razonamiento. Claramente: la existencia de la dignidad no se obtiene a través
de examen y decantación en un laboratorio, sino de la extracción de un
razonamiento común que hace el propio ser humano y del que se deriva un
principio ético aplicable a todos los miembros de la especie. El factor
religioso no actúa bajo la imposición de los principios y valores, que son obra
directa de la razón humana, sino de una manera, por así decirlo, indirecta:
Dios, sobre las bases de la bondad y del amor, dota de razón al hombre, y es
éste quien, mediante dicha razón, crea o establece las normas éticas, y
posteriormente jurídicas, que rigen su día a día.
Además, en segundo lugar, el Papa Benedicto XVI
conjugó este necesario Derecho Natural de perfil evidentemente filosófico, y en
especial racionalista, con la necesidad de diferenciar taxativamente el lugar
que ocupa y a quién le corresponde dar pautas interpretativas sobre dichos
principios. En este particular asunto, Joseph Ratzinger expresó que la
interpretación de las normas morales, esto es, de la ética o del Derecho
Natural, no puede corresponder a una institución o a un poder, ya sea civil o
eclesiástico. La ética es un patrimonio exclusivo del ser humano, en su
definición como persona, siendo así que ninguna potestad, Iglesia o Estado,
puede condicionar o imponer las normas morales a los individuos. Las
instituciones, no obstante, sí deben cumplir una importante misión:
proporcionar los medios, los instrumentos que sean necesarios para que las
decisiones personalísimas de cada individuo puedan ser llevadas a cabo, pero en
ningún modo le corresponde a una instancia pública definir cuáles hayan de ser
las reglas propias de la moralidad, que por definición es personalísima. Esta
es la razón por la que el Papa Benedicto XVI abogó por un Estado laico, pues
debe ser siempre libre la elección de cada individuo, ajustándose en sus actos
a las reglas éticas o separándose de ellas, dando lugar, en este caso, a una
primera y principal responsabilidad: del sujeto para consigo mismo, a través de
su conciencia, pues en su interior resonará que ha actuado de forma contraria a
la moral, y externamente, socialmente, será indiscutible que ha sido así, no
tanto porque una norma jurídico-positiva tipifique su acción como delictiva, o
contraria a Derecho, sino porque desde la perspectiva de los valores, de la
ética, sus actos son, indiscutiblemente, separados de un proceder recto y justo,
conforme al Derecho Natural.
Con ello, el Papa Benedicto XVI también estaba
proyectando una necesaria defensa de las propias instituciones públicas,
haciendo del Estado (y por extensión, de cualquier Administración Pública o
entidad religiosa) un ente a disposición de las personas, un prestador de
servicios e infraestructuras para que cada individuo pueda desarrollarse en
plenitud, conforme a su conciencia y libertad. De este modo, residenciando los
valores del Derecho Natural en la razón de cada sujeto, y por derivación en el
reconocimiento social de estos valores, se evita que sea el dirigente de alguna
institución, ya sea laica o religiosa, quien, instrumentalizándola, se erija a
él mismo en ejemplo de moralidad e imponga la suya propia a todas las personas,
incluso a través de la utilización del vehículo que es la ley escrita,
presentándola como sagrada o legítima cuando en realidad es todo lo contrario.
Es este un peligro atemporal que muchos intelectuales han subrayado a lo largo
de la historia, por desgracia en múltiples ocasiones no a nivel teórico, al
haberlo experimentado a través de gobiernos dirigidos por sátrapas,
emperadores, usurpadores e incluso príncipes que llegan al poder a través de
fórmulas legalmente previstas, por ende democráticas, e inmediatamente muestran
su verdadera cara dictatorial (nada de ello nos es ajeno en el devenir reciente
del camino de la humanidad, sin necesidad de remontarse a épocas lejanas), y
Joseph Ratzinger lo tuvo muy presente.
En definitiva, el pensamiento iusfilosófico del
Papa Benedicto XVI constituye una faceta más de un gran y eminente intelectual,
que abarcó, entre sus muy variados ámbitos de conocimiento, también la materia
jurídica, en unos planteamientos en verdad avanzados y acordes con la realidad
social y política, en una visión de la convivencia humana que resulta de plena
actualidad. El pontífice expresó así, nítidamente, su concepto de la Justicia y
el Derecho:
“La Justicia, en
efecto, no es una simple convención humana, ya que lo que es justo no está
determinado originariamente por la ley positiva, sino por la identidad profunda
del ser humano.”
A modo de humilde homenaje, este artículo ensalza
una vertiente más de su pensamiento, y debe cerrarse con las palabras que
pronunció en el momento en el que se retiró, pues ilustran a la perfección la
calidad humana y talla intelectual del querido Papa Filósofo:
“Gracias, gracias
de corazón. Gracias por vuestra amistad y vuestro afecto (...). No soy más
el Sumo Pontífice de la Iglesia. A partir de las 20:00 horas, seré
simplemente un peregrino que continúa su peregrinaje sobre la Tierra y afronta
la etapa final. (...) Gracias y buenas noches.”
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