lunes, 23 de diciembre de 2024

Mi esperado regreso

                                                                                          Nadie se ilumina imaginando figuras de luz,

sino haciendo consciente su oscuridad.

Carl Gustav Jung

   I                                                                           

Los albores del siglo XXI no fueron especialmente brillantes para la humanidad. De hecho, las dos primeras décadas de la centuria parecieron retrotraer a épocas ya superadas.
La pobreza en determinados sectores de la sociedad a escala mundial; la palpitante tensión entre estados por motivaciones económicas; el estallido de guerras de una lamentable fuerza expansiva; la entronización de internet y de las inteligencias artificiales, que vieron como su rol de medio se cambió por el de ser un fin en sí mismas, y unos dirigentes políticos que primaban sus propios intereses sobre los de los pueblos que regían, llevaron a la población a un punto de profunda desesperanza. La ética había desaparecido. Era perfectamente posible hablar de un estado depresivo generalizado. Y a ello se unió un elemento que vino a rematar aquella situación: una crisis pandémica como no se recordaba desde hacía muchísimos años que obligó al aislamiento y, para algunos, literalmente, a perder todo contacto con semejantes, hasta con sus propias familias, en una reclusión personal que tiñó de sombra aquellos días infames.
En el año 20 de ese siglo, algunas personas tuvieron la fortuna de compartir confinamiento con sus allegados y, dada la situación existente, fue un momento propicio para hablar con más detalle y tiempo de los habituales. Entre estas personas se encontraba Sara, una mujer ya en sus cuarenta años que vivía con su padre, viudo, en un piso de una provincia del norte de España.
La relación que mantenían ambos era muy buena desde siempre. Pero, ciertamente, había cosas que, quizá por no haber tenido la ocasión o por haberle dado más importancia a lo cotidiano o a los problemas del día a día, no habían tratado en profundidad, y ello a pesar de que Sara tenía desde niña mucha curiosidad por preguntarle a su padre. Una de las cuestiones que más le interesaba saber era sobre sus ascendientes, en especial sobre su bisabuela. Esto es, la abuela de su padre, a quien no pudo conocer en vida y de la que solo tenía referencias muy difusas por lo que, de puntillas, alguna vez su padre le había dicho sobre ella, aparte de haber visto ciertas –pocas– fotografías. Su padre era bastante reacio a hablar, descendiendo al detalle, sobre quién fue su propia abuela, como si no quisiera entrar en pormenores con su hija sobre sus vicisitudes vitales, incluso sobre por qué y cuándo había fallecido.
Sara sí sabía que su bisabuela se llamaba Ofelia; que, para la época en la que había vivido, entre finales del siglo XIX y principios del XX, había sido una mujer muy avanzada, puesto que era médico –de las primeras mujeres que habían estudiado una carrera universitaria entonces, y además tan difícil y vocacional–, que había trabajado como doctora rural en ciertas comarcas de Galicia y que era una persona dotada de una gran filantropía, muy inquieta intelectualmente, al haber escrito varios libros –en los que, de forma tan crítica como ácida, arremetía contra el poder de su tiempo, al que consideraba el responsable de las grandes guerras y penurias que sufría el mundo en el que vivía– y, sobre todo, que había viajado mucho por Europa.
Pero más allá de estas referencias generales, al preguntar a su padre cuándo había fallecido la bisabuela y la causa, no le respondía con claridad y lo único que le decía era que su bisabuela fue una persona de mucho carácter, muy suya, y que él creía que había muerto en el curso de alguno de los viajes que solía hacer al extranjero, porque no recordaba haber acudido de niño a su entierro. La familia conservaba un pazo en Galicia, en el que Ofelia vivió y realizó su trabajo como médico, hasta que nunca más volvieron a saber de ella, suponiendo que dejó este mundo en alguno de aquellos viajes habituales que hacía.
Lo cierto fue que a Sara esa explicación que le dio su padre sobre el destino de Ofelia le resultó extraña. Y, con ello, le surgió una necesidad enorme de ir al pazo que la familia de su padre conservaba y cuidaba en Galicia. No había ido habitualmente allí, pues, de más joven, sus padres no solían veranear en el interior de Galicia, donde se ubicaba la casa, sino que iban a la zona de la costa de la provincia de Pontevedra, sin pasar por allí, por la razón de «aprovechar más el tiempo en la playa y disfrutar del mar». De modo que Sara se comprometió a visitar aquel pazo cuando la pandemia que les mantenía encerrados pasara a ser un mal recuerdo.
 
                                                                    II
 
Llegó el año 2022. Aquella calamidad que había confinado a la población durante meses cedió para convertirse en algo con lo que convivir de una manera más flexible, y de este modo la vida había empezado a normalizarse.
Sara, durante esos años, había perdido a su padre. De tal manera que ella ya vivía sola en el piso que entonces compartían y era libre para poder ir a donde estimara oportuno, por lo que aquella inquietud (que se había mantenido invariable en ella) por visitar el pazo gallego en el que su bisabuela Ofelia había vivido, ahora por fin iba a materializarse. Y de ese modo, por sí misma, tal vez podría conocer más a su bisabuela, por la que sentía tanta curiosidad como admiración.
En el mes de agosto planificó viajar a aquella zona interior de Galicia, y como para acceder a la ubicación del pazo era imprescindible hacerlo por carretera, pues el inmueble estaba radicado en un monte, en buena medida separado de las aldeas que lo rodeaban, y había comprobado que a través de alguna vía secundaria se podía llegar, al no tener coche, llamó a su amigo Luis, a quien conocía desde la niñez, y le pidió que fuera con ella en su vehículo a pasar un fin de semana de verano. Pues, aparte de explicarle que quería investigar in situ los orígenes de su familia, también aprovecharían los dos para tener un par de días tranquilos en un lugar distinto. Luis aceptó encantado la invitación de su amiga y ambos prepararon algo de equipaje, saliendo un viernes por la tarde hacia su destino.
Durante el viaje, Sara le explicó a Luis, mientras este conducía, que desde siempre había querido conocer más profundamente la vida de su bisabuela, de la que, por lo poco que le había contado su padre, tenía una perspectiva bastante idealizada, pensando en ella como una gran intelectual de su tiempo y, además, dotada de una especial generosidad dada su vocación médica y su entrega al cuidado de los habitantes de la comarca gallega en la que vivió. Sin embargo, le sorprendía mucho que su padre no le dijera cómo había muerto ni que él mismo lo supiera. Por eso, la mejor forma de poder saber algo más era estar en el sitio en el que su querida Ofelia había pasado sus días.
No tuvieron problemas durante el viaje mientras fueron por la autopista, si bien al llegar al primer núcleo urbano tuvieron que empezar a transitar por vías secundarias y finalmente por un camino rural, en pendiente y mal asfaltado, por el que apenas entraba el coche, y que lindaba con un precipicio en cuyo fondo se veía discurrir el río Sil y algunas poblaciones como pequeñísimos puntos de luz, pues estaba ya anocheciendo. El camino rural tampoco estaba bien iluminado; por lo que pudieron intuir ambos, se destinaba al paso de ganado durante el día, o al paseo de los aldeanos de la zona, pero no estaba habilitado realmente para el tráfico rodado. Además, daba la sensación de no estar muy transitado, pues lo cierto es que se trataba de un paso con peligro de desprendimiento y ciertamente estrecho, con abundante maleza por el flanco opuesto al precipicio y al que Luis se tenía arrimar mucho con el coche mientras iban ascendiendo por el monte.
Sobre las nueve de la tarde/noche pudieron ver al final del camino el pazo de Ofelia. Emergía entre los frondosos árboles y el sonido de las aves, de una forma imponente. Se trataba de una magnifica construcción de piedra, muy propia de Galicia, dotada de dos plantas y de una torre aledaña en la que destacaba un escudo heráldico, por lo que Sara supo entonces que su familia incluso había tenido antepasados nobles.
Accedieron a través de la entrada al edificio desde el camino a un patio, en el que había una fuente labrada de piedra de la que no brotaba el agua, parecía que desde hacía mucho tiempo, y Luis estacionó allí el coche, bajando ambos del mismo y empezando a caminar por aquel patio. Había mucha vegetación que crecía allí de forma libre y que había tomado incluso zonas del inmueble a través de los muros de la fachada. A Sara su padre le había dicho que la familia se estaba encargando del cuidado del pazo, pero, a priori, no se lo parecía. Más bien estaba en una situación de abandono.
Cuando Sara y Luis se aproximaron al portón de entrada del pazo, se sorprendieron al comprobar que, si bien externamente parecía que estaba sin cuidar o que nadie había ido por allí desde hacía años, en la puerta no había un mero cierre con llave normal (Sara tenía unas llaves que su padre guardaba en casa), sino que estaba cruzada con varias cadenas y tenía un candado de grandes dimensiones, de apariencia antigua, sobre el que se sobreponía otro que parecía que alguien había puesto recientemente. Además, miraron hacia los lados y hacia las ventanas de arriba y vieron que estaban aseguradas con maderas, pero desde dentro del propio edificio.
Lo que pensaron entonces, por lógica, fue que la familia de Sara se había encargado no tanto de cuidar el inmueble como de asegurar que no hubiera ninguna ocupación por terceros de aquel lugar, lo que podía tener su justificación, pese a que el pazo no estaba precisamente en un lugar accesible.
Sara le dijo a Luis que tenían que entrar en el pazo, pues para eso estaba ella allí, y que le ayudase a abrir el portón rompiendo aquellos dos candados enormes que estaban puestos y que le impedían utilizar la llave. Luis fue al coche y del maletero sacó una herramienta que llevaba para cambiar las ruedas del vehículo e intentar con él forzar aquellos dos grandes cierres. Después de aplicar mucha fuerza y de varios golpes, Luis consiguió que los dos cierres cayeran, quitó las cadenas y Sara pudo meter la llave en la cerradura.
Una vez dentro del inmueble y con unas linternas encendidas, pues allí no había electricidad, lo que vieron fue una especie de situación congelada en el tiempo: todo en aquella casa había quedado como seguramente Ofelia lo dejó cuando emprendió aquel viaje del que nunca volvió. En la primera planta había un amplio comedor con muebles de madera de nogal repletos de libros sobre medicina, filosofía, literatura e historia. El comedor estaba presidido en la pared frontal por un retrato de grandes dimensiones de una mujer alta, de pie, de rasgos bonitos, amplia melena de color negro y mirada tan serena como profunda, que apoyaba una de sus manos en un cráneo humano y en la otra portaba un libro. Sara la identificó inmediatamente, era Ofelia. Y así lo hizo, no solo por ver que se trataba del clásico retrato de un médico de su época, sino porque entre ellas se notaba el nexo familiar. Eran dos gotas de agua. Luis estaba admirado por el parecido que guardaban ambas. 
En la pared de enfrente de aquel retrato había un cuadro muy llamativo de un castillo. En un primer momento Sara pensó que era un óleo del propio pazo, puesto que no podía verlo con claridad, pero más tarde se dio cuenta que no era así. Debajo de ese cuadro había una estantería con más libros, pero exclusivamente sobre la temática de viajes y de geografía, y con un predominio muy notable de los referentes a los países del este de Europa, destacando entre todos la gran cantidad de volúmenes sobre Rumanía y Transilvania. Era algo que cuadraba con lo que Sara sabía: su bisabuela fue muy viajera. Le pidió a Luis que iluminase con su linterna aquel cuadro del castillo para intentar ver mejor de qué se trataba. Con más luz sobre el óleo, comprobaron que era una pintura del célebre castillo transilvano de Bran. Además, ambos se dieron cuenta de otra cuestión: ese cuadro estaba puesto sobre una pared que no era del mismo tipo de piedra que la del resto del pazo. Parecía un falso muro, como una especie de puerta cegada que se había disimulado externamente al poner allí la estantería y el propio cuadro.
Sara y Luis siguieron recorriendo el interior del pazo, que estaba en un completo silencio. El resto de las habitaciones del inmueble se encontraban en un estado de conservación equivalente al del gran comedor. Había un dormitorio, un laboratorio en el que seguramente Ofelia estudiaba y atendía a los pacientes, una cocina con abundante menaje, dos aseos (algo peculiar para el momento en el que Ofelia vivió, pero que encajaba perfectamente con la condición de sanitario que la bisabuela tenía) y otras estancias. En definitiva, se trataba de una casa muy recogida, muy cuidada y elegante, fiel reflejo de la personalidad de su dueña.
Eran las once y media de la noche. Sara y Luis decidieron, dada la problemática para volver por aquel lugar bastante intransitable a alguna de las aldeas más o menos cercanas, quedarse allí a pasar la noche y sacaron algo para cenar y unos sacos de dormir, ubicándose en el propio comedor, que era la zona más amplia de todo el inmueble. Una vez que apagaron las luces de las linternas y empezaron a quedarse dormidos, el silencio que hasta entonces había cubierto su anterior transitar por las habitaciones se quebró.
 
                                                                    III
 
En la oscuridad, Sara y Luis empezaron a escuchar unos fuertes golpes que, como llamadas, resonaban en todo el gran comedor. En un primer momento no supieron localizar el origen del sonido, pero tenían claro que no podía obedecer a ninguna causa a priori explicable, pues el pazo, por una parte, estaba completamente aislado en un monte, de modo que nadie cercano podía estar produciendo esos ruidos desde fuera del edificio; y por otro lado, los muros de piedra del inmueble imposibilitaban la producción de un sonido como el que estaban oyendo, aparte de que, al no contar con suministro de agua ni de ningún tipo, difícilmente podía atribuirse el sonido a viejas cañerías o ser fruto de la dilatación de algún elemento físico. Ambos se levantaron y empezaron a dar vueltas en la habitación para intentar localizar el lugar preciso del que procedían los golpes. De inmediato, Sara se detuvo frente a la pared en la que estaba el cuadro del castillo de Bran y puso su cabeza pegada al muro. Aquello venía de ahí y, además, quedaba claro que detrás de ese muro había algo, ya que sonaba hueco. Instantáneamente le dijo a Luis que buscase alguna herramienta que le permitiera abrir un espacio en aquella pared, porque claramente detrás de ella había algo más.
Luis fue a una de las habitaciones de la casa, dedicada a los empleados de servicio, en la que antes había visto algún efecto de trabajo y labranza, y cogió una pala y un martillo de grandes dimensiones. Ente los dos separaron la librería y descolgaron el cuadro. Los golpes seguían, entretanto, escuchándose, hasta que Luis dio el primer martillazo contra la pared. El muro empezó a ceder con facilidad. Luis siguió demoliendo aquella pared, alternando el martillo y la pala para separar los escombros, y lo hizo hasta obtener un agujero amplio por el que los dos pudieron mirar hacia el interior. Vieron unas escaleras muy pronunciadas hacia abajo, que probablemente llevarían al sótano del pazo. Con miedo, los dos atravesaron aquella oquedad y se dispusieron a bajar cuidadosamente por las empinadas escaleras, provistos de sus linternas.
Al llegar al final de las mismas, se encontraron con una puerta de madera maciza en la que había pintado un pentagrama invertido. Entre los dos empujaron aquella puerta que, poco a poco, se fue abriendo. Y accedieron a través de ella.
En el interior de aquella estancia, solo iluminada por la luz de las linternas de Sara y Luis, empezaron a ver una gran cantidad de estanterías con libros hasta el techo, que cubrían las cuatro paredes del lugar, y en su centro, una mesa alargada que, por las penumbras que envolvían la habitación, no podían distinguir completamente hasta el final. Sara se acercó a una de las estanterías y comprobó que la temática de aquellos libros era la alquimia, la magia negra y el contacto con seres de otros planos. Estaba ante una fabulosa biblioteca de temática esotérica. De pronto, los golpes volvieron a oírse, y procedían del final de aquella enorme mesa que no podía verse desde la entrada de la habitación.
Sara empezó a acercarse lentamente hasta la presidencia de la mesa. Luis permanecía en la puerta. A medida que se iba aproximando, sus ojos empezaron a percibir que alguien estaba sentado allí. Cuando finalmente llegó a aquel extremo de la mesa, Sara comprobó horrorizada que se encontraba ante el cadáver de una mujer de larga cabellera negra, cuyos ojos ya carentes de vida miraban desafiantes hacia la puerta de entrada. Era Ofelia.
Ante los gritos de Sara, Luis se acercó corriendo hasta donde ella estaba y, al ver aquella tétrica escena, perdió el conocimiento y cayó desmayado.
Ofelia tenía en sus ahora huesudas manos un papel escrito de lo que parecía su puño y letra. Sara, con una mezcla de terror y de respeto, lo cogió y empezó a leerlo:
 
Querida Sara:
Te sorprenderá que te llame por tu nombre. Te conozco desde que naciste. He estado muy pendiente de ti desde que estás en el mundo de los vivos. Por fin has venido. Siempre he propiciado que tu mente no me olvidase, que tuvieras una curiosidad creciente por saber qué me ocurrió. Todo lo que te dijeron sobre mí no era incierto, pero la verdad completa es solo mía y ahora también tuya. Mis viajes al este de Europa estaban motivados por la búsqueda de una solución definitiva a todos los males de este mundo. Mientras estuve viva me apoyé en la medicina para cuidar y salvar a todos los vecinos que pude de esta tierra. Pero era consciente de que la raíz del mal estaba ubicada en ciertos lugares y sujetos. Sara, no soportaba más que mis queridos vecinos murieran en mis brazos porque los gobiernos no fueran capaces de suministrarme la medicación que les pedía; no soportaba más ver la muerte injusta de tantas buenas personas en las guerras que viví: las dos grandes mundiales y la atroz civil que se cebó con nosotros. No soportaba más la mentira ni el cinismo. Este mal radicado en el poder que, en vez de velar por la paz y el bien de los ciudadanos, busca solo su propio beneficio, debe ser erradicado como un cáncer. La humanidad no se merece esto. En mis viajes, encontré la vía de sanar a este mundo, y la traje aquí conmigo. He sido su guardiana y custodia. Mi vida bien merece este sacrificio. Sobre la mesa está un vestigio, para mí una reliquia, que obtuve en Transilvania, de un dirigente que lo hizo todo por su pueblo y que ha pasado a la historia por ello, pese a las calumnias del poder. Él abrirá las puertas a una nueva era. Por eso estás aquí. Tú eres la esperanza de este mundo, y el volverá de tu mano.
Vlad vulgo Dracula dicitur Wayvoda Wallachiae.
Con amor, tu bisabuela Ofelia.
 
Sara terminó de leer la carta y, tras pronunciar su última frase, desde el centro de la mesa en la que se encontraba un pequeño frasco con un líquido de color rojizo, comenzó a emanar un denso humo que se dirigió hacia el cuerpo inerte de Luis y penetró en él a través de su boca y fosas nasales. De forma inmediata, Luis se incorporó rodeado de oscuridad y Sara pudo intuir que aquel que tenía a pocos metros ya no era su amigo.
Frente a ella, progresivamente, con un caminar lento, apareció un hombre alto, elegantemente vestido con un regio ropaje de una época muy remota, de pelo negro con mechones canosos en los lados, cuidada barba, atractivo y poderoso, de una mirada enrojecida por la cólera, dotado de una personalidad fortísima forjada en el dolor y en la experiencia, que le dijo lo siguiente:

