lunes, 1 de julio de 2024

Sartre: de la autoconstrucción humana a la creación de la ley. Libertad y responsabilidad.

 

Jean-Paul Sartre (1905-1980) fue un insigne filósofo francés cuyas aportaciones en el campo del pensamiento han sido relevantes, y, por supuesto, estas contribuciones tienen su resonancia en la materia jurídica.

No es objeto de estas líneas la consideración de Sartre desde un prisma político, ámbito en el que el pensador transitó, evolucionó en cierta forma, desde unas convicciones iniciales a un final escepticismo respecto de los movimientos de izquierda (lo que, por otra parte, no le ocurrió solamente a él; muchos pensadores atravesaron el mismo camino); o sus sistemáticos rechazos a aceptar los premios que le fueron otorgados, entre ellos el Nobel, precisamente por su condición de filósofo, que él entendía necesariamente marginada de cualquier tipo de influencia, reconocimiento o vanagloria; o algunos posicionamientos sociales del autor que admiten debate; mi reflexión se ubica en el aspecto estrictamente iusfilosófico de su obra.

El autor de El ser y la nada y La nausea centró su línea filosófica en el ser humano como principio y fin de toda realidad. Un humanismo desprendido de connotaciones metafísicas y asentado en lo pragmático. La clave de su pensamiento está en el concepto de construcción de la propia esencia, en la forja de la persona a través de su trabajo intelectual y decisiones propias. No venimos a este mundo con una esencia o personalidad definidas; nuestro ser existe desde el primer momento; pero la esencia de quienes en verdad somos es el fruto de nuestra propia y exclusiva actividad durante la vida. Aquí se patentiza la base racionalista del pensamiento de Sartre, en cuanto que toda persona es un ser pensante y consciente de sí mismo: el “ser para sí”.

Somos, pues, el resultado progresivo de nuestra propia transformación vital, de la madurez derivada de las experiencias y las decisiones. Nadie externamente nos hace; somos nosotros mismos quienes asumimos la responsabilidad de aquello que definitivamente nos configura y diferencia. Este es el verdadero existencialismo: no se trata de una filosofía, en mi opinión, necesariamente oscura, ni se puede asimilar de forma acrítica con el fatalismo: ciertamente, cada uno es el fruto de sus esfuerzos, físicos e intelectuales, de sus decisiones acertadas o desacertadas. Es verdad que Sartre, por coherencia, no creía en una figura divina, pues para él no existía ningún determinismo ni un destino prefijado desde fuera del individuo, ya que el camino se lo construye la propia persona, y, como diría el estoico Marco Aurelio “aquello que se interpone en el camino se convierte en el camino”. Por lo tanto, los principios éticos, los valores y la moral tampoco se originan en una fuente ajena al ser humano, sino que nacen de él, son fruto de su propia razón y de su evolución.

Dados estos fundamentos, es indudable que su traslado al Derecho nos presenta al ordenamiento jurídico como una creación social, humana. Y participando de la propia naturaleza humana como “ser para sí”, la calidad y justicia de las normas que integran ese sistema jurídico será el fruto o la consecuencia -y dependerá- de las decisiones y razones, ponderadas y éticas, o todo lo contrario, del legislador.

Si la ley genera una situación de profunda injusticia, ello es la derivada necesaria de un defecto en la construcción del sistema, de la falta de maduración y de valores auténticos y racionales de quien tiene la responsabilidad del dictado de esa norma.

Surge aquí, precisamente, otro concepto esencial del existencialismo: la libertad. El legislador, como la persona, es libre para tomar sus decisiones, y ello le forjará y le identificará como un bienhechor de la sociedad, al velar por los intereses colectivos, o bien como un dictador encubierto, al emplear el instrumento de la ley en su único beneficio; al igual que cualquier ser humano que no sea especialmente virtuoso y cuyo proceder y decisiones estén fundadas en el puro egoísmo, obrando a impulso de su única conveniencia, aunque el envoltorio, su forma de presentarse, pretenda que sea otra: su carácter y verdaderas intenciones siempre afloran en la realidad y quedan en evidencia, pues toda acción (u omisión) produce un efecto que participa de la misma naturaleza, bondadosa o maligna, de la causa de la que procede, y, como digo, esto es así, aunque la causa se disfrace de algo que no es. Lo mismo ocurre con el legislador y su producción normativa.

La libertad tiene asociada un efecto necesario: la responsabilidad. Si la persona es libre para tomar sus decisiones y esas decisiones individuales, éticamente buenas o malas, marcan su camino y su propia personalidad, también es responsable de hacerse cargo de las consecuencias, favorables o desfavorables, que ello implica. Aquí cristaliza, se materializa, esa ética del individuo: en la asunción de los inexorables resultados de sus hechos, sin lanzárselos a otros o imputarlos al azar.

Si las normas jurídicas resultan ser un completo atropello social, quienes las han dictado son los responsables directos de esos resultados perversos, y lo son desde la perspectiva filosófica, ética. Esos resultados manifiestan quién es el legislador realmente, pues sus hechos definen su esencia. Y aunque jurídicamente el responsable de la elaboración de una ley que propicia el delito no lo es del acto ejecutivo de la misma, respondiendo criminalmente quien se sirve de esa ley injusta para beneficiarse él o beneficiar a terceros, es incuestionable que, junto con ese reproche jurídico-penal, el desvalor moral se ubica en la fuente misma de la creación de la ley, y habla tanto por la ley, como por quien la elabora e incluso por una sociedad que permite la persistencia de tal forma de proceder por parte del legislador.

Puede comprobarse que, incluso desde una tesis filosófica que, de una manera quizá muy simplificada, se ha circunscrito a aspectos fenomenológicos, en el sentido de materiales o externos, ligados a la relación de causa y efecto, entre decisión y resultado, existe un trasfondo ético o de Derecho Natural que permite desenmascarar filosóficamente no solo a personas individualmente consideradas, sino a sociedades, legisladores y gobiernos, calibrando su verdadero nivel de bondad y de justicia, y, por ende, de legitimidad (en términos aristotélicos) de sus normas jurídicas.

 “Depende exclusivamente de ti darle sentido a tu vida.”

 “El hombre está condenado a ser libre, ya que, una vez en el mundo, es responsable de todos sus actos.”

“Al final, yo soy el arquitecto de mi propio ser, mi propio carácter y destino. No sirve de nada aparentar lo que podría haber sido, porque yo soy lo que he hecho, y nada más.”

“Aquello que cada uno de nosotros es, en cada momento de su vida, es la suma de sus elecciones previas. El hombre es lo que decide ser.”

“Lo peor de que te mientan es saber que ni siquiera merecías la verdad.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación