viernes, 9 de agosto de 2024

Mar eterno

 

Soy desde mucho antes de que el primer hombre pisara la faz del planeta. He precedido a vuestros pensamientos y sueños. Y os he dado la vida.

Cuántas generaciones he visto pasear, a lo largo de los años, por mis extremos, por mis playas. Yo no he cambiado. Vosotros tampoco lo habéis hecho.

Y la pregunta que os hago es ésta: ¿Por qué no aprendéis de mí?

Tenéis que daros cuenta de que reducir la vida a lo superficial os está impidiendo conocer la realidad. Yo no soy solamente las olas que veis venir hacia vosotros mientras me estáis mirando de frente. Ni tampoco soy la enorme superficie azul inabarcable en el horizonte. Esa es mi apariencia para vosotros. Pero debajo de ella hay un mundo entero. No lo conocéis.

Cuando me observáis en calma os confiáis. Os transmito sensaciones de tranquilidad y quietud. Pero eso no quiere decir que en mi interior no albergue otros pensamientos. Mi calma puede ser formal, y en verdad estar a punto de desencadenar la mayor de las tempestades.

No hagáis del momento, eternidad.

Pensad que participáis de mi esencia, y, por lo tanto, quizá no somos tan diferentes.

 

“Entre la oscuridad del cielo y de la tierra, ardía con ferocidad sobre un disco de mar purpura iluminado por el fuego rojo sangre de los destellos, sobre un disco de agua brillante y siniestro. Una llama alta y clara, una llama inmensa y solitaria ascendía desde el océano, y desde su cumbre el humo negro se elevaba continuamente hacia el cielo. Ardía furiosamente, lúgubre e imponente como una pira funeraria prendida en la noche, rodeada por el mar, observada por las estrellas.”

                                                                                                             Joseph Conrad



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


jueves, 1 de agosto de 2024

Simone de Beauvoir: tiempos modernos de libertad jurídica

 

Se considera, de forma muy generalizada, que una de las filósofas más representativas del feminismo es Simone de Beauvoir (1908-1986), mujer dotada de una gran inteligencia y pareja (a su manera) de Jean-Paul Sartre, con quien mantuvo siempre una relación basada en la más profunda admiración, si bien la libertad, como concepto filosófico, que tanto caracterizó sus planteamientos, se hizo extensivo, coherentemente, a su vida personal.

La conexión con Sartre se materializó en la adscripción al movimiento existencialista, esto es: en la consideración del ser humano como principio y fin en sí mismo (el “ser para sí”) y como responsable de su propia realización o autoconstrucción, en un entorno social repleto de dificultades para hacer posible ese propósito de perfeccionamiento y en buena medida también hostil hacia quien pretende diferenciarse del resto y crecer como ser, abocando hacia una inexorable rebeldía (y por lo tanto, a la confrontación) para llevar a cabo ese fin personalísimo.

Simone de Beauvoir fundó la revista filosófica Tiempos Modernos y fue la autora de varias obras relevantes, destacando entre ellas El segundo sexo, que ha conllevado a considerar, desde una posición reduccionista, que la filósofa es, esencial y básicamente, un referente del feminismo. Sin negar la importancia de su pensamiento para los derechos de la mujer, su iusmoralismo es mucho más amplio y relevante.

Es cierto que, si se examina la consideración de Beauvoir sobre la cuestión jurídica, su reflexión apunta a la calificación del Derecho como un mito. Y ello, por cuanto los valores esenciales que desde un punto de vista moral defiende la filósofa (la libertad y la igualdad) no dejan de ser una entelequia en los que son el armazón histórico de los sistemas jurídicos occidentales, pues, como es sabido, la subordinación de la mujer al hombre principia en el derecho de la antigüedad, atraviesa el medievo y se adentra hasta fechas en absoluto remotas. De tal modo que, en coherencia con la tesis de un pensador iusmoralista, todos los ordenamientos jurídicos que se separan de esos valores humanos residenciados en el plano de la ética y desde el momento en el que no positivicen la igualdad jurídica entre hombre y mujer se considerarán legales, pero no serán legítimos: en efecto, constituyen un mito, por cuanto que se separan de la realidad para intentar dar una explicación (o una solución) paralela e incierta a los efectos materiales que se derivan de esa realidad.

Pero limitar este planteamiento a la cuestión femenina no deja de ser una visión muy fragmentaria de esta línea de pensamiento.

La ética asentada en la radical libertad del ser humano como principio supremo trasciende a la cuestión del género, que no deja de ser una manifestación o especificación de un planteamiento mucho más importante y general, que supone la lucha contra la opresión del poder en todas sus dimensiones. La pensadora, en este campo, tuvo como punto de partida una consideración individualista del ser humano, propia del existencialismo, pero desde ella evolucionó hacia una perspectiva social, no circunscribiendo la libertad al individuo, sino extendiéndola al colectivo humano, frente a las imposiciones injustas, en tanto que no respetuosas con esa moral o ética pública, provenientes de quienes detentan el poder y se sirven no solo de la fuerza, sino de la ley a la que instrumentalizan para sus fines particulares.

Simone de Beauvoir postulaba, efectivamente, una emancipación, pero no solo ni exclusivamente de la mujer, sino de todos, de la sociedad en su conjunto, para hacer material y auténtica su libertad e igualdad en y ante la ley. La libertad individual -con la consideración de que frente a ella está el deber de respeto a la libertad del otro sujeto- no resulta práctica, realista ni viable si la sociedad completa no la hace efectiva resistiéndose frente a los abusos del poder, incluso aunque nominativa o formalmente éstos se presenten como ejemplos de igualitarismo y sus artífices como simulados adalides de una libertad que no es tal, pues en la práctica los hechos y sus efectos o no cambian, son los mismos, o incluso empeoran. Aquellos integrantes de la sociedad que no asuman una posición proactiva en defensa de sus derechos esenciales frente a un poder autoritario (evidente o encubierto) serán sus cómplices y corresponsables de que en la sociedad los valores de la ética pública, del Derecho Natural, no cristalicen en la vida diaria; por ello, nos encontramos ante una muy peculiar existencialista que terminó enlazando a sus tesis el concepto de fraternidad humana.

En consecuencia, el desarrollo pleno de los derechos más esenciales del ser humano (y entre ellos, pero no solo, el de la igualdad entre hombre y mujer) implica que, desde la individualidad, y para conseguir un pleno desarrollo y perfeccionamiento personales, resulta imprescindible asumir una posición beligerante y no acomodaticia frente a normas o mandatos que en modo alguno conllevan a la verdadera igualdad. Existió, desde luego, feminismo en Simone de Beauvoir, pero, como es de ver, su aportación a la materia moral y jurídica es mucho más amplia, general e importante, no debiendo reconducir estas tesis a una sola parte de ellas, ni hacerlo de manera desvirtuada o radicalizada, ya sea por desconocimiento, o con intención; pues qué duda cabe que el conocimiento es poder, y muy probablemente el saber auténtico lleve a la rebeldía, necesaria para la lucha constante por los derechos de todos, siendo cuestionable que al poder ésto le interese.

“El oprimido no puede realizar su libertad de hombre más que en la rebelión, puesto que lo propio de la situación contra la cual se rebela reside precisamente en impedirle todo desarrollo positivo. Solo en la lucha social y política su trascendencia se proyecta al infinito.”

“Al hombre corresponde hacer triunfar el reino de la libertad en el seno del mundo establecido; para alcanzar esta suprema victoria es necesario, entre otras cosas que, por encima de sus diferencias naturales, hombres y mujeres afirmen sin equívocos su fraternidad.”

“Que nada nos defina, que nada nos sujete: que sea la libertad nuestra propia sustancia.”

“La principal plaga de la humanidad no es la ignorancia, sino el rechazo del conocimiento.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




lunes, 1 de julio de 2024

Sartre: de la autoconstrucción humana a la creación de la ley. Libertad y responsabilidad.

 

Jean-Paul Sartre (1905-1980) fue un insigne filósofo francés cuyas aportaciones en el campo del pensamiento han sido relevantes, y, por supuesto, estas contribuciones tienen su resonancia en la materia jurídica.

No es objeto de estas líneas la consideración de Sartre desde un prisma político, ámbito en el que el pensador transitó, evolucionó en cierta forma, desde unas convicciones iniciales a un final escepticismo respecto de los movimientos de izquierda (lo que, por otra parte, no le ocurrió solamente a él; muchos pensadores atravesaron el mismo camino); o sus sistemáticos rechazos a aceptar los premios que le fueron otorgados, entre ellos el Nobel, precisamente por su condición de filósofo, que él entendía necesariamente marginada de cualquier tipo de influencia, reconocimiento o vanagloria; o algunos posicionamientos sociales del autor que admiten debate; mi reflexión se ubica en el aspecto estrictamente iusfilosófico de su obra.

El autor de El ser y la nada y La nausea centró su línea filosófica en el ser humano como principio y fin de toda realidad. Un humanismo desprendido de connotaciones metafísicas y asentado en lo pragmático. La clave de su pensamiento está en el concepto de construcción de la propia esencia, en la forja de la persona a través de su trabajo intelectual y decisiones propias. No venimos a este mundo con una esencia o personalidad definidas; nuestro ser existe desde el primer momento; pero la esencia de quienes en verdad somos es el fruto de nuestra propia y exclusiva actividad durante la vida. Aquí se patentiza la base racionalista del pensamiento de Sartre, en cuanto que toda persona es un ser pensante y consciente de sí mismo: el “ser para sí”.

Somos, pues, el resultado progresivo de nuestra propia transformación vital, de la madurez derivada de las experiencias y las decisiones. Nadie externamente nos hace; somos nosotros mismos quienes asumimos la responsabilidad de aquello que definitivamente nos configura y diferencia. Este es el verdadero existencialismo: no se trata de una filosofía, en mi opinión, necesariamente oscura, ni se puede asimilar de forma acrítica con el fatalismo: ciertamente, cada uno es el fruto de sus esfuerzos, físicos e intelectuales, de sus decisiones acertadas o desacertadas. Es verdad que Sartre, por coherencia, no creía en una figura divina, pues para él no existía ningún determinismo ni un destino prefijado desde fuera del individuo, ya que el camino se lo construye la propia persona, y, como diría el estoico Marco Aurelio “aquello que se interpone en el camino se convierte en el camino”. Por lo tanto, los principios éticos, los valores y la moral tampoco se originan en una fuente ajena al ser humano, sino que nacen de él, son fruto de su propia razón y de su evolución.

Dados estos fundamentos, es indudable que su traslado al Derecho nos presenta al ordenamiento jurídico como una creación social, humana. Y participando de la propia naturaleza humana como “ser para sí”, la calidad y justicia de las normas que integran ese sistema jurídico será el fruto o la consecuencia -y dependerá- de las decisiones y razones, ponderadas y éticas, o todo lo contrario, del legislador.

Si la ley genera una situación de profunda injusticia, ello es la derivada necesaria de un defecto en la construcción del sistema, de la falta de maduración y de valores auténticos y racionales de quien tiene la responsabilidad del dictado de esa norma.

Surge aquí, precisamente, otro concepto esencial del existencialismo: la libertad. El legislador, como la persona, es libre para tomar sus decisiones, y ello le forjará y le identificará como un bienhechor de la sociedad, al velar por los intereses colectivos, o bien como un dictador encubierto, al emplear el instrumento de la ley en su único beneficio; al igual que cualquier ser humano que no sea especialmente virtuoso y cuyo proceder y decisiones estén fundadas en el puro egoísmo, obrando a impulso de su única conveniencia, aunque el envoltorio, su forma de presentarse, pretenda que sea otra: su carácter y verdaderas intenciones siempre afloran en la realidad y quedan en evidencia, pues toda acción (u omisión) produce un efecto que participa de la misma naturaleza, bondadosa o maligna, de la causa de la que procede, y, como digo, esto es así, aunque la causa se disfrace de algo que no es. Lo mismo ocurre con el legislador y su producción normativa.

