Alejandro Magno (356 a.C. - 323 a.C.), el más
grande rey del mundo antiguo, consiguió expandir las fronteras griegas hasta
donde ningún dirigente llegó jamás: de Persia a Egipto, erigiéndose en una
figura dotada de juventud y belleza, por momentos revestida incluso de
caracteres divinos, pero siempre legendaria hasta llegar al día de hoy. Una de
las claves en la conformación de esta increíble personalidad se encuentra en la
decisión de su padre, el rey Filipo II de Macedonia, de encomendar su educación
a un pensador cuya inquietud intelectual en todos los campos le había dotado de
una fama resonante en Grecia: Aristóteles, nacido en Estagira y discípulo de
Platón. Conjuntamente con esta crucial decisión, el rey Filipo también
instituyó a su hijo Alejandro como regente de Macedonia para cubrir sus
ausencias mientras se encontraba en campaña militar, lo que le permitió
realizar la aplicación práctica de las enseñanzas del filósofo estagirita desde
un punto de vista político.
Aristóteles, quien es, en definitiva, el
responsable de la creación de este referente histórico y por ende colaborador
necesario de su éxito, había educado a Alejandro en todas las materias,
forjando a un hombre culto, sensible y racional; ahora bien, lo hizo desde el
prisma más conservador de la identidad griega, imbuyendo a Alejandro de una
concepción sobre la natural superioridad de Grecia respecto del resto de
sociedades circundantes, lo que, llegado el momento de expandirse, legitimaba la
imposición del rey y con ello el arrastre de las estructuras organizativas e
incluso culturales de los dominados. Aristóteles formó a Alejandro sobre la
premisa de lo insustituible e inmejorable de la fórmula de la polis griega, de
la ciudad-estado como ente autosuficiente y decisor de todas aquellas medidas
necesarias para su propia gobernanza. De acuerdo con ello, el rey controlaría a
los territorios conquistados de forma preponderante, pues la autonomía de la
polis era una característica exclusiva del pueblo griego, dada su riqueza
cultural, su superioridad intelectual y avance político, no susceptible de
darse en otras regiones, que requerirían por ello de un mando único y fuerte
que las dirigiese, personalizado en el rey griego.
Pues bien, Alejandro no siguió este modelo. Una
vez que la expansión griega por él liderada llegó a Persia y a Egipto, comenzó
a conformar un sistema político consistente en dos ejes: por una parte, la
creación de múltiples ciudades-estado, más de cincuenta Alejandrías, dotadas de las características de la polis griega; y
al mismo tiempo conservó la riqueza cultural y las formas autóctonas de cada
territorio, enriqueciendo su gobierno central con altos cargos propios de cada
lugar, de modo que, junto a griegos, había también orientales o egipcios. De
este modo, si bien Alejandro era el rey del imperio con el poder que le
correspondía, a su vez, las ciudades-estado se autorregían y se sentían por
ello respetadas, a lo que se unía el reconocimiento explícito de Alejandro a su
identidad y capacidad, al rodearse de cargos procedentes de cada una de ellas a
los que oía antes de tomar la decisión que él tuviera que adoptar. En
definitiva, Alejandro estableció una forma inteligente y respetuosa de panhelenismo y cogobernanza de la que se
extraen unas importantes conclusiones: cómo la historia, por su carácter
cíclico, es siempre la mejor fuente de aprendizaje; y cómo la filosofía resulta
ser una materia imprescindible para el buen destino de la humanidad y el
sensato ejercicio del poder por sus transitorios detentadores.
De Alejandro se dijo que fue el primer filósofo al que siempre se le veía armado; y a diferencia
de la triste relación pupilo-preceptor que se dio entre Nerón y Séneca en Roma,
el vínculo entre Alejandro y Aristóteles, pese a sus diferencias, fue hasta el
final de mutua admiración y afecto. Aristóteles falleció un año después de
hacerlo Alejandro, fue testigo del crecimiento de su querido alumno y Alejandro
nunca dejó de enviar a la escuela de su maestro, el Liceo, todas aquellas
sorpresas que su caminar por el mundo le llevó a descubrir. En definitiva, dos
grandes e incomparables hombres, cuya inmensidad se patentiza en los tiempos
actuales, tanto por su notable ausencia, como por lo irrepetible de sus hechos.
“No tengo miedo de
un ejército de leones dirigido por una oveja; tengo miedo de un ejército de
ovejas dirigido por un león.” (Alejandro Magno)
“La inteligencia
consiste no sólo en el conocimiento, sino también en la destreza de aplicar los
conocimientos en la práctica.” (Aristóteles)
Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Muy atinado e interesante artículo. El mundo griego siempre nos aporta enseñanzas que podemos volver a poner en práctica. Lo malo es, como dice el artículo, que se necesitan para ese cometido personas con una talla moral y una inteligencia que en este momento no vemos a nuestro alrededor. En parte es debido a comportamientos personales mezquinos y, en parte, a falta de cultura humanística. Una buena lección de cogobernanza -palabra de moda- la que ejerció Alejandro Magno.
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