La figura de Julio Cornelio Sila (138 a.C. – 78
a.C.) no es, ciertamente, tan famosa como la de otros dirigentes de la Roma
antigua, sobre los que mucho se ha escrito. Pero tiene, desde luego, un legado.
No me voy a centrar en las reformas legales de su tiempo (importantes, aunque ceñidas
a sus intenciones) sino en otra cuestión muy aposentada en la condición humana.
Sila fue un militar reconocido, en la época en la que la República empezaba a
agrietarse por múltiples razones, entre ellas la corrupción. Bajo el paraguas
del general Mario empezó su carrera política. Y, como consecuencia de sus
éxitos, en Mario empezó a nacer la envidia, de tal modo que, a base de pequeñas
mezquindades, trató de impedir el ascenso de Sila y, en lugar de reconocerle
sus méritos, maniobraba para privarle de
una gloria a la que Sila aspiraba abiertamente, máxime una persona como él que
tampoco era precisamente un dechado de virtudes, pues su carácter arrogante
encendía a Mario, y a la vez que la envidia de uno crecía, el ánimo vengativo
del otro iba en aumento hasta que la situación se hizo literalmente insostenible.
Mientras Sila guerreaba para mayor gloria de
Roma -y suya-, lo que le valió llegar a la condición de cónsul, e incluso fue
Sila quien consiguió unos éxitos que Mario se adjudicó para sí mismo, éste se alió
en silencio con Cinna y se erigió en un nuevo salvador de Roma, revistiéndose
ambos del título de cónsules para aparentar que su acceso al poder seguía las
reglas establecidas, cuando realmente instauraron una dictadura y comenzaron
una matanza de los partidarios de Sila. Tras una guerra civil, Sila se impuso y
se declaró dictador por tiempo ilimitado, a través de leyes ad hoc que convirtieron a la
dictadura, prevista para situaciones concretas en el tiempo, en una institución
ilimitada.
Llegado Sila al poder empezó su venganza, un
tiempo de indiscutible oscuridad. Si existe una actuación por la que este
personaje se inserta en las páginas de la historia de Roma es por sus proscripciones. Una vez ya revestido
de legitimidad, confirmado por el Senado y con la aparente voluntad de
restaurar la República, Sila no olvidó jamás a quienes actuaron a su espalda
tratando de frenar su ascenso, y elaboró un listado de personas, contrarias a
sus planes, que recibieron, solo por figurar ahí, una anticipada sentencia de
muerte, poniendo precio a sus cabezas, y ejecutándose de forma matemática todo
lo que él quería, que era acabar con los que allí estaban por centenares
relacionados. Si bien Sila también reformó la normativa procesal, con algunas
leyes que sentaron las bases para futuros momentos de la historia, lo cierto es
que vinieron a dar arrope a sus planes de depuración. Sila era una persona muy
difícil, con una doble cara que en ocasiones ni siquiera él mismo podía
disimular, como cuando, con un odio furibundo, decía del joven Julio César que
“en él había muchos Marios”.
Sorprendentemente Sila terminó renunciando a la
dictadura, y se apartó de la vida política para vivir en una finca disfrutando de
placeres mundanos, hasta su muerte. Tal vez así fue porque llegado ese momento ya
no necesitaba continuar en el poder. Se dice que murió de una enfermedad
terrible, prácticamente carcomido, en lo que puede ser, sin duda, una metáfora de
cómo este hombre era en su interior.
Sila llegó al poder con una teórica idea de
restaurar un sistema corrompido; bajo su mandato se aprobaron diversas leyes,
sobre el papel, constructivas y en apariencia no desfavorables, pero,
realmente, incurrió en los mismos vicios que estaban llevando a Roma hacia un
cambio de paradigma, hacia el imperio. Se trataba de un hombre de moral
disoluta, metamórfico según el caso, el momento y las personas, que puso a las
instituciones al servicio de sus propios intereses, y ni olvidó ni perdonó a nadie.
A él se debe el término de ser o estar proscrito, y de su mano nació lo
que, en la actualidad, aunque de forma más eufemística que entonces, se llaman listas negras, en las que se
encuentran aquellos que, en algún momento, o no dieron la cara por quien las
elabora, o no le sirvieron para sus efectos, o bien sí le sirvieron, pero hoy
constituyen una piedra en el zapato de la que hay de deshacerse porque
incordia, incomoda u obstaculiza algunas aspiraciones, sin miramientos ni
reparos.
Viva imagen, pues, de una ética a contrario: funesto destino que
aguarda a una sociedad si quienes carecen de moral en lo personal llegan a
tener poder y su ética pasa de lo privado a lo público, haciendo de las
instituciones y de las leyes una extensión de sus propios males.
Ciertamente: Roma es eterna, en lo bueno…y en lo
malo.
“No hay amigo que alguna vez me hizo favores, y
no hay enemigo que alguna vez me ofendió, a quien yo no le haya devuelto con
creces.”
“Piensan que soy malo, la imagen de la dictadura. Soy lo que el pueblo se
merece. Mañana moriré como todos morimos. ¡Pero te digo que me sucederán otros
peores! Hay una ley más inexorable que todas las leyes hechas por el hombre. Es
la ley de la muerte para las naciones corrompidas, y los esbirros de esa ley ya
se agitan en las entrañas de la historia. ¡Me sucederán otros peores!”
