Arthur Schopenhauer (1788-1860)
fue un filósofo alemán que concibió la vida y quehacer humanos desde una
perspectiva oscura, desesperanzada y materialista, tomando como base en buena
medida los planteamientos de Thomas Hobbes en cuanto a la consideración del
hombre como un lobo para el hombre (homo
homini lupus). Para Schopenhauer, el hombre es un ser exclusivamente biológico,
dotado de inteligencia (elemento que lo hace diferenciarse de los demás animales),
pero movido por las pasiones o los impulsos, que el autor describió como
“voluntad”. Para materializar la convivencia, el ser humano recurre al
artificio de atemperar su propia voluntad, esto es, refrena los impulsos que le
caracterizan, generando a través de la inteligencia un escenario adecuado para
la vida social, una “representación” que hace viable las relaciones
intersubjetivas y las trata de dignificar por encima de su decepcionante
naturaleza. Estas tesis fueron expuestas en la obra cumbre de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación.
Como puede deducirse, para
este autor cualquier concepto de trascendencia, y por extensión, la metafísica
en su conjunto, o la explicación, externa al ser humano, de su propia realidad,
resulta descartable, a menos que ese razonamiento sea generado voluntariamente
para conseguir una mayor seguridad existencial o bien obtener un centro de
imputación en el que descargar las propias responsabilidades o debilidades
derivadas de no lograr contener a la voluntad desbocada.
El traslado de estos
postulados al campo jurídico se refleja en la consideración de que los
individuos ostentan una serie de derechos subjetivos, iguales para todos, pero
la realidad de la dimensión o extensión de estos derechos sólo depende de su
plano material, de modo que el derecho de propiedad, que se ostenta por todas
las personas, será una entelequia meramente teórica en el pobre y un hecho en
el rico. Al final, la vida humana sigue desarrollándose en el estado de
naturaleza, en el ejercicio del poder y de la fuerza, como factores que en
verdad generan una situación de respeto hacia el otro, más bien infundida por
el miedo que por la valoración de la persona en su dimensión jurídica y ética.
A ello se añade el que este estado de cosas es propio de un individuo (y de una
sociedad) débiles desde un punto de vista del progreso, del desarrollo y
mejora, de tal manera que al formar parte de su naturaleza, el hombre
difícilmente podrá cambiar este destino, siendo consciente de él por su
inteligencia, pero dominado por la voluntad, por lo que debe articular
mecanismos que posibiliten la convivencia y resignarse a depender de algún tipo
de autoridad, dada su radical insuficiencia para superar sus debilidades,
encontrándose como si fuera un permanente menor de edad.
De este modo, los derechos
subjetivos, que Schopenhauer reconoce, quedan confinados en el ámbito de la
teoría, y el Derecho Positivo, el conjunto normativo que rige la vida en
sociedad, es una obra humana constituida sobre una base de desesperanza o de
decepción, pues no de otra forma puede articularse la convivencia que mediante
el sometimiento al imperativo de las normas, que pueden ser en sí mismas
imperfectas. He aquí lo que de trascendente, para Schopenhauer, existe en el
Derecho: el fundamento de la norma positiva, se halla en la incapacidad humana para
regir de forma autosuficiente el destino social, y en el conocimiento de que la
voluntad ejerce un control pleno sobre la persona, siendo precisa la
conformación de un escenario (una representación), con unas reglas de juego, en
el que desarrollar una vida en apariencia pacífica.
“La mayoría de los hombres no son capaces de pensar, sino sólo de creer, y
no son accesibles a la razón, sino sólo a la autoridad”.
Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación