Apio Claudio, apodado “El Ciego” (340 a.C. – 243 a.C.) por haber perdido la
vista en su vejez, o “El Censor” por uno de los cargos que más
representativamente asumió, fue un político, escritor y orador romano de la
época de la República. En muchos aspectos fue un pionero, tal vez un tanto
soterrado en la historia por la sucesión posterior de insignes figuras que
adquirieron una mayor fama con los años y los siglos, si bien su nombre y obra
a través incluso de quienes le siguieron en el devenir de los tiempos fue
puesta en valor.
Apio Claudio tuvo una carrera meteórica en el ámbito político romano,
atravesando el cursus honorum
prácticamente en su integridad (edil, senador, cónsul, dictador, interrex, y
por supuesto, censor). Su idea fue integrar en el Senado a las clases que se
consideraban inferiores, entre ellas a los libertos, y a través de su cargo de
censor, al confeccionar las listas al Senado, obtener la vía de acceso al mismo
de estas clases, lo que generó cierto escándalo entre los patricios, esto es, el estatus nobiliario, dando muestras Apio Claudio de fuerte personalidad al no
doblegarse ante las presiones políticas para que dimitiera. Al contrario, su
plan era que las clases sociales a las que él les abría las puertas le alzasen
en su carrera, cosa que consiguió.
Esta inteligencia política también la trasladó al ámbito militar,
obteniendo éxitos notables, y en materia de obras públicas, acometió la
construcción de importantes infraestructuras, como la Vía Appia, o el primer
acueducto de Roma.
Gran orador, cuyas palabras fueron ensalzadas por Cicerón, en la materia
jurídica sus contribuciones fueron esenciales. A un nivel teórico, Apio Claudio
es el autor del que puede considerarse uno de los primeros tratados de Derecho,
despojando de su exclusividad a quienes hasta entonces en Roma manejaban los
asuntos jurídicos, los pontifex. Así,
escribió una obra sobre la interrupción de la prescripción adquisitiva o
usucapión, titulada De usurpationibus,
y redactó las Legis Actiones, esto
es, las normas procesales de la época, en su afán de hacer los asuntos
jurídicos más próximos al pueblo, para que se pudiera contar con algún tipo de
manual que diera las pautas para saber cómo dirigirse al poder impetrando la
acción de la justicia. En este afán de aproximación de la justicia a todos,
Apio Claudio creó un calendario de “días hábiles” para conocer cuándo, qué días
concretos, se administraba justicia. En fin, estamos ante la semilla de lo que
hoy llamamos seguridad jurídica.
Hay una faceta de su personalidad a la que me quiero referir en especial.
Como ocurre con los grandes intelectuales, su genialidad no estaba limitada a un
solo plano del conocimiento, sino que nos encontramos ante un hombre
polifacético, pues, más allá de lo político, lo jurídico o lo militar, Apio
Claudio fue también escritor y moralista, siendo así un nuevo ejemplo de jurista
pleno: aquel que no puede entender el Derecho al margen de la ética, al formar
un todo unitario.
Escribió, en formato de aforismos, una serie de sententiae en las que trasladaba brevemente sus pensamientos sobre
la vida, la libertad y la responsabilidad. Entre ellos para mí tiene una
significativa importancia el siguiente: “faber est suae quisque fortunae”, es decir: “cada uno hace su propia fortuna”.
Es importante que Apio Claudio ya refiera
en su época, como realidad irrefutable, que, según como cada uno actúe y se
comporte en la vida, así tendrá los resultados que merezca. No dependerá de los
hados ni de los dioses, sino del proceder y de la actitud personales. La
pérdida de oportunidades, el alejamiento definitivo de personas, serán la
consecuencia de los actos o de las omisiones propias, de la pasividad o del
silencio voluntarios.
Para el Derecho, esta primacía de la
voluntad y no de lo aleatorio es esencial, pues de aquí se derivan la
culpabilidad en el ámbito penal o los efectos en los negocios y relaciones
jurídicas en lo civil; siendo de estricta justicia el que cada uno reciba lo
suyo, conforme a lo que merezca y haya hecho, como Ulpiano estableció dando
lugar a una de las máximas nucleares de la ciencia jurídica.
Desde la Filosofía, la capacidad para
hacerse responsable de los propios actos ha sido uno de los pilares maestros
para alcanzar una concepción verdadera del ser humano, independiente de fuerzas
superiores a las que atribuirles las negativas consecuencias de su mal hacer.
El reconocimiento de los efectos de los propios actos define al superhombre,
asumiendo que la libertad implica responsabilidad y consecuencias en la propia
vida, en el entorno y también genera una lógica respuesta en el semejante.
Una relevante tesis de Apio Claudio que ha
tenido su eco incluso en la literatura universal, pues Miguel de Cervantes llevó esta
enseñanza al Quijote: Alonso Quijano replicó a Sancho, cuando éste le decía que la fortuna
era una mujer que, se comentaba, tenia un proceder muy caprichoso y que, por motivos desconocidos e incontrolables, actuaba de una forma diferente dependiendo de la situación, que eso no era así, que no se
equivocase, pues cada uno de nosotros, según se comporte, forja su propia suerte, su propio
destino, su propia aventura vital.
"Apio, irguiéndose de inmediato, dijo: Hasta aquí romanos,
soportaba penosamente la suerte de mis ojos, pero ahora me duele no ser sordo
además de ciego y escuchar en cambio vuestros vergonzosos decretos y
resoluciones que demuelen la gloria de Roma. ¿Dónde está pues aquel renombre
vuestro, susurrado constantemente a todos los hombres?”