La libertad tiene asociada un efecto necesario: la responsabilidad. Si la persona es libre para tomar sus decisiones y esas decisiones individuales, éticamente buenas o malas, marcan su camino y su propia personalidad, también es responsable de hacerse cargo de las consecuencias, favorables o desfavorables, que ello implica. Aquí cristaliza, se materializa, esa ética del individuo: en la asunción de los inexorables resultados de sus hechos, sin lanzárselos a otros o imputarlos al azar.

Si las normas jurídicas resultan ser un completo atropello social, quienes las han dictado son los responsables directos de esos resultados perversos, y lo son desde la perspectiva filosófica, ética. Esos resultados manifiestan quién es el legislador realmente, pues sus hechos definen su esencia. Y aunque jurídicamente el responsable de la elaboración de una ley que propicia el delito no lo es del acto ejecutivo de la misma, respondiendo criminalmente quien se sirve de esa ley injusta para beneficiarse él o beneficiar a terceros, es incuestionable que, junto con ese reproche jurídico-penal, el desvalor moral se ubica en la fuente misma de la creación de la ley, y habla tanto por la ley, como por quien la elabora e incluso por una sociedad que permite la persistencia de tal forma de proceder por parte del legislador.

Puede comprobarse que, incluso desde una tesis filosófica que, de una manera quizá muy simplificada, se ha circunscrito a aspectos fenomenológicos, en el sentido de materiales o externos, ligados a la relación de causa y efecto, entre decisión y resultado, existe un trasfondo ético o de Derecho Natural que permite desenmascarar filosóficamente no solo a personas individualmente consideradas, sino a sociedades, legisladores y gobiernos, calibrando su verdadero nivel de bondad y de justicia, y, por ende, de legitimidad (en términos aristotélicos) de sus normas jurídicas.

 “Depende exclusivamente de ti darle sentido a tu vida.”

 “El hombre está condenado a ser libre, ya que, una vez en el mundo, es responsable de todos sus actos.”

“Al final, yo soy el arquitecto de mi propio ser, mi propio carácter y destino. No sirve de nada aparentar lo que podría haber sido, porque yo soy lo que he hecho, y nada más.”

“Aquello que cada uno de nosotros es, en cada momento de su vida, es la suma de sus elecciones previas. El hombre es lo que decide ser.”

“Lo peor de que te mientan es saber que ni siquiera merecías la verdad.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



sábado, 1 de junio de 2024

Francisco de Goya: los sueños de la razón jurídica

 

Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828), insigne pintor español, gran referente del arte en sí mismo, así como precursor e inspirador de cruciales movimientos pictóricos, abarcó la práctica totalidad de temáticas en su obra, si bien una faceta que me resulta de un significado especial es aquella que plasmó en su grabados, por el trasfondo y la crítica mordaz que encierran.

Goya convivió con la Ilustración, él mismo era un ilustrado, y por lo tanto un adalid de la primacía de la razón en la vida, de la verdadera justicia y también de la ética como base para desarrollar una sociedad ecuánime en lo moral y equilibrada en lo jurídico. No es de extrañar que, de forma incisiva, en sus grabados, dentro de la serie denominada Caprichos, apuntase hacia los sectores de la política y del clero de su época de un modo muy duro, que inteligentemente supo cubrir con un velo metafórico para evitarse represalias. 

Quiero referirme al grabado que se ha considerado como la portada de sus Caprichos, aquél que el pintor tituló El sueño de la razón produce monstruos.

Goya se autorretrata sobre su mesa de trabajo, recostado en ella, dormido, y rodeado de seres que adquieren la forma de animales relacionados con la oscuridad, algunos de un tamaño anormalmente grande, murciélagos, gatos y búhos.

