Jean-Paul Sartre (1905-1980) fue un insigne
filósofo francés cuyas aportaciones en el campo del pensamiento han sido relevantes,
y, por supuesto, estas contribuciones tienen su resonancia en la materia
jurídica.
No es objeto de estas líneas la
consideración de Sartre desde un prisma político, ámbito en el que el pensador
transitó, evolucionó en cierta forma, desde unas convicciones iniciales a un
final escepticismo respecto de los movimientos de izquierda (lo que, por otra
parte, no le ocurrió solamente a él; muchos pensadores atravesaron el mismo
camino); o sus sistemáticos rechazos a aceptar los premios que le fueron otorgados,
entre ellos el Nobel, precisamente por su condición de filósofo, que él
entendía necesariamente marginada de cualquier tipo de influencia,
reconocimiento o vanagloria; o algunos posicionamientos sociales del autor que
admiten debate; mi reflexión se ubica en el aspecto estrictamente iusfilosófico
de su obra.
El autor de El ser y la nada y La nausea
centró su línea filosófica en el ser humano como principio
y fin de toda realidad. Un humanismo desprendido de connotaciones metafísicas y asentado en lo pragmático. La clave de su pensamiento está en el concepto de
construcción de la propia esencia, en la forja de la persona a través de su
trabajo intelectual y decisiones propias. No venimos a este mundo con una
esencia o personalidad definidas; nuestro ser existe desde el primer momento;
pero la esencia de quienes en verdad somos es el fruto de nuestra propia y
exclusiva actividad durante la vida. Aquí se patentiza la base racionalista del
pensamiento de Sartre, en cuanto que toda persona es un ser pensante y
consciente de sí mismo: el “ser para sí”.
Somos, pues, el resultado progresivo de
nuestra propia transformación vital, de la madurez derivada de las experiencias
y las decisiones. Nadie externamente nos hace; somos nosotros mismos quienes
asumimos la responsabilidad de aquello que definitivamente nos configura y
diferencia. Este es el verdadero existencialismo:
no se trata de una filosofía, en mi opinión, necesariamente oscura, ni se puede
asimilar de forma acrítica con el fatalismo: ciertamente, cada uno es el fruto
de sus esfuerzos, físicos e intelectuales, de sus decisiones acertadas o desacertadas.
Es verdad que Sartre, por coherencia, no creía en una figura divina, pues para
él no existía ningún determinismo ni un destino prefijado desde fuera del
individuo, ya que el camino se lo construye la propia persona, y, como diría el
estoico Marco Aurelio “aquello que se
interpone en el camino se convierte en el camino”. Por lo tanto, los
principios éticos, los valores y la moral tampoco se originan en una fuente
ajena al ser humano, sino que nacen de él, son fruto de su propia razón y de su
evolución.
Dados estos fundamentos, es indudable que su
traslado al Derecho nos presenta al ordenamiento jurídico como una creación
social, humana. Y participando de la propia naturaleza humana como “ser para
sí”, la calidad y justicia de las normas que integran ese sistema jurídico será
el fruto o la consecuencia -y dependerá- de las decisiones y razones, ponderadas y éticas, o todo lo contrario, del
legislador.
Si la ley genera una situación de profunda
injusticia, ello es la derivada necesaria de un defecto en la construcción
del sistema, de la falta de maduración y de valores auténticos y racionales de
quien tiene la responsabilidad del dictado de esa norma.
Surge aquí, precisamente, otro concepto esencial del existencialismo: la libertad. El legislador, como la persona, es libre para tomar sus decisiones, y ello le forjará y le identificará como un bienhechor de la sociedad, al velar por los intereses colectivos, o bien como un dictador encubierto, al emplear el instrumento de la ley en su único beneficio; al igual que cualquier ser humano que no sea especialmente virtuoso y cuyo proceder y decisiones estén fundadas en el puro egoísmo, obrando a impulso de su única conveniencia, aunque el envoltorio, su forma de presentarse, pretenda que sea otra: su carácter y verdaderas intenciones siempre afloran en la realidad y quedan en evidencia, pues toda acción (u omisión) produce un efecto que participa de la misma naturaleza, bondadosa o maligna, de la causa de la que procede, y, como digo, esto es así, aunque la causa se disfrace de algo que no es. Lo mismo ocurre con el legislador y su producción normativa.
La libertad tiene asociada un efecto
necesario: la responsabilidad. Si la persona es libre para tomar sus decisiones
y esas decisiones individuales, éticamente buenas o malas, marcan su camino y su propia personalidad, también es
responsable de hacerse cargo de las consecuencias, favorables o desfavorables,
que ello implica. Aquí cristaliza, se materializa, esa ética del individuo: en la asunción de los inexorables resultados de sus hechos, sin lanzárselos a otros o imputarlos al azar.
Si las normas jurídicas resultan ser un
completo atropello social, quienes las han dictado son los responsables
directos de esos resultados perversos, y lo son desde la perspectiva
filosófica, ética. Esos resultados manifiestan quién es el legislador realmente,
pues sus hechos definen su esencia. Y aunque jurídicamente el responsable de la
elaboración de una ley que propicia el delito no lo es del acto ejecutivo de la
misma, respondiendo criminalmente quien se sirve de esa ley injusta para
beneficiarse él o beneficiar a terceros, es incuestionable que, junto con ese
reproche jurídico-penal, el desvalor moral se ubica en la fuente misma de la
creación de la ley, y habla tanto por la ley, como por quien la elabora e
incluso por una sociedad que permite la persistencia de tal forma de proceder
por parte del legislador.
Puede comprobarse que, incluso desde una
tesis filosófica que, de una manera quizá muy simplificada, se ha circunscrito
a aspectos fenomenológicos, en el sentido de materiales o externos, ligados a
la relación de causa y efecto, entre decisión y resultado, existe un trasfondo
ético o de Derecho Natural que permite desenmascarar filosóficamente no solo a personas individualmente consideradas, sino a
sociedades, legisladores y gobiernos, calibrando su verdadero nivel de bondad y
de justicia, y, por ende, de legitimidad (en términos aristotélicos) de sus
normas jurídicas.
“El hombre está condenado a ser libre, ya que,
una vez en el mundo, es responsable de todos sus actos.”
“Al final, yo soy el
arquitecto de mi propio ser, mi propio carácter y destino. No sirve de nada
aparentar lo que podría haber sido, porque yo soy lo que he hecho, y nada más.”
“Aquello que cada uno
de nosotros es, en cada momento de su vida, es la suma de sus elecciones
previas. El hombre es lo que decide ser.”
“Lo peor de que te
mientan es saber que ni siquiera merecías la verdad.”
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