viernes, 1 de noviembre de 2024

William Shakespeare: una justicia atemperada por la equidad

 

William Shakespeare (1563-1616) es, sin duda, uno de los más grandes escritores de la historia de la humanidad. Nacido en la localidad inglesa de Stratford-upon-Avon, su legado en la literatura es inmenso. Si bien comenzó siendo, esencialmente, un dramaturgo, toda su obra tiene tal cantidad de facetas y de posibilidades de abordaje y estudio que hacen de Shakespeare un sabio. No se trata de un autor que tenga por objetivo tanto el adoctrinar o lanzar mensajes moralizantes como el exponer la naturaleza humana, con todas sus luces y sus sombras, con sus contradicciones, a nivel ético e incluso jurídico. Su producción, por ello, también tiene un corte genuinamente filosófico, pues permite al lector abrir una puerta hacia el pensamiento y llegar a su propia conclusión acerca del buen o mal hacer de los personajes, tomar posición en ese debate moral, y ver también cómo la injusticia está presente en las preocupaciones del autor, pues el Derecho no deja de ser una emanación del ser humano, y por ende va a participar de su propia condición, aunque a las normas jurídicas se las pretenda dotar de un carácter aséptico u objetivo: así es en apariencia, pero no podemos discutir el que la realidad de la razón de ser de las leyes -y cada vez con una mayor y más patente constancia- no siempre responde a un interés o bien general, sino a uno muy particular, con efectos que, por su perversidad, así lo ponen de manifiesto.

Debe tenerse en cuenta que el contexto de la vida y obra de Shakespeare es el del tránsito hacia el Estado Moderno, con una auténtica revolución intelectual que tiene sus muestras en el arranque de la idea de la separación entre el poder civil y el eclesiástico, en medio de tensiones lógicas para que esto tuviera efectivamente lugar, con una Inquisición que seguía operando; un giro intelectual progresivo hacia el hombre y no tanto hacia lo divino, surgiendo un concepto de ética y de derecho natural ubicado en la razón, y causa matriz del contrato social para llevar a cabo la convivencia de los pueblos; el nacimiento de un Derecho Internacional Público precisamente inspirado en estos derechos primigenios de base ética, filosófica; y la entrada de un ánimo revolucionario ante la ley injusta por no obedecer, de base, a la motivación de ética pública que la debe inspirar. En definitiva: son tiempos en los que el empuje de la razón se abre paso entre las penumbras del dogma, con las consabidas resistencias del poder, y las obras de Shakespeare así lo reflejan, también, desde luego, en lo que hace a la cuestión de la justicia, algo de especial relevancia para el autor; prácticamente en todas ellas hay un reflejo de la aplicación de la ley y de sus consecuencias, atendiendo a la intención del legislador más allá de las apariencias de objetividad y conjugado con la aplicación de esa norma al caso, que produce resultados que chirrían desde un punto de vista ético, dejando aparte las ambigüedades de los personajes. El paradigma de ello son obras como El mercader de Venecia o Hamlet, pero este asunto de la injusticia subyace como uno de los grandes temas en toda su producción, siendo en este punto coincidente con los genios Miguel de Cervantes o Lope de Vega, en España.

Si hay una cuestión de especial relevancia en lo que hace a lo jurídico en el autor inglés es la concerniente a la equidad. No es una nueva idea, pues la aequitas tiene su origen en el Derecho Romano, pero si Shakespeare lo trae a colación es debido a la necesidad de buscar un elemento que impida que, bien la aplicación de la ley a un caso, o bien la interpretación que de la misma se pueda hacer en particular, lleve a unos efectos manifiestamente injustos, con condenas que incluso puedan suponer la muerte física o civil del justiciable. La equidad es aquí un concepto ético, que debe ser aplicado en el Derecho, y ello por razones no tanto jurídicas como humanas, pues la condición del ser humano tiene sus ambivalencias y sus escalas de grises; no todo es blanco o negro, y según cada supuesto, la ley debe adecuarse y su aplicador debe ponderar todos los derechos existentes y valorar los hechos desde una perspectiva individualizada y adecuada. La justicia no trata de dar a todos lo mismo, sino de dar a cada uno lo que le corresponde. Y esto, si no se atiende a la equidad, puede no tener lugar en el caso de una aplicación en sentido estricto de la ley.

En el juicio de El Mercader de Venecia, o en la historia de Hamlet, Shakespeare nos llama a ver los hechos desde una perspectiva abierta, no limitada a lo estrictamente jurídico, y a entender desde lo humano las razones que, por ejemplo, llevan a Hamlet a tener el sentimiento de venganza por el asesinato de su padre a manos de su tío para hacerse con el poder, y a dudar de lo que es correcto o no lo es, incluso valorando su propio suicidio, teniendo en cuenta la inadecuación y desproporción de los medios en uno y en otro caso para conseguir un fin; o a valorar el reclamo de Shylock a Antonio por prestarle 3.000 ducados y no devolvérselos (una libra de su propia carne, cercana al corazón), que más tarde se vuelve de cumplimiento imposible al no poder derramar la sangre del prestatario y en virtud de ciertas argucias darse la vuelta completamente la situación, en un claro ejemplo de contrato leonino (si empleamos la terminología que nuestra veterana Ley Azcárate, muy atinadamente, estableció y a día de hoy pervive) y por ende injusto.

La visión filosófica y crítica de la ley es, por lo tanto, la única vía auténtica para poder alcanzar la verdadera justicia, y solo con la ética, a través de la equidad aplicada a cada caso, podremos obtener resultados que puedan llamarse justos, lo que lleva a concluir que no todo lo legal es legítimo y que el bien común en muchas ocasiones precisa de la intervención de una ponderación sensata y sana de las circunstancias propias de cada caso, no pudiendo desligar la Filosofía de la teoría y la práctica del Derecho.

 

"No    debemos    hacer    de    la    ley   uno   de   esos   espantajos   que   se   plantan   en   tierra   para   asustar   a   las   aves   de   rapiña;   ni   dejarla   siempre   en    la   misma   actitud   inmóvil,   o   el   hábito   acabará   por   hacer   de  ella   su   percha   y   no   el   objeto   de   su   terror."

“En extrema justicia ninguno de nosotros encontrará salvación.”

"El   cetro   puede   mostrar    bien    la   fuerza   del   poder   temporal,   el   atributo   de   la   majestad,   y   del   respeto   que   hace   temblar   y    temer    a    los    reyes.     Pero    la   clemencia    está   por    encima    de   esa   autoridad    del    cetro;    tiene    su    trono    en    los    corazones    de    los    reyes;    es   un   atributo    de   Dios   mismo,    y   el   poder   terrestre    se    aproxima    tanto    como    es   posible    al   poder    de    Dios   cuando    la    clemencia   atempera    la    justicia". 

“El mismo diablo citará las sagradas escrituras si viene bien a sus propósitos.”

“Toda noche, por larga y sombría que parezca, tiene su amanecer.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación