Albert Einstein (1879-1955) es actualmente un
auténtico icono cultural, una de esas personalidades que marcan la historia
reciente de la humanidad. Su imagen va mucho más allá de lo científico, campo
en el que desarrolló su principal faceta, como físico. Sus grandes
contribuciones, destacando la teoría de la relatividad o de campo unificada, han
sido determinantes en el avance de la ciencia y valedoras del Nobel de Física.
Nos encontramos ante un hombre de una inteligencia superior, que se plasma en
algo relevante: sus principales teorías, con la de la relatividad al frente,
ponen de manifiesto que aquello que se produce en la realidad sensible no es
sino, primero, una perspectiva de las cosas, y segundo, originada en
acontecimientos que tal vez no sean patentes o visibles de una forma directa o
apriorística, en el sentido de que no todos los observadores de dichos
acontecimientos iniciales los ven, o si los ven no lo hacen de la misma manera.
Quien está dentro de un tren en movimiento y ve pasar otro tren en movimiento
en los raíles colindantes percibe la marcha del que ve, pero no así la marcha
de su propio tren, pues la realidad inmediata que le rodea se mantiene fija,
percibiendo únicamente que su tren se mueve por una inferencia racional
derivada de la lógica y de algún elemento aislado que le lleva a esa
conclusión, como puede ser el sonido o cierta vibración, pero el observador,
pasajero de ese tren que le lleva, no lo ve moverse, como sí lo hace con el que
aparece enfrente suyo. Así pues, elementos como la velocidad de la luz o la
curvatura del espacio-tiempo, determinantes para entender la realidad, no se
ven ni se perciben, pero sin ellos nuestra comprensión de lo que ocurre en el
mundo no sería posible.
De una manera coherente con este postulado
científico, la cuestión de la divinidad en Einstein es también muy singular.
Dios, para nuestro protagonista, forma parte de todo y todo se identifica con
Él, por medio de lo que Einstein denominó “leyes universales”, que lo son para
cada campo de la vida, no solo el científico, sino también el ético y, por
supuesto, el jurídico. Se trata de una idea de Dios tributaria del pensamiento
de Spinoza, que, lejos de renunciar a su existencia, muy por el contrario, lo
hace presente en todo, y especialmente en el orden de la realidad. Esta organización,
desde los confines del universo hasta el menor detalle de la vida cotidiana de
un ser humano, obedece a una razón, a una ley, a un principio universal, que
por no ser visible o perceptible de forma directa ello no implica su
inexistencia.
Este determinismo en el funcionamiento de la
naturaleza, la causalidad más allá de lo que se percibe, a través de los
universales, de aquellas leyes que basan
lo que consideramos real y sustentan desde lo invisible al armazón positivo de
las normas, físicas y jurídicas, que rigen nuestra realidad y nuestra vida,
desde el amanecer hasta el anochecer, configuran el factor más importante de
toda la existencia, pues la motivan, la originan y la organizan para hacerla
armoniosa, siendo este orden, aunque no se pueda comprender desde un prisma
empírico, lo que en verdad hace posible a la misma realidad que sí notamos.
Llevados los anteriores planteamientos al
Derecho, de nuevo, estas tesis han de implicar la necesaria consideración de
que cualquier sistema jurídico que se estime como tal, esto es, como un ordenamiento, un modelo organizado,
armonioso y coherente de normas, ha de contar con un sustento más allá de lo
positivo. Estas leyes universales, ya sean entendidas propiamente como Derecho
Natural, o como un iusmoralismo no iusnaturalista, en el sentido de cambiante
con el propio devenir de los acontecimientos sociales, son la base por la que
los sistemas jurídicos tienen su razón de ser, y obedecen a la consecución de
un fin, que no es otro que la obtención de la verdadera Justicia. Un
ordenamiento jurídico no sustentado en estas premisas, o dispuesto por un poder
que reniegue de ellas, tendrá por tal sólo el nombre, pues ni su apariencia ni
sobre todo sus efectos serán compatibles con el que debe ser su fin. La leyes
incomprensibles, en su redacción y motivos, y los perniciosos resultados de su
aplicación a los hechos que regulan, ponen en evidencia que el redactor de las
mismas es el timonel de un barco sin rumbo, carente de ética y de valores
públicos, sin mapa moral que le haga legislar con el pensamiento puesto en la
sociedad y en el futuro y no en él mismo y en su egoísta presente.
Una relatividad, por lo tanto, también en lo
jurídico: los universales siempre existirán, aunque el legislador transitorio,
desde su recortada y simplista visión, quiera presentar una realidad contraria
a ellos, y pasada su intervención sobre lo positivo, olvidada su triste
injerencia, esos principios esenciales volverán a reclamar su sitio.
"La mente
humana, no importa que tan entrenada esté, no puede abarcar el universo.
Estamos en la posición del niño pequeño que entra a una inmensa biblioteca con
cientos de libros de diferentes lenguas. El niño sabe que alguien debe de haber
escrito esos libros. No sabe cómo o quién. No entiende los idiomas en los que
esos libros fueron escritos. El niño percibe un plan definido en el arreglo de
los libros, un orden misterioso, el cual no comprende, sólo sospecha. Esa, me
parece, es la actitud de la mente humana, incluso la más grande y culta, en
torno a Dios. Vemos un universo maravillosamente arreglado, que obedece ciertas
leyes, pero apenas entendemos esas leyes. Nuestras mentes limitadas no pueden
aprehender la fuerza misteriosa que mueve a las constelaciones.”
"La ciencia
sin religión está coja, y la religión sin ciencia está ciega."
“Todo lo que
puedas imaginar, la naturaleza lo ha creado ya.”
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