Hipatia llegó al mundo entre los años 355 y 370
después de Cristo. Nada hacía esperar que fuera ella quien marcara un momento
tan clave en la historia del pensamiento y, por desgracia, también tan
ilustrativo de la condición humana. Fue una auténtica sabia, cuyos conocimientos
comprendían la matemática, la astronomía y la filosofía. Neoplatónica en sus
planteamientos, defensora pues de un mundo de las ideas no reñido con el de la
razón, se separó claramente de cualquier posición extrema y personificó en sus
días el concepto de mente abierta, reflexiva, sensata, en un juego armónico y
bellísimo entre lo material y lo trascendente. Podría decir que Hipatia encarnó
en su persona la conocida escena central de la Escuela de Atenas, el fresco de
Rafael que pivota sobre la representación de Platón y de Aristóteles, aquél
señalando hacia el cielo y éste hacia la tierra. Concilió ambas posiciones, y
ella misma fue retratada en el fresco, mirando directamente hacia el espectador
en una muestra más de su espíritu apegado al buen criterio y a la necesidad de
estudiar la realidad de nuestro mundo para, lejos de solo teorizar, lograr
soluciones prácticas.
No obstante, la personalidad de Hipatia es
presentada en cierta forma con un aroma de misticismo, de elevación, pues su
vida no tenía tacha alguna ni ella se expuso jamás a ciertas vivencias que,
consideraba, la alejaban de una pureza que se requería para dedicarse al saber
filosófico. En fin, predicó con el ejemplo. Su escuela adquirió increíble fama
y contaba con alumnos llegados de muy diversos lugares.
El serio problema para nuestra filósofa poco
tuvo que ver precisamente con su tarea de pensamiento y docencia, sino que vino
dado por encontrarse, sin quererlo, en el medio de una lucha política entre dos
facciones que hicieron de ella una víctima propiciatoria. Se afirma que
Hipatia, para quien la filosofía era su creencia, fomentaba en cierta medida el
paganismo y por lo tanto era un elemento discordante, a ojos de uno de los
dirigentes de entonces, más político que religioso, el obispo Cirilo de
Alejandría. Si bien ella se dedicaba a su tarea de enseñar y de abrir la mente
de sus alumnos a la luz de la razón, manteniéndose al margen de este tipo de
intrigas, sí contaba con seguidores alumnos suyos, en especial Orestes,
Prefecto en Egipto, por lo tanto, representante del poder y enfrentado,
teóricamente por razones de dogma religioso, con Cirilo.
Lo cierto es que, en el fondo, no se trataba de
una tensión por un asunto de discusiones sobre un dogma cristiano. Esta era la
justificación formal que se empleaba para una guerra de soberanía sobre la
población, en un momento en el que los contornos entre el poder religioso y el
civil en absoluto estaban definidos y, así, quien contase con un mayor número
de fieles de su lado también obtenía en proporción una cuota de poder superior,
dado que ese mando estaba revestido de legitimidad divina. No es extraño que,
en este estado de cosas, en el que se mezclan religión y ansias de poder, el
conocimiento libre sea el enemigo público número uno, porque disipa esa
nebulosa, aparta el trampantojo que se genera a propósito para legitimar auténticas
aberraciones, máxime cuando quienes las siguen sin crítica de ningún tipo actúan
de forma masiva, sin pensar y a modo de autómatas. Es decir: estamos en
presencia del germen del fanatismo, que es destructivo, con independencia de su
origen. Forma parte de la historia de la humanidad el uso de las religiones
como arma del poder para crecer, porque supone el control de lo material y de
lo espiritual, el miedo de una población sin criterio que sigue al líder como
si de una manada se tratase, sin plantearse el hecho de que, tal vez, les estén
utilizando para otros fines y que lo de menos, realmente, sea la cuestión
religiosa.
No es de extrañar que Hipatia fuera señalada
como alguien al que eliminar de la ecuación, porque ella era, sencillamente, la
gran disipadora de la niebla del poder. Y resultó fácil encontrar a una turba
fundamentalista espoleada por una de las facciones -aquella que tenía la
posibilidad de controlar a la masa desde un punto de vista religioso- que, en
un viaje de regreso, interceptó a la filósofa, y la dio una muerte atroz: la
desnudaron, la despellejaron, la lapidaron, fue desmembrada y sus restos,
quemados. La destrozaron, de forma bestial, con un odio profundísimo revelador
de la pretensión de borrarla de la realidad, que de ella no quedara
absolutamente nada.
Es claro que el fanatismo lleva al odio. La
cuestión por plantear, en definitiva, es si, a la vista de lo injusto de
aquello a lo que conlleva, tal fanatismo responde a algún tipo de razón que lo valide
o que lo justifique. Y la respuesta lógica es que ninguna. Máxime cuando, más
pronto que tarde, la población comprobará en sus propias carnes que realmente
estaba siendo utilizada para una batalla de poder en la que no hacen falta
soldados, sino solo personas carentes de razón que no son capaces de ver lo
evidente y, en su marcha animalesca, aparte de generar daños de todo tipo, al
final, están fortaleciendo a quienes se sirven de ellos para sus propios
intereses.
No hay ética ninguna en los movimientos
fanáticos que instrumentalizan a las religiones para la obtención encubierta de
poder. No se batalla por razón de religión, sino por razón de acaparar más
riqueza, más dominio, más control. Y en ese camino, todo factor que suponga un
despertar que evite la injusticia que eso produce, tiene que ser literalmente erradicado.
Si Hipatia viviera en nuestro siglo XXI vería que el proceder del ser humano no
ha cambiado, y como mujer sensata que era, alertaría desde la docencia y su
saber filosófico, a todos aquellos que la quisieran escuchar, para frenar los
oscuros acontecimientos del mundo actual. Aunque mucho me temo que su propio
destino tampoco sería hoy muy distinto; quizá tamizado a través del filtro de
la hipocresía: una muerte social, mediática, ignominiosa.
“Comprender las cosas que nos rodean es la mejor preparación para
comprender las cosas que hay más allá.”
“La verdad no cambia porque sea o no sea creída por la mayoría de las
personas.”
“Las fábulas se deben enseñar como fábulas, los mitos como mitos y los
milagros, como fantasías poéticas. Enseñar supersticiones como si fuesen
verdades es terrible. La mente del niño las acepta y cree, y solo con un gran
dolor, y tal vez la tragedia, se podrá librar de ellas con los años.”

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