viernes, 9 de mayo de 2025

León XIII: un pensamiento jurídico para la modernidad

 

El cardenal  italiano Gioacchino Vincenzo Raffaele Luigi Pecci fue papa de la Iglesia Católica entre los años 1878 y 1903 bajo el nombre de León XIII. Se trató, de este modo, uno de los papados más extensos de la historia, y es incuestionable que sus aportaciones de carácter filosófico-jurídico, a las que me quiero referir especialmente, nacieron en respuesta a la situación personal y social de su tiempo, pero, como suele ocurrir con los grandes intelectuales, añadió un aliento preclaro, visionario, en cuestiones que posteriormente acontecerían en el mundo, llegando al tiempo presente.

 

León XIII, como antes he referido, fue un enorme intelectual, un prolífico escritor, que, además de tener que dirigir y resolver todas las complejas intendencias propias de un gobierno, mostró una especial preocupación por la cultura, en todas sus facetas, protegiendo y potenciando las diversas manifestaciones del saber, no exclusivamente teológicas o filosóficas, sino también científicas.

 

Quien escribe estas líneas visualiza a León XIII como un papa que, a la vez que extiende una mano hacia la tradición adelanta la otra hacia el futuro, amoldando el pensamiento clásico a las necesidades sociales, sin que en modo alguno sus postulados puedan considerarse anclados en el pasado o petrificados en un tiempo que ya no nos concierne.

 

Si hay un concepto esencial en sus numerosos escritos y encíclicas es el de la dignidad humana. Algo muy relevante, pues, aunque desde un prisma religioso este valor esencial se base en un componente divino, lo cierto es que se trata de un principio inherente al ser humano, que debe ser respetado por cualquier tipo de poder, ya sea civil o eclesiástico.

 

Conociendo la dimensión intelectual de León XIII y su visión amplia del ser humano, como no podía ser de otra manera, su pensamiento reposa en Santo Tomás de Aquino. Y esto resulta lógico, pues, como es sabido, el tomismo tiene la particularidad muy relevante de conciliar razón y fe, de modo tal que el intelecto, el raciocinio, la sensatez no son una vía estanca que quede reducida a un examen de la realidad tangible, sino un camino posible hacia el entendimiento de lo trascendente, al margen de la revelación.

 

Partiendo de esta premisa, resulta obvio que el papa se pronunciase sobre la cuestión de la dignidad humana en un momento el suyo en el que comenzaban a surgir las consecuencias de la explotación de la clase trabajadora, posicionándose siempre al lado del débil, y clamando por el respeto a su elemental dignidad como ser humano, es decir, por un respeto básico a la persona.

 

Fue, sin duda, una reacción necesaria, revolucionaria entonces, por cuanto suponía la intervención papal en la defensa de los desfavorecidos no solo desde la dimensión teológica, o a nivel meramente teórico; suponía adentrarse en el problema social, bajar al campo de batalla y luchar por un valor superior y configurador de la esencia del ser humano como es su propia dignidad individual, pese a las controversias que pudieran surgir con el poder civil y económico de entonces.

 

Por lo tanto, no es de extrañar que estemos en presencia de un pensador que va más allá de la norma positiva y de su obligatoriedad por el solo hecho formal de existir: si tal norma es una afrenta directa a los primeros principios y valores del ser humano, será meramente un instrumento imperativo y de mando por parte del poder, pero no una genuina ley, que, por esencia y conceptualmente, ha de buscar siempre el bien común, como Santo Tomás de Aquino con acierto la definió.

 

Esto es: León XIII también vinculó necesariamente el ámbito filosófico con el jurídico, para obtener un Derecho pleno y auténtico, no una mera apariencia de lo que pretende pasar por ello sin serlo. Es la unión de Derecho Natural y Derecho Positivo lo que lleva a la ley justa, y, por ende, a la norma que protege verdaderamente la dignidad personal, no solo a título nominativo encubriendo un respaldo a los residuales intereses de ciertos sectores de la sociedad en perjuicio de otros a su servicio.

 

La armonización entre razón y fe, en este papa se dejó ver, por lo tanto, en su concepto de legalidad y de Derecho, pues como aquellas son complementarias, norma escrita y norma ética (en la que viven los principios esenciales de la humanidad) participan de este mismo nexo. La desunión de ambas partes del todo lleva a una situación de opresión social, es decir, a la injusticia.

 

Una mentalidad racional y razonable como esta hizo del papa León XIII un pontífice diplomático, asentado en el diálogo y la negociación pacífica para propiciar los cambios precisos en defensa de la dignidad de todos, y mucho más allá de una perspectiva únicamente religiosa. La encíclica Rerum Novarum es una patente manifestación de ello.

 

León XIII fue un adelantado a su tiempo, como también en su día el propio Santo Tomás de Aquino, y el eco de ambos resuena hoy y lo hará siempre, tal y como San Alberto Magno dijo del santo filósofo cuando le enseñaba.

 

Podemos así entender que el nombre de León XIV, con el que nuestro actual Santo Padre dirigirá la Iglesia Católica, tiene una connotación maravillosa, asumida por alguien inteligente, que conoce el Derecho y la Filosofía, y que no es otra que la protección de la dignidad de todos y la lucha por el desfavorecido, haciendo valer los derechos más importantes que nos configuran como aquello que llamamos humanidad, “sin que el mal prevalezca”.

 

Y, tal vez como mera curiosidad…resulta ser que León era el nombre de un fraile que fue un querido amigo y compañero de San Francisco de Asís.

 

 

“Hay en el espíritu humano muchas fuerzas que permanecen latentes hasta que la ocasión las despierta y aviva.“

 

“El arte de gobernar no es más que la razón y la moral aplicadas al gobierno de las naciones."

 

“¡Ay de los pueblos gobernados por un poder que ha de pensar en la conservación propia! “

 

“No hay filosofía que excuse la falta de sentido común, y llegará a ser mal sabio quien comience por ser insensato.“

 

“Las ideas morales están en nuestro espíritu: en la voluntad que las ama, en el corazón que las siente.”





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


 

jueves, 1 de mayo de 2025

Ernesto Sábato: El túnel, de lo humano a lo jurídico

 

Ernesto Sábato (1911-2011) fue un escritor argentino, físico de formación, ganador, entre otros, del Premio Miguel de Cervantes. Autor prolífico, sus obras tienen un componente filosófico relevante, y, en verdad, oscuro. Ello es así porque Sábato analiza en sus libros la profundidad del ser humano y saca a la luz  los recovecos más tenebrosos de la mente, aquello que negamos que existe, pero que sabemos que late en nosotros, contenido por la educación, la forma, la moral, que evitan el desencadenamiento, por su liberación, de un caos al que realmente nuestra especie está abocada. Se trata de la exposición de la verdad de la condición humana y su fatalismo implícito, de tal modo que los impulsos propios de nuestra naturaleza, en defecto de la contención por la ética, llevan a la destrucción total. Una perspectiva tétrica que se trata con una cierta naturalidad, y que hace del autor un exponente del existencialismo, siendo así que Albert Camus, insigne representante de esta corriente de pensamiento, ensalzó la obra de Sábato y en particular la novela titulada El túnel, a la que me quiero referir específicamente.

 

El túnel es una narración en primera persona del devenir de la mente de un asesino que explica, él mismo, cómo conoció a la que más tarde sería su amante y cómo finalmente acabó con su vida, en un relato de obsesión, de dependencia emocional, de justificación de la malignidad.

 

El protagonista, un pintor, observa en una exposición de sus cuadros que una mujer se fija detenidamente en uno de ellos, y en particular en un detalle de uno de los lienzos. A partir de ese momento el pintor busca a esta mujer de diferentes formas por toda la ciudad hasta que da con ella, comprobando que los dos se parecen mucho, pues la misma inquietud que el artista plasmó en un aspecto de su cuadro, aparentemente contextual o intrascendente pero en verdad de importancia central, fue apreciada por ella, y a través de múltiples conversaciones y encuentros entre ambos, llegaron a profesarse amor, pero un amor destructivo, pues al mismo tiempo actuaban como dos trenes en un rumbo inexorable de colisión: ella guardaba más oscuros que claros en su vida y así se lo advirtió al pintor, diciéndole, pues le conocía bien, al ser tan similares, que si seguía con ella le iba a hacer mucho daño. Y así fue. Se trata de la narración de una mente quebrada, obsesiva, tal vez esquizoide según algunos, y en un momento determinado, liberada de toda atadura moral, lo que le lleva a cometer el asesinato al presuponer un engaño.

 

Desde la perspectiva filosófico-jurídica, El túnel me ofrece dos consideraciones.

 

La primera de ellas, propiamente filosófica, está en que la ética resulta ser un elemento esencial para la convivencia. Abiertamente: no somos capaces de contenernos ni podemos poner freno al destino que conlleva nuestra naturaleza si sobre tales impulsos no priman siempre la razón y los principios y valores de moralidad. Sin este escudo de la ética del que necesariamente nos debemos servir en el marco de la vida en sociedad, o si se prefiere, de una formal educación o de una apariencia de tolerancia, la vida es imposible, porque aflorarían los impulsos primarios, que no son positivos. Es lógico que el movimiento existencialista pusiera en valor a esta novela como referente de su pensamiento, pues, sin cortapisas, muestra la realidad de las reacciones de un ser humano, aunque no guste reconocerlo, y lleva a concluir que, sin ningún tipo de límites, estamos abocados a la nada, a través de un proceso destructivo muy doloroso. Cuando grandes representantes del existencialismo referían que la moral supone un encorsetamiento del ser humano para evitarle el inexorable destino que le espera y es propio de su condición; o cuando también explicaban que el ser humano tiene que luchar contra sí mismo para perfeccionarse y pulir en la medida de lo posible su esencia tan sumamente teñida de claroscuros, en El túnel tenemos reflejada, a través de la literatura, una plasmación práctica de las consecuencias de no hacerlo.

 

La escena de la pareja, cuando ambos se encuentran en una finca fuera de la ciudad, mirando hacia un acantilado, y siente el protagonista que las aguas profundas y negras les llaman, es una clara referencia a la conocida mirada al abismo, que es devuelta por éste.  

 

Si la reflexión anterior se traslada al mundo del Derecho, qué duda cabe que nos encontramos ante una perspectiva de lo jurídico como mecanismo de contención, tan necesario como el de la ética, para evitar esa esencial tendencia hacia la colisión que tanto nos caracteriza, incluso mediando, entre los implicados, el afecto: tal es el poder de nuestra parte oscura. No sería necesaria la imposición, la coerción derivada de las normas jurídicas, si el ser humano tuviera la fortaleza suficiente para vencer a su parte negativa; pero claro está -y tanto la historia como el día a día lo demuestran- que esa faceta es demasiado poderosa, y, en efecto, es necesario un Derecho que nos contenga, de la misma manera que la ética viabiliza las relaciones humanas alejándolas de la destrucción a la que tendemos. Tristemente, esta ética tampoco es suficiente, y por ello hay que acudir a un Derecho que ha de regular todas y cada una de las aristas de la vida humana, sin excepción, como si se tratara de unas cadenas autoimpuestas. Y, así y todo, el caos, como es de ver, nos acompaña y acompañará siempre, cuando recorramos nuestro propio túnel y, en algunos momentos, coincidamos en un cruce de caminos con el devenir de la vida de otros. Llegado ese punto, nuestra esencia, tarde o temprano, aflorará, y precisaremos, incuestionablemente, de la cobertura de la ética y del Derecho.

 

“(…) y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en el que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven fuera, esa vida curiosa y absurda en la que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.”





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación