Don Blas de Lezo y Olivarrieta (Pasajes, Guipúzcoa, 1689 - Cartagena de Indias, Nueva
Granada, 1741) fue un marino español, emblemático por su defensa a ultranza de
España frente al Reino Unido, en el Sitio de Cartagena de Indias, una de las
batallas más memorables de la Guerra del Asiento. No fue su única gesta, pues
su carrera como marino venía ya precedida por sus intervenciones en la Guerra
de Sucesión y sus encuentros en el Caribe con piratas. Era, pues, un
hombre experimentado y valiente, que no dudó en adoptar una posición de
enfrentamiento activo para defender la plaza de España en Cartagena de Indias:
tal era así que ni los bombardeos y los arcabuzazos habían podido con él,
siguiendo al frente de las campañas tuerto, sin una pierna e inmovilizado de un
brazo. En la batalla que le otorgó renombre eterno, la flota inglesa había dado por
sentado que iba a ganar, y el almirante Edward Vernon recibió una soberana
derrota a manos de Lezo, teniendo que abandonar, humillado, el Sitio. El
imperio inglés menospreció la fuerza de España y tuvo un rapapolvo histórico, debiendo guardarse todas las monedas conmemorativas que, en su
precipitación, había acuñado ensalzándose a sí mismo, en el que quizá sea el
ejemplo más paradigmático de la célebre frase “vender la piel del oso antes de
cazarlo”.
La figura
de Blas de Lezo debe hacer reflexionar sobre el motivo, el fundamento de su
valentía y fuerza en la defensa de España. No se trata de una cuestión
estrictamente militar. Detrás de su empeño por proteger a la patria hay una
razón de índole filosófica, ética. No fue, desde luego, una defensa meramente
propiciada por un afán de enriquecimiento o de éxito personal. En absoluto.
Blas de Lezo era un marino, un servidor de España, y lo era hasta el punto de
dar su vida en caso de ser necesario, de modo que toda su inteligencia
estratégica, su bagaje y buen hacer tenían un principio moral y un fin superior
a él mismo: el bien de España. Así, fue un hombre generoso que, incluso teniendo discrepancias y serios conflictos con quienes políticamente podían decidir su destino al no estar
de acuerdo con los movimientos bélicos a realizar en cada momento, asumió el
riesgo y actuó en conciencia.
En efecto:
es este idealismo, la noción de responder a un interés general, a un valor
superior y colectivo, el elemento que consagra a aquellos hombres que cuentan
con la llamada “visión de Estado”, y que se puede traducir en dejar atrás el
interés personal y primar el bien de todos, tanto de la
sociedad como de las instituciones que se crean para su servicio. Este es el
auténtico estadista, quien renuncia a lo propio en beneficio de lo colectivo, y se
mantiene firme en esa convicción, con lealtad a ella, hasta el punto de
ofrecerse personalmente, en cuerpo y alma, o de retirarse de modo radical de la
vida pública, sin querencia al puesto, y llevar una apacible vida privada y anónima si las circunstancias
o el poder dominante le impiden cumplir con sus deberes éticos. Cuestión de
principios, en fin. Hombres con ética.
En tiempos
de materialismo, de estadistas solo en apariencia, con forma pero sin fondo, de
contradicción entre palabras y hechos, de puesta de lo público al servicio de
lo privado, merece mucho la pena volver la mirada a personas como Blas de Lezo,
para comprobar que la razón de su vida y de su proceder era muy superior a él
mismo, dando ejemplo de auténtico servicio público, que lo es, heroicamente,
hasta el final.
Se
comprenderá, por lo tanto, que como ocurre con otros principios y valores que
las constituciones reflejan en sus textos, el que contempla la Carta Magna
española de 1978 en su artículo 30.1 de la siguiente manera: “Los españoles tienen el derecho y el
deber de defender a España”, tiene una verdadera naturaleza que trasciende lo
jurídico, para residenciarse en el ámbito ético; máxime cuando, como ocurre en
este caso, la defensa de España cuenta con la doble dimensión de derecho y de deber,
matiz muy propio e identificativo de la positivación de principios que
trascienden a las normas escritas, dado que no es preciso que ninguna ley lo
imponga, sino que nace directamente de la conciencia y del espíritu de quien se
ve y se proyecta como un servidor de España, y por lo tanto como un defensor de
toda la sociedad que vive bajo el arrope de nuestra patria, más allá de poderes
transitorios que lo cuestionen, silencien o directamente lo nieguen. El
reconocimiento constitucional es, efectivamente, un reconocimiento, puesto que
la existencia de este principio está mucho más allá de lo escrito, y pervivirá
en su ámbito pese a que un texto, un dirigente, o la historia misma de la
humanidad sigan un camino contrario.
“Yo
me dispongo a entregarlo todo por la patria, cuyo destino está en juego;
entregaré mi vida si es necesario, para asegurarme que los enemigos de España
no habrán de hollar su suelo. Que la santa religión, a nosotros confiada por el
destino, no habrá de sufrir menoscabo mientras me quede aliento de vida.”
“Mi amor
al real servicio y bien del estado no necesita ningún estímulo para procurar
todo lo que es conveniente a su mayor gloria.”
“No
podemos ser inferiores a nuestros antepasados, quienes también dieron la vida
por la religión, por España y por el rey, ni someternos al escarnio de las
generaciones futuras que verían en nosotros los traidores de todo cuanto es
noble y sagrado.”
“Dile a
mis amigos que morí como buen vasco, amando la integridad de España y su
imperio.”
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