—Hace siglos que fallecí. En mis tiempos fui uno de los regentes del este de Europa más temidos y respetados. Mis métodos exudaban una rabia sin límites. Disfrutaba contemplando el dolor de los enemigos desde la torre del castillo de Bran, en el que residía con ocasión de mis campañas contra los invasores.
»Me habéis llamado de múltiples formas. Gracias a vosotros seré por siempre el «Empalador» y el «Dragón». Y cierto es que tales denominaciones no son desacertadas, no. En efecto: yo soy oscuridad, soy sombra.
»No he estado físicamente entre vosotros, pero nada me impidió ser testigo del proceder del ser humano en los siglos que tras mis tiempos se han venido sucediendo. Soy capaz de observaros y de valorar lo que estáis haciendo. Estoy perfectamente legitimado para enjuiciar vuestra conducta… Al fin y al cabo, vosotros también lo hacéis conmigo.
»La lucha por el poder, las sanguinarias guerras que propiciáis, la opresión del débil, la rotunda falsedad en vuestros quehaceres, una falsedad, sí, que sustenta como un pilar maestro los viles actos que efectuáis sin misericordia… ¡Qué gran tributo me rendís!
»Os atrevéis a calificarme de cruel en virtud de mis cometidos. Vuestro día a día, a pequeña y a gran escala, está guiado por un gélido fundamento, un principio de todo al que ya se refirió Dante, ese visionario que transitó los sórdidos emplazamientos del infierno en un relato al que llamó Divina Comedia. El más profundo de los lugares del inframundo no está azotado por el fuego atemporal. No es sitio de azufre y llamas. Es un lugar helado. En él se siente un frío eterno. Es el círculo de la traición, y os está dominando por completo.
»Veo y siento la frialdad que caracteriza las situaciones cotidianas de la vida. No obedecéis a lealtad alguna, no existe la fidelidad. El mundo se ha vuelto un lugar desconfiado, aunque cínicamente aseguréis lo contrario.
»En mi época, pese a ser un regente muy temido, se sabía que aquel que se opusiera a mí y en consecuencia a los intereses de mi pueblo, recibiría el castigo correspondiente, mas en mi proceder existía cierta honestidad. No actuaba de una manera contraria a mi pensamiento ni nada escondía. De hecho, en mi tierra se me considera un héroe nacional.
»Por eso, no puedo permitir la funesta deriva que estoy contemplando. Es preciso que haga algo, pues todo mal ha de tener un límite. No puedo consentir un mal superior al mío. No toleraré que la traición y la falta de honestidad y de principios se adueñen de la humanidad.
»Hoy, a la caída del sol, el reloj que marca el tiempo de guerra e injusticia que se ha cernido sobre el mundo se detendrá. El imperio de la falsedad y de la traición toca a su fin. Mi castillo me espera. Vuelvo a casa. El Dragón se hará sentir de nuevo. 
Y dicho lo anterior, aquel imponente ser emitió un poderoso grito y, descomponiéndose en una enorme bandada de murciélagos, abandonó la estancia a gran velocidad, atravesando la puerta, las escaleras y el pazo, y puso rumbo hacia el horizonte bajo la fría luz de la luna.
En ese momento, el techo de aquella habitación empezó a ceder, como si la razón de ser de la estancia hubiera desaparecido, y la puerta se cerró herméticamente. Aunque Sara intentó abrirla de forma desesperada, no pudo hacerlo. Así que, sin otra alternativa, se sentó al lado de los restos de su bisabuela y las dos se quedaron juntas para siempre.

                                                           EPÍLOGO 

La humanidad, tras aquel día histórico del mes de agosto de 2022, fue objeto de grandes cambios. Todos los gobiernos del mundo empezaron a caer y, en su lugar, un único dirigente apodado "el Dragón" estableció un imperio con sus propias normas y valores. Junto con él, diversos lugartenientes comenzaron a regir el destino de los países. No volvió a existir la guerra, ni el hambre ni la pobreza en el mundo. Bajo una noche eterna, el ser humano emprendió un nuevo camino: un camino de hermandad, de igualdad y de respeto. Nunca se conoció una era de mayor oscuridad, en la que el sol no volvió a brillar, pero tampoco nunca volvió a conocerse un tiempo de mayor felicidad.

 



Relato de Diego García Paz incluido en el libro La venganza de Ofelia, 
una antología de de relatos de misterio y terror, editado por Diversidad Literaria (2024)


 

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