Francis Drake (1540-1596) fue un pirata inglés
que, gracias a una campaña propagandística enorme del Imperio Británico de
entonces, consiguió pasar a la historia como un vicealmirante de prestigio, con
hazañas en su haber, rivalizando con los grandes (y genuinos) conquistadores
españoles. Desde sus inicios, Drake adquirió práctica como corsario, empezando
a trabajar en su adolescencia en un barco negrero y ocupando zonas portuarias a
cambio de rescates. Llegó a tener una cierta fama, y como quiera que era
inglés, la estrategia sibilina de la política de su tierra comenzó a fabricarle
una imagen positiva, haciendo de la piratería que llevaba a cabo una especie de
marca, una señal emblemática de la fuerza británica, recibiendo nada menos que
la patente de corso (nunca mejor dicho) para campar por sus respetos para mayor
gloria del imperio y siendo nombrado sir.
Se le legitimó en sus formas sobre todo y fundamentalmente para enfrentarse al
verdadero imperio, en el que no se ponía el sol: España, siendo su rey Felipe
II. Drake realizó una vuelta al mundo, tras la anterior gesta en el mismo
sentido de Magallanes y Elcano, pero la suya tuvo una finalidad muy concreta:
el botín, la obtención de riquezas por la fuerza y arrasando para Inglaterra.
Fue azuzado para tratar de causar el mayor daño posible a España, imperio que
era muy envidiado, y así asoló Baiona y Vigo, si bien su suerte cambió más
tarde y finalmente en su encuentro con la Armada Invencible salió derrotado.
Drake fue, literalmente, una creación del poder
para aprovechar su fuerza en favor propio. Una mala imitación, una especie de
plagio retorcido, un reflejo oscuro de los grandes marinos de España. Desde la
perspectiva española, Drake era asimilado con el mal, con un “dragón” que
pretendía destruirlo todo, siendo así que, literariamente, su propio nombre motivó
uno de los poemas épicos más conocidos de Lope de Vega, “La dragontea”, en el que se narran los hechos de la batalla de
España contra una Inglaterra representada por el corsario, su derrota y muerte,
entretejiendo la puesta en valor de la nación española frente al enemigo con
cuestiones de índole incluso religiosa, en términos de lucha entre el bien y el
mal, entre Dios y el diablo.
Más allá de la consideración de las andanzas del
pirata inglés desde un prisma jurídico, en un mundo el suyo en el que el
Derecho Internacional Público nada tenía que ver con lo que en la actualidad se
entiende por tal, siquiera sea formal o nominativamente, pues en la guerra, en
cualquiera de sus manifestaciones, poco respeto existe en la práctica a esos
valores de Derecho Natural que dieron origen a la relación entre estados y
gobiernos con la finalidad de establecer teóricos límites de respeto tanto a la
población como a la configuración institucional de los implicados, ya que en el
conflicto armado, como expresión de derrota del avance de la humanidad, no hay
tratado, acuerdo o convenio que asegure la salvaguarda de bienes jurídicos
esenciales, al margen de fórmulas de teórica protección que no son eficaces,
manteniéndose siempre el parámetro de la fuerza (coloreada de otra manera) como
criterio decantador, la historia de Francis Drake ofrece una moraleja sobre un
aspecto de la imbricación de la ética con el Derecho, desde la perspectiva de
la dignidad o moralidad de la persona designada para un concreto cargo público que
ha de acometer una finalidad o gestión que se pretende redunde en el interés
general.
Drake, un pirata con sombras acreditadas históricamente,
fue presentado por el Imperio Británico como un auténtico paladín de lo
público, una suerte de digno prohombre inglés equiparable a las grandes figuras
de su imperio rival. Se le hizo noble y vicealmirante. No cabe duda de que su
condición de corsario no era compatible, desde la perspectiva de la ética, con
la dignidad de un cargo público que ha de ser ejemplo a todos los niveles; lo
que lleva a concluir que, con tal de que el designado para un fin se preste a
realizar lo que al poder le interesa, resulta irrelevante cualquier reparo de
moralidad, y no habrá consideración, respeto ni limitación alguna para ejecutar
los fines encomendados; será decisión del interesado aceptar o no el cargo,
bajo su propia conciencia y ética, o dejar el mismo, si lo que se pretende
supera los límites que, personalmente, tenga como ser íntegro y de honor.
No siempre el cargo público lo ostentará el
candidato mejor, en lo intelectual y en lo moral, sino el más leal hasta en lo
indigno o lo ilegal, y en tanto al poder que lo designa le sea útil y pueda
aprovecharse de él, encargándose el mismo poder de blanquear su imagen para
llegar a santificar sus hechos en tanto le interesen y pueda beneficiarse de
ellos. Quizá por esta razón los códigos éticos en el ejercicio del cargo
público revisten importancia: pues más allá de la ley, o de la apariencia de
legalidad, están la ética y la categoría personales; triste es, no obstante,
que hayan de existir tales códigos, pues lo que hubiera de surgir de una manera
innata y automática en los designados ha de ser impuesto en normas positivas,
extremo que revela como la condición humana, con el paso de los siglos, sigue
persistiendo en las mismas oscuridades que les son propias.
Francis Drake tenía un lema, en su escudo de
armas, del siguiente tenor: “sic parvis
magna”, esto es: “todo lo grande
tiene pequeños comienzos”, o “desde
lo más pequeño a la grandeza”, en alusión a lo que fueron sus orígenes y su
vida. Una máxima ciertamente motivacional, pero… ¿a qué precio?
Tiempo vendrá que
cante en otra lira
con otro plectro si
lo quiere cielo,
el valor español
que al mundo admira,
con fuerza del amor
del patrio suelo:
que puesto que la
envidia me retira,
no me conocerá
trocado el pelo,
y entonces cantaré
sus alabanzas,
si llegan hasta
allí mis esperanzas.