domingo, 1 de diciembre de 2019

H.P. Lovecraft: terror cósmico y Derecho


Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) fue un escritor norteamericano cuya obra generó una novedosa forma de entender los parámetros de la literatura ominosa y gótica que se había desarrollado hasta sus publicaciones. Niño dotado de una avanzada inteligencia, Lovecraft siempre mostró interés por los lugares alejados, inhóspitos, por la lectura y por los imperceptibles detalles de la naturaleza de los que disfrutaba en una soledad que le fue primero impuesta y luego deseada. Su creación literaria superó también las premisas habituales existentes hasta entonces, dando lugar a un concepto del terror que trascendió las relaciones intersubjetivas para ubicarse en unos planos de la existencia, tan reales como los de la sociedad humana, pero de una magnitud y dimensiones proporcionadas al tamaño del universo, es decir, infinitos. En estos planos residen entidades completamente ajenas a la comprensión, al razonamiento humano, que a la luz de la sociedad se presentan como dioses, dada la imposibilidad siquiera de entender su misma existencia, pero que en verdad son entidades que contemplan a la sociedad como el científico a los microbios, esto es, con una serie de finalidades que no redundan en el beneficio de la humanidad, sino con una indiferencia analítica que sólo conlleva, en el mejor de los casos, al examen de una especie infinitamente menor sin otro objeto; y con carácter general, a un impulso de extinción provocado por la aplastante e incomprensible superioridad existencial de estas monstruosas entidades respecto del género humano, dándose una situación equivalente a la de la cadena alimenticia obrante en la naturaleza, en la que las especies más fuertes se alimentan de las más débiles, sin otro motivo que la sola superioridad metafísica. Relatos como La llamada de Cthulhu o En las montañas de la locura ejemplifican este novedoso “terror cósmico” creado por Lovecraft,  en el que el desasosiego no proviene de un mal humano, hasta cierto punto ya conocido o reconocido socialmente, sino de un factor que ni siquiera puede clasificarse como “el mal”, porque nada tiene que ver con las relaciones interpersonales, sino que su origen está más allá de lo social, en una dimensión que se desconoce profundamente, y de la que sólo se sabe que es de una enormidad universal y de una profunda negritud, permaneciendo los motivos del proceder de estas entidades en lo indescriptible. Es este desconocimiento de los motivos lo que genera el verdadero y atávico terror.

Algunas consideraciones pueden hacerse, desde la perspectiva de la Filosofía del Derecho, en relación con la literatura lovecraftiana. No genera una especial controversia el que se afirme que las normas jurídico-positivas, y en particular, las del Derecho Penal, han sido creadas con el fin de contener la plasmación de ese “mal” que se reconoce socialmente, pues se encuentra inserto en la propia naturaleza del ser humano; el delito es algo identificable, no es extraño ni inconcebible porque entra en la posibilidad de actuación del ser humano, aunque constituya una aberración a todos los efectos, tanto jurídica como moral. Lovecraft, en este particular, sigue la estela de la obra de Edgar Allan Poe, cuando éste se centra en el análisis del proceder humano en la perpetración del crimen. Es cierto que la posición de Lovecraft respecto del hombre y la sociedad, en este plano, es de decepción y la propia del “homo homini lupus” de Thomas Hobbes, pues en sus obras el ser humano se presenta especialmente inclinado hacia lo no virtuoso, esto es, hacia la imprudencia o la ambición irracional, que quizá tienen su origen en las limitaciones humanas.

Pero de la obra de Lovecraft sí resulta para mí de interés el concepto de infinitud, de ese cosmos terrible y en absoluto controlable, que dada su superioridad a todos los efectos, puede condicionar, aunque lo sea de una manera imperceptible, las normas que rigen la vida humana, como quien controla un escenario y establece las reglas que han de regir en el mismo, y sin que quienes intervienen en él, la sociedad, ni tan siquiera lo perciban, pues se limitan a acatar las normas positivas sin cuestionar su origen o su intencionalidad, centrados sólo en la forma, en la mera apariencia, y condicionados por sus naturales limitaciones.

El Derecho Natural, que está dotado de esas mismas notas “cósmicas” que fundamentan la obra lovecraftiana, en el sentido de inmanentes y eternas, constituyendo la razón auténtica del valor de legitimidad de la norma jurídica positiva, puede perfectamente quedar a disposición de una fuente de poder  que lo establezca conforme a su particular criterio, y obedecer a unas razones que se encuadren en un parámetro de corrección moral verdadera o encubrir otros motivos. Por ello, un iusnaturalismo de carácter racionalista, generado por la propia sociedad a través del extracto de una serie de principios generales, es mucho más seguro y favorable que aquellas formas de Derecho Natural que vienen determinadas desde fuera, quedando al arbitrio de un tercero, que incluso puede venir investido de poder por su propia naturaleza, como ocurrió con el iusnaturalismo teológico: recordemos que la sociedad a la que se refiere Lovecraft en su obras tiene a estas entidades por dioses, lo que constituye la clave para que una serie de dogmas que provengan de ellas se erijan en el fundamento moral de las normas positivas, estableciéndose así un control definitivo e imperceptible de la realidad social, y llevado así al terror cósmico al mismo interior del funcionamiento de la sociedad. 

“Todas mis historias se basan en la premisa fundamental de que las leyes, intereses y emociones comunes de los seres humanos no tienen validez ni significación en la amplitud del vasto cosmos. (…) Uno debe olvidar que cosas como la vida orgánica, el amor y el odio, y todos los demás atributos locales de una insignificante y efímera raza llamada humanidad, existen en absoluto”.

“A mi parecer no hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro humano de correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros e infinitos, pero no fue concebido que debiéramos llegar muy lejos”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación