sábado, 16 de agosto de 2025

Kratos: la justicia de matar a un dios

 

Kratos es un personaje de ficción, protagonista de la saga de videojuegos God of War, cuya primera entrega data de 2005; por lo tanto, son ya veinte años conociendo las aventuras de este singular guerrero espartano, con episodios que se siguen sucediendo hasta la actualidad. La historia de Kratos tiene importantes referencias a los mitos clásicos griegos, si bien con componentes dramáticos que recuerdan a obras de Shakespeare o de Goethe, por su desarrollo y giros argumentales.

Kratos, pese a ser un magnífico guerrero en la defensa de Esparta, a punto de sucumbir en combate, se encomendó al dios de la guerra Ares, quien en ese momento le otorgó una fuerza ciega y desbocada, acabando con todos los que se le pusieron enfrente, incluso con su propia mujer e hija, a los que en su locura no pudo distinguir de los enemigos. Desde ese momento, Kratos renegó de los dioses del Olimpo, se consideró engañado y utilizado por ellos y la venganza fue su único motivo para seguir viviendo; su cuerpo se cubrió con las cenizas de su casa y familia, y se trazó automáticamente en su piel una franja de color rojo sangre, convirtiéndose en el denominado “fantasma de Esparta” y jurando dar muerte al dios Ares y tras él a todos los integrantes del Olimpo. Ya no existía razón alguna, sino furia, rabia y pura sed de venganza.

Kratos se encuentra solo en su camino hacia Ares, a quien consigue matar con una cierta, aunque interesada, ayuda de la diosa Atenea y él ocupa su lugar, como un nuevo dios de la guerra. Desde ese punto, empieza a escalar el monte Olimpo con la ayuda de los titanes y se enfrenta a todo tipo de criaturas mitológicas que Zeus le pone a modo de barreras o cortafuegos, dando finalmente muerte a Helios, a Poseidón, a Hares, a Hera, a Hefesto, a Hermes, a la propia Atenea -pues descubre que su aparente ayuda lo fue con la finalidad de que Kratos se posicionara en la guerra existente desde tiempo inmemorial entre el Olimpo y los titanes, que habían sido desterrados por Zeus- y así hasta llegar al propio dios del rayo, dando con ello cumplimiento a la razón de su existencia, para finalmente él mismo acabar con su propia vida para evitar que todo el poder que había acumulado muerte tras muerte le convirtiera en un tirano peor aún que aquellos a los que había aniquilado, derramando toda su energía y poder sobre las tierras y ciudadanos del mundo, si bien en la última escena de esta línea argumental basada en la mitología griega se ve como en el lugar en el que el cadáver de Kratos había quedado éste ya no estaba ahí, y en aquella tierra una silueta dibujada en el suelo del Ave Fénix, acompañada de un plano de cámara hacia un acantilado y el mar, daban a entender que su sacrificio fue también una redención personal y que ello le hizo merecedor de otra oportunidad.

Son dos los planteamientos filosóficos que pueden extraerse de estas aventuras, que permiten despertar el interés, para quien no la conozca, en la espléndida e interesante mitología griega, recogiendo el sentido auténtico de la misma, que no era otro que el tratar de explicar metafóricamente la realidad de la condición humana, con sus bondades y sus muchas oscuridades, antes incluso del desarrollo del pensamiento racional y crítico.

En primer lugar, el sentido de la justicia de Kratos. Nuestro guerrero espartano es un ser ominoso, no podemos considerarlo como alguien que actúe con objetividad ni con mesura. Él mismo crea sus normas y las aplica, sobre la base de sentimientos brutales, que pueden ser comprendidos desde una perspectiva humana, pues nos encontramos frente a dos hechos difícilmente superables en malignidad: la muerte de sus seres queridos, por un lado, y ésta sobre la base de una traición con fines políticos, al fin y al cabo, pues Kratos era quien menos importaba en todo lo que ocurría, ya que la batalla real se libraba a otro nivel. Él fue solamente un instrumento del poder. No obstante, la justicia que aplicó de propia mano se separó del parámetro que la fundamenta, que no es otro que la imparcialidad. Quien tiene una moralidad pervertida (por la razón que sea, aunque se llegue a entender humanamente en ciertos casos) no puede erigirse nunca en hacedor de normas ni en el impartidor de justicia, bien por sí mismo o bien eliminando a quienes pueden hacerlo de forma objetiva, o influyendo sobre ellos para que se decanten a su favor. Por lo tanto, es un ejemplo más de la necesaria unión de ética y ley para llegar a la Justicia auténtica, ya que una moral basada en la venganza implicará un ajusticiamiento, y a quien así obre en un justiciero, pero no será una genuina Justicia objetiva e imparcial, mejor que el ojo por ojo, y base de lo que se entiende por civilización. No olvidemos lo que desde la filosofía estoica o incluso desde el cristianismo se expresa: la mejor forma de responder al enemigo es no parecerse jamás a él, ni en las formas ni en el fondo. La victoria será aún mayor, pues se demostrará una grandeza aplastante. Un Derecho creado y aplicado por quienes solo actúen movidos por sus ambiciones, vicios y ánimos derivará en una mera forma o apariencia de legalidad, pero en modo alguno será Justicia.

Y a ello hay que añadir otra cuestión relevante: la redención personal. Durante su travesía de brutalidad y muerte, Kratos va tomando consciencia de lo que hace. Y al finalizar su misión, él mismo se quita la vida. Hay un cambio ético en nuestro personaje. Sabe que no ha hecho algo positivo, y tampoco quiere convertirse él mismo en aquello que aborrece, al quedar como el único dios con poder sobre el mundo. Quiere devolverle todo al pueblo, y que su fuerza y energía combinada con la de todos los dioses que ahora porta en su interior reconstruya un mundo devastado por la batalla y otorgue a los ciudadanos la capacidad para regir sus propias vidas. Se trata de una última lección vital y con una moraleja importante: allí donde el poder reside, si se acumula en una sola persona o conjunto de personas, tiende a corromper a quienes lo detentan, generando tiranías, directas o veladas, con la única ambición de permanecer en el puesto, aún a costa del pueblo, al que someterán y utilizarán para sus exclusivos fines. Y salvo que quien detente el poder tenga principios éticos sólidos, que en ámbito político y público se basan en la sublimación del interés general sobre el propio, en el caso de no tener la altura ni la capacidad para tan alta y honorable tarea, mejor será reconocerlo y retirarse antes que aferrarse al sitio y llevar a sociedades enteras hacia el abismo.

“El pasado no define quien eres, solo prepara el camino para lo que puedes llegar a ser.”

“Todos los líderes cometen errores. Los mejores asumen la responsabilidad.”

“Yo solo soy lo que los dioses me hicieron ser.”

“Y a partir de ese momento durante el resto de la eternidad, cada vez que los hombres cabalgaran hacia la batalla, por una causa noble o malvada, lo harían bajo la atenta mirada del hombre que había derrotado a un dios; serían conducidos por Kratos, el mortal que se había convertido en el nuevo dios de la guerra.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



viernes, 1 de agosto de 2025

Diego Velázquez: nuestro reflejo

          En la villa de Madrid, a 6 de mayo de 1.656.

Cuando Mariana me comentó que quería tener un cuadro de nuestra hija, pero no al uso, sino especial, para que quedara enmarcada en el entorno familiar y, aunque pasaran los años y la vida misma, pudiéramos mirar su retrato y sentir que estábamos con ella en su época de niñez, no lo dudé. Me dirigí a Diego, nuestro pintor de la corte, cuya fama y valía resonaban más allá de las fronteras de la patria.

Le trasladé a Velázquez que lo que nosotros queríamos era tener siempre a nuestra hija presente, en un momento de su vida que sabíamos que pasaría, pues Margarita se haría mayor, y no queríamos dejar de verla como aquella querida niña nuestra; deseábamos conservar una imagen eterna de esos dulces días.

El pintor me miró con una expresión pensativa. Me constaba que Velázquez ya había recabado mucha experiencia en Italia y que su estilo, antes tenebrista, había evolucionado hacía un magistral uso de la luz. Eso es lo que yo quería, realmente: que su don para la pintura retratase a Margarita en un cuadro que irradiase luminosidad, la misma que nuestra hija desprendía en su niñez, y que nos iluminase para siempre al mirar su efigie, como si estuviéramos con ella en ese feliz momento, pasaran los años que pasaran y las circunstancias que nos pudieran separar.

Me sorprendió que Diego, a los pocos días, nos pidiera audiencia para decirnos que estuviéramos presentes en una de las sesiones de pintura en la sala que se había dispuesto para hacer el retrato de Margarita. No tuvimos inconveniente en acudir, claro: así también estábamos con nuestra hija. Lo que nos encontramos al llegar fue con el pintor delante de un lienzo enorme y cerca suya una algarabía de risas y juegos con varias personas implicadas, entre ellas Margarita. Nos dijo que nos sentáramos allí mismo donde estábamos, enfrente de él, que estaba pintando ese cuadro que yo le había encargado. Francamente, en aquel momento no entendí a Velázquez, porque se puso a pintarnos a mi esposa y mí  (o eso parecía) y él nos miraba mientras trabajaba con un alboroto impresionante alrededor suyo, y Margarita y los demás (perro incluido) estaban a su lado hablando y riendo, a la vez que se asomaban de vez en cuando a la pintura en la que Diego estaba haciendo su tarea.

Pasaron las jornadas y al cabo de un mes me comentaron que el cuadro ya estaba acabado y que el pintor quería enseñárnoslo. Mariana y yo teníamos una gran impaciencia con esto porque nos había sorprendido la forma de proceder  de Velázquez con la pintura en cuestión. Yo debía despachar asuntos urgentes en ese momento y Mariana fue en primer lugar a la sala en la que estaba el pintor. Al cabo de unas horas me presenté allí, y nada más entrar me encontré a mi esposa y a su lado al pintor, ambos frente al lienzo, que yo no podía ver todavía porque estaba de cara a ellos. Velázquez musitaba una ligera sonrisa, y Mariana estaba con la mano en la cara y con los ojos brillantes, muy emocionada. De hecho, ni siquiera me miró cuando me aproximaba a ella. Bien: me puse a su lado y entonces entendí a mi esposa.

Lo que teníamos delante era una foto fija de aquel día, de nuestra niña en un momento de felicidad, y era la imagen retenida en nuestras retinas viendo esa misma escena, en primera persona. Un momento congelado de alegría. Velázquez quiso inmortalizar un segundo de la vida de Margarita desde los ojos de sus padres. Tuvo el detalle de pintarnos también a nosotros reflejados en el espejo del fondo, haciendo del cuadro, además, un retrato de familia.

Yo tuve que contenerme, mantener el tipo; en ese momento agradecí al pintor sus servicios, le dije a Mariana que fuera a ver a la niña, y ya a solas con Velázquez, le di un fuerte y sentido abrazo. No creo que este episodio trascienda nunca, pero así fue.

Al día siguiente reflexioné sobre nuestro gran pintor y esta obra. Pensé en la vida, en mi hija, también en la historia y en España, nuestro país.

Velázquez –creo- no solo quiso plasmar ese momento de la vida de Margarita desde la perspectiva de sus padres. Él mismo se había retratado en el cuadro mirándonos fijamente. Y pensé que esa imagen tenía la finalidad de trascender nuestros días y de hacerse eterna; que dentro de siglos, esa escena posiblemente la iban a contemplar otras personas, y que, más allá de las emociones de una familia que el pintor supo materializar a la perfección -y nunca le estaré lo suficientemente agradecido por ello- Diego quiso dejar un mensaje implícito.

Nuestros hijos son nuestro reflejo en el mundo. Y el nexo que nos une en las generaciones es el cariño, el recuerdo sentido. Velázquez se ha colocado en el lienzo como el puente a través de los tiempos, y aunque nosotros un día no estaremos, su gesto serio, su mirada fija a quien contemple el cuadro de nuestra hija, como si fuéramos nosotros, le dirá, sin palabras, si tú, que ahora miras este cuadro, en tu tiempo, en tu momento, conservas las mismas bases que lo hicieron  posible; si en el momento de la historia en el que te acerques a contemplar esta obra, los valores del afecto, de la familia, del cariño, continúan en tus días; si el poder que rige tu destino mantiene principios y valores más allá de su egoísta conveniencia; si tu gobierno realmente vela por tu bien, por tus derechos más esenciales, por todo lo que te hace valer como persona; si las leyes que el poder de tus días emane se fundamentan en la ética y en la humanidad, con franqueza, o si por el contrario solo buscan su propio beneficio a tu costa; si la justicia de tu tiempo tiene verdaderamente en cuenta el elemento que cohesiona a la sociedad a través de los siglos y no es una utopía, una puesta en escena o una mera obra de teatro en la que los héroes y los villanos dependen de quien redacte el guión; si puedes mirarte en el espejo en el que nosotros, Mariana y yo, nos reflejamos, y luego mantenerle la mirada a Diego sin tener que decir que en tu triste presente ojalá esos valores no hubieran dejado de existir.

En fin…la verdad es que me estoy haciendo mayor y tal vez estos sean pensamientos de un hombre que ya ha vivido bastante, con tantas vicisitudes y batallas; pero algo me dice que nuestro querido Diego Velázquez es mucho, mucho más, que un inmenso pintor.  

                                                                                                      Felipe IV, Rey de España

 

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (Sevilla, 1599 – Madrid, 1660), pintor de la corte real de Felipe IV de España, ha pasado a la historia como pintor de pintores, maestro de maestros, y el más grande pintor que jamás existió.

“Hablan de amor y no saben qué es un corazón.”

“Ignorantes que hablan de la humildad y no valoran una simple tajada de pan.”

“Considérate viejo cuando tengas más recuerdos que sueños.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


 

                              

viernes, 25 de julio de 2025

Hulk Hogan: recuerdos de la infancia, icono pop inmortal

 

Terry Gene Bolea, cuyo nombre artístico fue Hulk Hogan, nació en Augusta, Georgia, Estados Unidos, en 1953 y falleció el día 24 de julio de 2025. Quizá el más famoso luchador de wrestling de todos los tiempos, tuvo una carrera profesional brillante, compaginando el deporte-espectáculo con el cine y la televisión. Ganador de múltiples campeonatos mundiales en la WWF y WCW, tras su retiro se vio envuelto en una serie de polémicas mediáticas y jurídicas (de las que salió finalmente victorioso) que contribuyeron a mantener a contrario su popularidad. Miembro del Salón de la Fama de la WWE, su muerte tuvo lugar como consecuencia de un paro cardiaco, causa que suele ser habitual en estos deportistas.

 

La figura de Hulk Hogan, para muchos de nuestra generación, siempre será vista con los ojos de un niño. Esto es: idealizada, como la de un superhéroe. Solo la madurez, el devenir de los años, nos hace comprobar que la inmortalidad, al menos en este mundo, no existe y que todos nos igualamos en el destino.

 

Pero más allá de esta consideración, la imagen del luchador hace que me retrotraiga a un tiempo feliz, acogedor, familiar, en el que los problemas no existían. Ciertamente, las oscuridades también le alcanzaban a nuestro luchador, como ser humano que era, y es posible que técnicamente, atendiendo al avance que ha tenido la lucha libre con los años, no fuera muy depurado, pero todo lo compensaba con una gran puesta en escena (al fin y al cabo el wrestling bebe mucho de la imagen y de la actuación) y con una presencia muy bien fabricada, con un carisma notable.

 

Su personaje fue configurado (al menos en los años de mi niñez, finales de la década de los 80 y principios de los 90) como un ser benefactor, un patriota amigo de los niños y de la justicia, que al final obtenía siempre éxito, de una manera u otra, y sus victorias eran como si fueran nuestras. Incluso aparecía para ayudar a otros luchadores e imponer el orden en situaciones de abuso o, en definitiva, de injusticia.

 

Brindó momentos estelares, que siempre tendré en el recuerdo, como sus luchas contra los también recordados André El Gigante, el Último Guerrero y “Macho Man” Randy Savage.

 

En sus actuaciones en el ring, en un momento determinado de los combates, normalmente al estar a punto de acabar, y tras haber recibido un “castigo” importante, solía tener una especie de “resucitación” (que el ingenioso reportero Héctor del Mar llamó “baile de San Vito” pero que realmente en los guiones de estos combates se denomina “comeback”) por la que el luchador volvía en sí como si nada hubiera pasado, ante la “sorpresa” de su rival, se ponía en pie, le señalaba con el dedo y acababa con él.

 

Desde los ojos del niño esto llamaba mucho la atención; es cierto que ponía en evidencia la realidad de lo que pasaba en el ring (una simulación, sin dejar de reconocer que para hacer todo aquello necesariamente se requería y se requiere ser un gran atleta) y que como adulto puede ocasionar incluso una sonrisa, pero tenía un mensaje: el levantarse siempre, el no darse nunca jamás por vencido, y hasta el último aliento, pelear. Esta moraleja por supuesto es muy importante para la vida: se nos venía a decir, como niños, que la justicia requiere luchar, enfrentarse al mal, y poner todo de nuestra parte para conseguir que el bien prevalezca. Es cierto, lo puedo atestiguar.

 

A ese mensaje, que yo extraje de ver a Hulk Hogan en mi infancia, se une, como ya expresé anteriormente, el que en aquel entonces era yo un niño, y mis recuerdos son luminosos, de estar en un entorno de cariño y de bondad.

 

Hulk Hogan, aunque se haya ido, es ciertamente inmortal, como él mismo se hacía llamar, porque en muchos niños de entonces, ahora ya mayores, se ha convertido en un bonito recuerdo, y además no cabe duda de  que su imagen se inserta en un periodo de tiempo que hace de ella un icono de su época, muy reconocible, como también lo son relevantes músicos, actores o deportistas.

 

Es el sino de los tiempos: las personas poco a poco se van marchando, incluso aquellos que casi pensábamos que no lo harían, pero si su mensaje queda, la muerte será solo una palabra, dentro de una historia y un legado para siempre.

 

“Entonces, hermanos, cuando las cosas se ponen difíciles, ¡recuerden siempre que los héroes nunca se rinden!”

 

“El éxito no es solo ganar, es levantarse cada vez que te caes.”

 

“La única forma de tener éxito en la vida es creer en ti mismo y luchar por tus sueños.”

 

“La vida siempre te dará pruebas, pero solo tú decides si quieres ser una víctima o un campeón.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


 

martes, 1 de julio de 2025

Jürgen Habermas: una acción comunicativa encubierta

 

Jürgen Habermas, filósofo alemán nacido en la localidad de Düsseldorf en el año 1929, es un pensador contemporáneo muy relevante; sin duda, uno de los referentes de la Filosofía en la actualidad y cuyas tesis, que examinan conceptos clásicos bajo la premisa del mundo en el que vivimos hoy y en el marco de la sociedad que conformamos (con sus grandes sombras) harán de él un paradigma de nuestra época para la Historia de la Filosofía. Sus planteamientos sobre la ética, la comunicación y la justicia parten de una serie de precedentes ilustres, como Rousseau o Kant, con el contrato social y la crítica como fundamentos, si bien los integra en la humanidad presente, para posicionarlos dentro del fenómeno de la comunicación intersubjetiva, del diálogo como forma de viabilizar la convivencia.

 

El término “acción” es básico en Filosofía, pues define todo aquello que supone la puesta en marcha, la proactividad subjetiva para conseguir el fin pretendido. Es la voluntad materializada en el movimiento que tiene un sentido final: la obtención del resultado al que aspiramos. Desde Aristóteles el fundamento de la construcción de la realidad está en la acción. Y a partir de las acciones de todos surge la necesidad de convivir, pues nuestras acciones en el marco del grupo social pueden colisionar entre ellas si no respetan un cierto orden. Esta organización de las acciones, necesaria para la vida colectiva, se puede basar en el acuerdo, en la tolerancia, en el establecimiento, consideración y comprensión de límites consensuados, determinados ética y jurídicamente, de donde se derivan los sistemas políticos y de gobierno más teóricamente perfeccionados, como son la democracia y el Estado de Derecho.

 

Ahora bien, importante es para Habermas un concepto de acción actualizado y que ha denominado “acción comunicativa”. La vida social es posible porque entre los individuos que la integramos existe una comunicación expresa que pone de manifiesto, a título particular, las necesidades de todos y la conclusión de que, para llegar a obtener la plasmación material de la satisfacción de esas necesidades, resulta preciso manifestarlas, expresarlas, comunicarlas. Y, así, surgen, por ejemplo, las necesidades económicas, la demanda y la oferta en el mercado, la reclamación de derechos fundamentales como la sanidad, la vivienda o la educación y la búsqueda de su efectividad. Independientemente del nivel ontológico en el que éstos se encuentran (ético) es, a consecuencia de la acción comunicativa, de la reclamación individual y social de tales derechos, como estos resultan eficaces, ya sea directamente a través del voto o de forma indirecta a través de las decisiones legislativas sustentadas en la representatividad. La acción comunicativa es el vehículo responsable de conducir una aspiración individual y social desde el plano de los principios éticos al plano de lo jurídico, determinando así su eficacia material, y el contexto idóneo para ello es la democracia.

 

No obstante, existe, dentro de esta modalidad de acción, algo que Habermas tiene muy en cuenta y que puede suponer un uso perverso de la comunicación, esencialmente a través de la manipulación de la “opinión pública”, que es el segundo concepto más relevante de esta línea de su pensamiento.  

 

Sabemos que los denominados “medios de comunicación” pueden no solo recoger de forma general esa genuina acción comunicativa o clamor social, sino que perfectamente también tienen capacidad para hacer pasar por necesidad motivadora de la acción social un deseo particular de ciertos grupos o personas, tratando de imponerse, bajo la fachada de información veraz y libre, e infiltrarse en la opinión pública a modo de un parásito, de tal forma que aun creyendo que nuestra opinión es voluntaria y libre (de acuerdo con su naturaleza conceptual, con lo que le corresponde ser por definición) en verdad está completamente manipulada, para que nuestras acciones materialicen aquello que solo algunos individuos buscan. De ahí la necesidad de volver al sentido crítico, esto es, al criticismo kantiano.

 

Estas son mis palabras, mi forma de entender y exponer lo que el filósofo explica, y que él, muy gráficamente, define como “la colonización del mundo de la vida por parte del sistema.”

 

En íntima relación con los anterior, es importante no perder de vista que la acción comunicativa, que expresamos para obtener aquello que queremos, como indica Habermas, podemos manifestarla de una forma abierta o bien con un sentido estratégico, es decir: no siempre los individuos son transparentes con aquello que persiguen ni revelan sus objetivos con sinceridad. Esto es propio de la condición humana y un sistema filosófico completo, como es el presente, lo tiene en cuenta, dado que la estrategia comunicativa ostenta, sin discusión, una preponderancia absoluta en el mundo que ahora habitamos.

 

Si esta realidad irrefutable se traslada del individuo a la sociedad, habrá manifestaciones sociales claras en lo que se pretende, y podrán materializarse en normas jurídicas, en leyes, dotadas de honestidad, éticas, en definitiva; pero en muchos otros supuestos existen dentro de la sociedad sectores, grupos, organizaciones cuya acción comunicativa no es abierta, sino ciertamente estratégica. No dirán lo que en el fondo pretenden, y presentarán como beneficioso para todos lo que solo beneficia a algunos, concretamente a ellos, quienes pueden controlar los medios de comunicación (en particular o en su totalidad) y así manipular a la opinión pública (que es el auténtico detentador del poder genuino) máxime cuando ésta no tiene las herramientas culturales necesarias para criticar desde la razón aquello que se presenta como bien común, justo y legítimo sin serlo en absoluto. Este es un hecho habitual y, por cierto, muy frustrante.


Habermas ha dado en la diana de los problemas de la sociedad de nuestro tiempo. Y entiende que norma legal y norma moral son diferentes, porque su naturaleza lo es, pero no son opuestas, sino un reflejo: de forma tal que la norma positiva solo será verdaderamente justa y legítima si se basa en los principios y valores de la ética.

 

Un pensador, por lo tanto, actual, que ha sabido localizar brillantemente la clave de los males de nuestros días, y que une esta contemporaneidad con los postulados más clásicos de la filosofía jurídica, lo que implica que, dada la armonía intelectual entre pasado y presente, la razón le asiste a tal vínculo entre ética y ley, y que precisamente en este nexo pervive la solución a un horizonte futuro que se tiñe de negro.

 

“El positivismo significa el fin de la “teoría del conocimiento”, que pasa a ser sustituida por una “teoría de las ciencias.”

 

“Si bien se exigen objetivamente mayores demandas a esta autoridad, opera menos como una opinión pública que da una base racional al ejercicio de la autoridad política y social, cuanto más se genera con el propósito de un voto abstracto que no es más que un acto de aclamación dentro de una esfera pública fabricada temporalmente para exhibición o manipulación.”

 

“El universalismo igualitario, del cual surgieron las ideas de libertad y solidaridad social, de una conducta autónoma de la vida y la emancipación, de la moral individual de la conciencia, los derechos humanos y la democracia, es el heredero directo de la ética judaica de la justicia y la ética cristiana de amor. Este legado, sustancialmente sin cambios, ha sido objeto de continua apropiación crítica y reinterpretación. Hasta el día de hoy, no hay alternativa.”

 

“La moralidad tiene que ver, sin duda, con la justicia y con el bienestar de los otros, incluso con la promoción del bienestar general.”

 

“Avergüénzate de morir hasta que no hayas conseguido una victoria para la humanidad.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




domingo, 1 de junio de 2025

H.G.Gadamer: la complicada tarea de interpretar el mundo

 

Una de las cuestiones más complejas de la realidad es la adquisición de una comprensión de la misma en su verdad, no en su apariencia. Aunque pudiera considerarse que entender el mundo en el que vivimos forma parte de lo obvio, pues lo percibido a través de los sentidos hace posible un entendimiento de lo que nos rodea, sin cuestionar su objetividad, al dar por sentado que todos percibimos el mismo contexto, lo cierto es que se trata de uno de los temas filosóficos más importantes y que permite ofrecer una explicación a hechos que se están viviendo en la actualidad.

 

Puede adelantarse que aquello que se dice y pretende ser objetivo no lo es, sino que todo está fundamentado en el subjetivismo interpretativo, siendo una tarea ciertamente complicada lograr un sistema que se separe totalmente del componente personal para llegar a una conclusión ajena a una opinión o un punto de vista más o menos compartido, pero siempre caracterizado por entrar en la categoría de prejuicio, en tanto que el entendimiento de la realidad parte de una idea preestablecida en la mente de quien interpreta lo que lee, ve o siente. Y ello tiene una capital importancia en el ámbito jurídico.

 

Hans Georg Gadamer (1900-2002) fue un longevo filósofo alemán, discípulo de Martin Heidegger, que, entre sus ámbitos de pensamiento, se dedicó de una manera especial a la forma de interpretación de los textos, esto es, a la denominada hermenéutica. Y, en síntesis, lo que se viene a concluir es que, ante un determinado texto, resulta prácticamente imposible adquirir el significado del mismo, esto es, entenderlo verdaderamente, pues partimos de una serie de ideas preconcebidas sobre él, ya sea por nosotros mismos o bien porque se haya realizado una previa tarea de conducción o de orientación del entendimiento hacia un punto determinado. Gadamer se refería al concepto de tradición para explicar este prejuicio, de tal modo que es la sedimentación de experiencias históricas aquello que hace afrontar el sentido de un texto, al tiempo que el propio contexto actual del intérprete hace posible y muy entendible que lo que ayer se interpretaba de una forma hoy lo sea de otra. Por eso no considero que, por más aséptica que se pretenda la interpretación de un texto, realmente nos encontremos ante una exégesis objetiva del mismo, pues nuestra historia, nuestro actual contexto social y político, nos condicionan inexorablemente. No solo la interpretación de un texto hoy es distinta a la que tuvo hace años, sino que incluso en la actualidad, el mismo texto recibe diferentes interpretaciones según cada persona que lo lee, y ello sin contar con la manipulación o la dirección intencionada desde el ámbito del poder que pretenda imponerse de forma subrepticia sobre el intérprete para conseguir una comprensión de un texto (y de la propia realidad) amoldada a sus propios intereses, haciéndola pasar por objetiva.

 

Es muy complicado obtener la verdad a través de la interpretación, porque supone desafiar la propia naturaleza subjetiva del ser humano, que nunca es ajeno a condicionantes de tiempo y espacio, aunque el individuo en particular tenga unas cualidades personales excelsas que le permitan despojarse de influjos mediáticos o políticos. El único logro más próximo a la objetividad en la interpretación de un texto se producirá cuando tenga lugar el fenómeno denominado “fusión de horizontes”: el intérprete parte de sus propios planteamientos, ideas, preconcepciones y prejuicios, fundados en la historia, la tradición y las influencias ajenas: todo ello es su propio horizonte. Si este intérprete consigue entender el texto más allá de las ataduras subjetivas de las que parte, comprenderá su significado real y lo configurará de forma objetiva en el presente, ampliando su perspectiva más allá de lo enteramente subjetivo y llegando a una interpretación actual muy cercana a la objetividad, dando lugar con ello a un nuevo horizonte mucho más amplio, no limitado a su propia preconcepción o interés. En estas ideas consiste Verdad y método, una de las principales obras de este pensador.

 

Si, partiendo de estas premisas, no se puede discutir que llegar a una comprensión del mundo externo verdaderamente objetiva es una tarea cercana a lo imposible, en el ámbito del Derecho la problemática es equivalente.

 

Una de las cuestiones jurídicas más importantes es, en efecto, la interpretación de las normas. La ley ha previsto expresamente diferentes mecanismos interpretativos, y si se recuerda lo que antes he referido, no sorprenderá que los recursos a los que remiten nuestras propias normas para realizar la interpretación de las leyes sean los antecedentes históricos y la realidad social del tiempo en el que se aplican, lo que supone una plasmación positiva (un reconocimiento expreso) del prejuicio, pues, en efecto, ha de partirse de la tradición y tener en cuenta lo que acontece en la actual sociedad para dar un sentido a la norma y que esta produzca un efecto. Lo que ocurre es que estos términos históricos y de realidad social actual distan mucho de ser, en sí mismos, objetivos, y la presentación que se hace de ellos, indudablemente y más en los tiempos que corren, es sesgada y hace que existan tantas realidades sociales del presente como facciones interesadas en que dicha realidad, base para la interpretación, se ajuste a sus propias conveniencias, de tal modo que la premisa interpretativa de la que ha de partirse para obtener un resultado objetivo verdaderamente no lo es, por lo que la conclusión jamás estará despojada del prejuicio, y la fusión de horizontes, es decir, la amplitud de miras en la interpretación de la ley para llegar a la verdadera justicia (que participa, en su esencia, de la nota de objetividad) es una utopía, aunque todos simulemos o entremos en el juego de asumir la objetividad de los resultados. Así podemos entender que una misma realidad, según el prisma de quien interprete y aplique la ley, tiene un sentido u otro, con manifiestas contradicciones en la forma y en los resultados procesales según quien dirija el proceso, en ocasiones de forma absolutamente clamorosa, de modo tal que lo único que resulta incuestionable es lo siguiente: esta inseguridad jurídica, al no existir un criterio unívoco exclusivo y depender la deriva procesal de los vaivenes de quien interprete la ley, descansa en un concepto filosófico claro: el prejuicio.

 

“La verdadera comprensión surge de un diálogo continuo entre el pasado y el presente.”

    

“No podemos entender sin prejuzgar, pero tampoco podemos prejuzgar sin entender.”

 

“La interpretación no es solo una técnica, sino una forma de existencia humana.”

 

“La comprensión siempre requiere una apertura hacia nuevas perspectivas y enfoques.”





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 9 de mayo de 2025

León XIII: un pensamiento jurídico para la modernidad

 

El cardenal  italiano Gioacchino Vincenzo Raffaele Luigi Pecci fue papa de la Iglesia Católica entre los años 1878 y 1903 bajo el nombre de León XIII. Se trató, de este modo, uno de los papados más extensos de la historia, y es incuestionable que sus aportaciones de carácter filosófico-jurídico, a las que me quiero referir especialmente, nacieron en respuesta a la situación personal y social de su tiempo, pero, como suele ocurrir con los grandes intelectuales, añadió un aliento preclaro, visionario, en cuestiones que posteriormente acontecerían en el mundo, llegando al tiempo presente.

 

León XIII, como antes he referido, fue un enorme intelectual, un prolífico escritor, que, además de tener que dirigir y resolver todas las complejas intendencias propias de un gobierno, mostró una especial preocupación por la cultura, en todas sus facetas, protegiendo y potenciando las diversas manifestaciones del saber, no exclusivamente teológicas o filosóficas, sino también científicas.

 

Quien escribe estas líneas visualiza a León XIII como un papa que, a la vez que extiende una mano hacia la tradición adelanta la otra hacia el futuro, amoldando el pensamiento clásico a las necesidades sociales, sin que en modo alguno sus postulados puedan considerarse anclados en el pasado o petrificados en un tiempo que ya no nos concierne.

 

Si hay un concepto esencial en sus numerosos escritos y encíclicas es el de la dignidad humana. Algo muy relevante, pues, aunque desde un prisma religioso este valor esencial se base en un componente divino, lo cierto es que se trata de un principio inherente al ser humano, que debe ser respetado por cualquier tipo de poder, ya sea civil o eclesiástico.

 

Conociendo la dimensión intelectual de León XIII y su visión amplia del ser humano, como no podía ser de otra manera, su pensamiento reposa en Santo Tomás de Aquino. Y esto resulta lógico, pues, como es sabido, el tomismo tiene la particularidad muy relevante de conciliar razón y fe, de modo tal que el intelecto, el raciocinio, la sensatez no son una vía estanca que quede reducida a un examen de la realidad tangible, sino un camino posible hacia el entendimiento de lo trascendente, al margen de la revelación.

 

Partiendo de esta premisa, resulta obvio que el papa se pronunciase sobre la cuestión de la dignidad humana en un momento el suyo en el que comenzaban a surgir las consecuencias de la explotación de la clase trabajadora, posicionándose siempre al lado del débil, y clamando por el respeto a su elemental dignidad como ser humano, es decir, por un respeto básico a la persona.

 

Fue, sin duda, una reacción necesaria, revolucionaria entonces, por cuanto suponía la intervención papal en la defensa de los desfavorecidos no solo desde la dimensión teológica, o a nivel meramente teórico; suponía adentrarse en el problema social, bajar al campo de batalla y luchar por un valor superior y configurador de la esencia del ser humano como es su propia dignidad individual, pese a las controversias que pudieran surgir con el poder civil y económico de entonces.

 

Por lo tanto, no es de extrañar que estemos en presencia de un pensador que va más allá de la norma positiva y de su obligatoriedad por el solo hecho formal de existir: si tal norma es una afrenta directa a los primeros principios y valores del ser humano, será meramente un instrumento imperativo y de mando por parte del poder, pero no una genuina ley, que, por esencia y conceptualmente, ha de buscar siempre el bien común, como Santo Tomás de Aquino con acierto la definió.

 

Esto es: León XIII también vinculó necesariamente el ámbito filosófico con el jurídico, para obtener un Derecho pleno y auténtico, no una mera apariencia de lo que pretende pasar por ello sin serlo. Es la unión de Derecho Natural y Derecho Positivo lo que lleva a la ley justa, y, por ende, a la norma que protege verdaderamente la dignidad personal, no solo a título nominativo encubriendo un respaldo a los residuales intereses de ciertos sectores de la sociedad en perjuicio de otros a su servicio.

 

La armonización entre razón y fe, en este papa se dejó ver, por lo tanto, en su concepto de legalidad y de Derecho, pues como aquellas son complementarias, norma escrita y norma ética (en la que viven los principios esenciales de la humanidad) participan de este mismo nexo. La desunión de ambas partes del todo lleva a una situación de opresión social, es decir, a la injusticia.

 

Una mentalidad racional y razonable como esta hizo del papa León XIII un pontífice diplomático, asentado en el diálogo y la negociación pacífica para propiciar los cambios precisos en defensa de la dignidad de todos, y mucho más allá de una perspectiva únicamente religiosa. La encíclica Rerum Novarum es una patente manifestación de ello.

 

León XIII fue un adelantado a su tiempo, como también en su día el propio Santo Tomás de Aquino, y el eco de ambos resuena hoy y lo hará siempre, tal y como San Alberto Magno dijo del santo filósofo cuando le enseñaba.

 

Podemos así entender que el nombre de León XIV, con el que nuestro actual Santo Padre dirigirá la Iglesia Católica, tiene una connotación maravillosa, asumida por alguien inteligente, que conoce el Derecho y la Filosofía, y que no es otra que la protección de la dignidad de todos y la lucha por el desfavorecido, haciendo valer los derechos más importantes que nos configuran como aquello que llamamos humanidad, “sin que el mal prevalezca”.

 

Y, tal vez como mera curiosidad…resulta ser que León era el nombre de un fraile que fue un querido amigo y compañero de San Francisco de Asís.

 

 

“Hay en el espíritu humano muchas fuerzas que permanecen latentes hasta que la ocasión las despierta y aviva.“

 

“El arte de gobernar no es más que la razón y la moral aplicadas al gobierno de las naciones."

 

“¡Ay de los pueblos gobernados por un poder que ha de pensar en la conservación propia! “

 

“No hay filosofía que excuse la falta de sentido común, y llegará a ser mal sabio quien comience por ser insensato.“

 

“Las ideas morales están en nuestro espíritu: en la voluntad que las ama, en el corazón que las siente.”





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


 

jueves, 1 de mayo de 2025

Ernesto Sábato: El túnel, de lo humano a lo jurídico

 

Ernesto Sábato (1911-2011) fue un escritor argentino, físico de formación, ganador, entre otros, del Premio Miguel de Cervantes. Autor prolífico, sus obras tienen un componente filosófico relevante, y, en verdad, oscuro. Ello es así porque Sábato analiza en sus libros la profundidad del ser humano y saca a la luz  los recovecos más tenebrosos de la mente, aquello que negamos que existe, pero que sabemos que late en nosotros, contenido por la educación, la forma, la moral, que evitan el desencadenamiento, por su liberación, de un caos al que realmente nuestra especie está abocada. Se trata de la exposición de la verdad de la condición humana y su fatalismo implícito, de tal modo que los impulsos propios de nuestra naturaleza, en defecto de la contención por la ética, llevan a la destrucción total. Una perspectiva tétrica que se trata con una cierta naturalidad, y que hace del autor un exponente del existencialismo, siendo así que Albert Camus, insigne representante de esta corriente de pensamiento, ensalzó la obra de Sábato y en particular la novela titulada El túnel, a la que me quiero referir específicamente.

 

El túnel es una narración en primera persona del devenir de la mente de un asesino que explica, él mismo, cómo conoció a la que más tarde sería su amante y cómo finalmente acabó con su vida, en un relato de obsesión, de dependencia emocional, de justificación de la malignidad.

 

El protagonista, un pintor, observa en una exposición de sus cuadros que una mujer se fija detenidamente en uno de ellos, y en particular en un detalle de uno de los lienzos. A partir de ese momento el pintor busca a esta mujer de diferentes formas por toda la ciudad hasta que da con ella, comprobando que los dos se parecen mucho, pues la misma inquietud que el artista plasmó en un aspecto de su cuadro, aparentemente contextual o intrascendente pero en verdad de importancia central, fue apreciada por ella, y a través de múltiples conversaciones y encuentros entre ambos, llegaron a profesarse amor, pero un amor destructivo, pues al mismo tiempo actuaban como dos trenes en un rumbo inexorable de colisión: ella guardaba más oscuros que claros en su vida y así se lo advirtió al pintor, diciéndole, pues le conocía bien, al ser tan similares, que si seguía con ella le iba a hacer mucho daño. Y así fue. Se trata de la narración de una mente quebrada, obsesiva, tal vez esquizoide según algunos, y en un momento determinado, liberada de toda atadura moral, lo que le lleva a cometer el asesinato al presuponer un engaño.

 

Desde la perspectiva filosófico-jurídica, El túnel me ofrece dos consideraciones.

 

La primera de ellas, propiamente filosófica, está en que la ética resulta ser un elemento esencial para la convivencia. Abiertamente: no somos capaces de contenernos ni podemos poner freno al destino que conlleva nuestra naturaleza si sobre tales impulsos no priman siempre la razón y los principios y valores de moralidad. Sin este escudo de la ética del que necesariamente nos debemos servir en el marco de la vida en sociedad, o si se prefiere, de una formal educación o de una apariencia de tolerancia, la vida es imposible, porque aflorarían los impulsos primarios, que no son positivos. Es lógico que el movimiento existencialista pusiera en valor a esta novela como referente de su pensamiento, pues, sin cortapisas, muestra la realidad de las reacciones de un ser humano, aunque no guste reconocerlo, y lleva a concluir que, sin ningún tipo de límites, estamos abocados a la nada, a través de un proceso destructivo muy doloroso. Cuando grandes representantes del existencialismo referían que la moral supone un encorsetamiento del ser humano para evitarle el inexorable destino que le espera y es propio de su condición; o cuando también explicaban que el ser humano tiene que luchar contra sí mismo para perfeccionarse y pulir en la medida de lo posible su esencia tan sumamente teñida de claroscuros, en El túnel tenemos reflejada, a través de la literatura, una plasmación práctica de las consecuencias de no hacerlo.

 

La escena de la pareja, cuando ambos se encuentran en una finca fuera de la ciudad, mirando hacia un acantilado, y siente el protagonista que las aguas profundas y negras les llaman, es una clara referencia a la conocida mirada al abismo, que es devuelta por éste.  

 

Si la reflexión anterior se traslada al mundo del Derecho, qué duda cabe que nos encontramos ante una perspectiva de lo jurídico como mecanismo de contención, tan necesario como el de la ética, para evitar esa esencial tendencia hacia la colisión que tanto nos caracteriza, incluso mediando, entre los implicados, el afecto: tal es el poder de nuestra parte oscura. No sería necesaria la imposición, la coerción derivada de las normas jurídicas, si el ser humano tuviera la fortaleza suficiente para vencer a su parte negativa; pero claro está -y tanto la historia como el día a día lo demuestran- que esa faceta es demasiado poderosa, y, en efecto, es necesario un Derecho que nos contenga, de la misma manera que la ética viabiliza las relaciones humanas alejándolas de la destrucción a la que tendemos. Tristemente, esta ética tampoco es suficiente, y por ello hay que acudir a un Derecho que ha de regular todas y cada una de las aristas de la vida humana, sin excepción, como si se tratara de unas cadenas autoimpuestas. Y, así y todo, el caos, como es de ver, nos acompaña y acompañará siempre, cuando recorramos nuestro propio túnel y, en algunos momentos, coincidamos en un cruce de caminos con el devenir de la vida de otros. Llegado ese punto, nuestra esencia, tarde o temprano, aflorará, y precisaremos, incuestionablemente, de la cobertura de la ética y del Derecho.

 

“(…) y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en el que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven fuera, esa vida curiosa y absurda en la que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.”





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación