lunes, 1 de diciembre de 2025

Hipatia de Alejandría: víctima del fanatismo

 

Hipatia llegó al mundo entre los años 355 y 370 después de Cristo. Nada hacía esperar que fuera ella quien marcara un momento tan clave en la historia del pensamiento y, por desgracia, también tan ilustrativo de la condición humana. Fue una auténtica sabia, cuyos conocimientos comprendían la matemática, la astronomía y la filosofía. Neoplatónica en sus planteamientos, defensora pues de un mundo de las ideas no reñido con el de la razón, se separó claramente de cualquier posición extrema y personificó en sus días el concepto de mente abierta, reflexiva, sensata, en un juego armónico y bellísimo entre lo material y lo trascendente. Podría decir que Hipatia encarnó en su persona la conocida escena central de la Escuela de Atenas, el fresco de Rafael que pivota sobre la representación de Platón y de Aristóteles, aquél señalando hacia el cielo y éste hacia la tierra. Concilió ambas posiciones, y ella misma fue retratada en el fresco, mirando directamente hacia el espectador en una muestra más de su espíritu apegado al buen criterio y a la necesidad de estudiar la realidad de nuestro mundo para, lejos de solo teorizar, lograr soluciones prácticas.

No obstante, la personalidad de Hipatia es presentada en cierta forma con un aroma de misticismo, de elevación, pues su vida no tenía tacha alguna ni ella se expuso jamás a ciertas vivencias que, consideraba, la alejaban de una pureza que se requería para dedicarse al saber filosófico. En fin, predicó con el ejemplo. Su escuela adquirió increíble fama y contaba con alumnos llegados de muy diversos lugares.

El serio problema para nuestra filósofa poco tuvo que ver precisamente con su tarea de pensamiento y docencia, sino que vino dado por encontrarse, sin quererlo, en el medio de una lucha política entre dos facciones que hicieron de ella una víctima propiciatoria. Se afirma que Hipatia, para quien la filosofía era su creencia, fomentaba en cierta medida el paganismo y por lo tanto era un elemento discordante, a ojos de uno de los dirigentes de entonces, más político que religioso, el obispo Cirilo de Alejandría. Si bien ella se dedicaba a su tarea de enseñar y de abrir la mente de sus alumnos a la luz de la razón, manteniéndose al margen de este tipo de intrigas, sí contaba con seguidores alumnos suyos, en especial Orestes, Prefecto en Egipto, por lo tanto, representante del poder y enfrentado, teóricamente por razones de dogma religioso, con Cirilo.

Lo cierto es que, en el fondo, no se trataba de una tensión por un asunto de discusiones sobre un dogma cristiano. Esta era la justificación formal que se empleaba para una guerra de soberanía sobre la población, en un momento en el que los contornos entre el poder religioso y el civil en absoluto estaban definidos y, así, quien contase con un mayor número de fieles de su lado también obtenía en proporción una cuota de poder superior, dado que ese mando estaba revestido de legitimidad divina. No es extraño que, en este estado de cosas, en el que se mezclan religión y ansias de poder, el conocimiento libre sea el enemigo público número uno, porque disipa esa nebulosa, aparta el trampantojo que se genera a propósito para legitimar auténticas aberraciones, máxime cuando quienes las siguen sin crítica de ningún tipo actúan de forma masiva, sin pensar y a modo de autómatas. Es decir: estamos en presencia del germen del fanatismo, que es destructivo, con independencia de su origen. Forma parte de la historia de la humanidad el uso de las religiones como arma del poder para crecer, porque supone el control de lo material y de lo espiritual, el miedo de una población sin criterio que sigue al líder como si de una manada se tratase, sin plantearse el hecho de que, tal vez, les estén utilizando para otros fines y que lo de menos, realmente, sea la cuestión religiosa.

No es de extrañar que Hipatia fuera señalada como alguien al que eliminar de la ecuación, porque ella era, sencillamente, la gran disipadora de la niebla del poder. Y resultó fácil encontrar a una turba fundamentalista espoleada por una de las facciones -aquella que tenía la posibilidad de controlar a la masa desde un punto de vista religioso- que, en un viaje de regreso, interceptó a la filósofa, y la dio una muerte atroz: la desnudaron, la despellejaron, la lapidaron, fue desmembrada y sus restos, quemados. La destrozaron, de forma bestial, con un odio profundísimo revelador de la pretensión de borrarla de la realidad, que de ella no quedara absolutamente nada.

Es claro que el fanatismo lleva al odio. La cuestión por plantear, en definitiva, es si, a la vista de lo injusto de aquello a lo que conlleva, tal fanatismo responde a algún tipo de razón que lo valide o que lo justifique. Y la respuesta lógica es que ninguna. Máxime cuando, más pronto que tarde, la población comprobará en sus propias carnes que realmente estaba siendo utilizada para una batalla de poder en la que no hacen falta soldados, sino solo personas carentes de razón que no son capaces de ver lo evidente y, en su marcha animalesca, aparte de generar daños de todo tipo, al final, están fortaleciendo a quienes se sirven de ellos para sus propios intereses.

No hay ética ninguna en los movimientos fanáticos que instrumentalizan a las religiones para la obtención encubierta de poder. No se batalla por razón de religión, sino por razón de acaparar más riqueza, más dominio, más control. Y en ese camino, todo factor que suponga un despertar que evite la injusticia que eso produce, tiene que ser literalmente erradicado. Si Hipatia viviera en nuestro siglo XXI vería que el proceder del ser humano no ha cambiado, y como mujer sensata que era, alertaría desde la docencia y su saber filosófico, a todos aquellos que la quisieran escuchar, para frenar los oscuros acontecimientos del mundo actual. Aunque mucho me temo que su propio destino tampoco sería hoy muy distinto; quizá tamizado a través del filtro de la hipocresía: una muerte social, mediática, ignominiosa.

“Comprender las cosas que nos rodean es la mejor preparación para comprender las cosas que hay más allá.”

“La verdad no cambia porque sea o no sea creída por la mayoría de las personas.”

“Las fábulas se deben enseñar como fábulas, los mitos como mitos y los milagros, como fantasías poéticas. Enseñar supersticiones como si fuesen verdades es terrible. La mente del niño las acepta y cree, y solo con un gran dolor, y tal vez la tragedia, se podrá librar de ellas con los años.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


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