El autor, desconectado de la realidad, fuera de la luz, se ve acechado por un mundo de otra dimensión, de tinieblas, en el que los seres que se presentan adoptan la forma de animales, aunque se intuye que esa no es su verdadera naturaleza; algunos de ellos lo exteriorizan de forma abierta, como el enorme ser volador sobre el autor que indiscutiblemente no es un murciélago, sino una hibridación que trata de asimilarse a ese animal; otros miran fijamente al espectador desde la espalda del retratado, de una manera intimidante, trasladando el mensaje de que nos ven, y nos dicen sin palabras que no es solo Goya quien está rodeado de ese mundo de sombras; y otros seres, con forma de búho, adoptan actitudes humanas, como darle al pintor un instrumento para que haga su obra.

El mensaje que encierra este grabado es, desde mi punto de vista, real e inquietante, así como con reflejos en diferentes ámbitos. El primero de ellos es claramente moral, y enlaza la privación de la luz de la razón con la entrada del vicio, del miedo, de la corrupción y de la ausencia de ética, que representan los seres de la noche. Aquí encontramos la primera manifestación del pensamiento ilustrado: la razón es la única fuente de claridad, y donde no hay razón, sobreviene la degradación, lo sombrío.

El segundo contenido implícito del grabado, muy relevante, se encuentra en los detalles: uno de estos seres, desde ese mundo de la oscuridad, mira al pintor y le ofrece un pincel para que plasme lo que sueña mientras está despojado del criterio racional. Es decir, le está dando indicaciones con la finalidad de que el mensaje procedente de ese mundo ominoso pase a la realidad tangible, se materialice y cause sus efectos, en un intento de que las sombras prevalezcan finalmente sobre la luz.

Un traslado del sentido de esta obra a la justicia permite observar que su alcance tiene una elocuencia y precisión más allá de épocas. Por una parte, Goya indica que en un mundo ajeno a la razón lo que surgirá será siempre el mal. Así pues, desde el Derecho, unas normas jurídicas que respondan a voluntades ominosas por cuanto que particulares e interesadas, y por ende que no atiendan al sentido último de la razón y de la ética, que no tengan en cuenta los bienes y valores esenciales del ser humano y que pretendan favorecer a quienes las promulgan en lugar de proteger el interés público y a los sectores necesitados de una salvaguarda efectiva, serán la vía para la injusticia. La confrontación entre el Derecho Positivo y el Derecho Natural, en su vertiente racionalista, está aquí representada de forma gráfica. Nos deja entrever que siempre existirá una tendencia al dictado de las normas desde ámbitos opacos y egoístas, y que solo la ética y la razón permitirán al despertar no asumir semejantes imposiciones, reaccionando proactiva e intelectualmente frente a ellas. El filtro de la razón y de la moralidad ofrece la luz necesaria que disipa las tinieblas a las que tiende el poder, permite ver su auténtica naturaleza e impedir que encarne en la vida real y ordinaria de la sociedad, mediante leyes profundamente injustas porque en ellas, sin cortapisa, la oscuridad ha prevalecido.

Y además, resulta significativo que, desde un prisma político, en el momento en el que la rectitud ética de los partidos empieza a resquebrajarse, y lo hace, aunque aparente que no sea así, cuando en vez de defender sus posiciones de una forma genuina, auténtica, educada y noble, buscando el bien de todos, en verdad prescinda de la ética para lograr el poder a costa de los votantes y no en beneficio de ellos, en efecto, surgen los monstruos, en forma de posiciones extremistas desde ambos lados ideológicos que hubieron de haber quedado enterradas en la historia, en el pasado, y no aflorar de nuevo en pleno siglo XXI, momento en el que, teóricamente, la luz tenía que ser no ya resplandeciente, sino cegadora, y no encontrarse en un estado de languidez como en el que está, que propicie que se tengan que echar de menos momentos y personas de hace siglos, cuando no milenios. La responsabilidad de haber llegado a esta situación sabemos claramente dónde se ubica. Goya nos lo dice en su obra.

En ambos casos, desde ese mundo de oscuridad, con el ofrecimiento del pincel al artista por uno de los monstruos, se invita a que aquello que mora en las tinieblas, y que la razón y la ética confinan, penetre en nuestra vida: a través de la ley, al separase del Derecho Natural; a través de la política, mediante una invitación que se transforma en imposición alcanzado el poder y que además resucita y trae de vuelta al presente a monstruos ya conocidos que surgieron precisamente en momentos de falta de principios morales y de altura racional.

En nuestras manos, como en las del gran pintor de Fuendetodos, está el no aceptar ese pincel que desde la oscuridad los monstruos nos ofrecen (o nos imponen) para pintar la realidad a su medida, como a ellos les conviene, fuera de los límites de la razón y de la ética, con el fin de resurgir en la realidad y arrasar nuestro modelo de vida y convivencia.

“El acto de pintar se trata de un corazón contándole a otro corazón dónde halló su salvación.”

“La fantasía, aislada de la razón, solo produce monstruos imposibles. Unida a ella, en cambio, es la madre del arte y fuente de sus deseos.”

“Nadie se conoce. El mundo es una farsa: caras, voces, disfraces; todo es mentira.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


domingo, 5 de mayo de 2024

Paul Auster: una idea de Justicia

 

“Si la justicia existe, tiene que ser para todos; nadie puede quedar excluido, de lo contrario ya no sería justicia.”

Esta cita de Paul Auster (1947-2024) debe resonar en el mundo actual. Cuánta razón en pocas palabras. Fiel a su estilo conciso, el autor norteamericano ha conseguido ofrecer un concepto de justicia atinado, exacto. Una definición de la justicia que aglutina siglos de pensamiento y evolución, superando la barbarie de la venganza privada y civilizando la resolución de conflictos.

De especial importancia es el que esta tan acertada definición del término proceda de un autor de la relevancia de Auster, quien, en su literatura, se asienta en las vicisitudes del ser humano contemporáneo, en sus complejidades, en un devenir vital que, lejos de cualquier trascendencia o metafísica, se desarrolla en un surgir azaroso de los acontecimientos, en unas decisiones sobre ese destino marcado por las circunstancias sobrevenidas, en un marco existencialista de la vida humana.

Pero, pese a ello, siempre debe existir un elemento que permanezca invariable en el constante fluir de los acontecimientos inesperados. Este elemento aporta orden en el caos inexorable; es la única brújula que permite contar con un norte que oriente la toma de las decisiones a las que el ser humano se ve abocado en su día a día.

El autor de la Trilogía de Nueva York, Premio Príncipe de Asturias de las Letras, nos transmite una idea de justicia como componente vertebrador de la realidad cambiante, de las circunstancias inevitables que hemos de afrontar en lo cotidiano, como así hacen sus personajes.

Siglos de racionalismo, de ilustración, de luz intelectual, en definitiva, cristalizados en una definición plena de la justicia. En efecto: la igualdad en la aplicación de la ley, la primacía del Derecho sobre el poder, la exclusión de ámbitos de impunidad, nos (debería) hermanar a todos. Iguales en la justicia, como iguales en la muerte.

Y si el concepto de justicia es luz de guía de una vida sujeta a la incertidumbre, no cabe duda de que, tras ella, una ética sólida hace posible que las decisiones sean ponderadas, equilibradas. Por ello el sentimiento de culpa, de responsabilidad interna, es tan propio de los personajes que transitan las obras de Auster. No puede haber tal sentimiento si no existe un principio de moralidad, de ética. Hablar de justicia igual para todos es referir uno de los valores o principios esenciales que hacen del Derecho el instrumento de la justicia verdadera, ubicados en un plano superior a lo meramente escrito. Incluso en un mundo sujeto a una deriva imprevisible, algunos pilares lo mantienen en pie: la ética y la justicia que se fundamenta, verdaderamente, en aquélla.

Puede entenderse que, desde esta perspectiva intelectual, no sean admisibles sistemas políticos y jurídicos meramente semánticos: democracias que funcionan como disfraces de dictaduras encubiertas, pues en estos sistemas la justicia no es, en la práctica, igual para todos, pese a nombres y fórmulas que expresen lo contrario. Y la base inicial para llegar a esta situación está en la carencia de principios éticos, desde lo privado a lo público, manifestados en la cobertura y defensa de intereses particulares como si fueran colectivos.

Esta es una sucinta reflexión (también a modo de homenaje) que me ofrece el concepto de justicia de uno de los más importantes escritores de la actualidad. Él se ha ido, pero su obra y pensamiento se quedan, como esa misma luz de guía que antes referí, participando de la naturaleza eterna de aquello que es esencial para el buen desarrollo de la vida humana; pese a los cambios, pese al azar, pese a lo imprevisto.

“Me he lanzado, me he desmandado, me he remontado a las alturas, y por muchas veces que me haya estrellado contra el suelo, siempre me he puesto en pie para volverlo a intentar (...) Esto es lo que siempre he soñado (…) mejorar el mundo. Llevar un poco de belleza a los grises y monótonos rincones del alma. Se puede hacer con un tostador, con un poema, y se puede hacer tendiendo la mano a un desconocido. Da igual cómo se haga. Dejar el mundo un poco mejor de cómo lo has encontrado. Eso es lo máximo a que puede aspirar un hombre.”

“Un libro no acabará con la guerra, ni podrá alimentar a cien personas, pero puede alimentar las mentes, y a veces cambiarlas.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




miércoles, 1 de mayo de 2024

Avicena: inteligencia y Derecho

 

Avicena es el nombre latinizado de Ibn Sina (980-1037), gran intelectual persa, que, como ocurrió con otros eminentes pensadores de la humanidad a lo largo de la historia, no se circunscribió a una sola faceta del saber, sino que entendió el conocimiento como la suma de todas las disciplinas: astronomía, ciencia, medicina…hasta así conformar, en plenitud, una tesis filosófica completa. Avicena fue lo que hoy llamaríamos un niño de altas capacidades o superdotado: con catorce años, poseedor de una memoria prodigiosa, recitaba el Corán en su integridad y estudiaba de forma autodidacta. Hasta tal punto fue Avicena avanzado que, siendo un adolescente, ya tenía fama como médico y había salvado la vida de un emir. Escribió más de 300 libros, entre ellos su Canon de Medicina. Trabajador incansable, por las mañanas se dedicaba a sus labores profesionales y por las noches a la ciencia. Una vida tan intensa y llena de actividad que le llevó a un agotamiento físico y mental y a su fallecimiento a los cincuenta y seis años.

Como he referido, Avicena se dedicó a prácticamente todas las actividades intelectuales posibles, con una especial preponderancia en la medicina. Pero si atendemos a sus tesis filosóficas podemos extraer conclusiones muy relevantes para su aplicación a la materia jurídica.

Nuestro autor recibió la influencia esencial de Aristóteles y la conjugó con las tendencias neoplatónicas, para construir una nueva concepción de la metafísica y explicar el concepto del ser. Bien es cierto que tuvo que estudiar muy profundamente la metafísica aristotélica, que consideró compleja, hasta llegar a entenderla como deseaba y debía. Para Avicena, en primer lugar, la realidad se compone de esencia y ente. La primera, abstracta y el segundo, concreto. La primera, necesaria y el segundo, contingente. La conformación de la realidad se produce cuando sobre el ente, cuya existencia es meramente una posibilidad, actúa la esencia universal y abstracta a modo de causa. Así, el ser humano (ente) existe porque sobre él actúa la causa esencial (Alá, como primer motor divino) que lo dota del componente espiritual. De modo que el ente (transitorio) no puede existir sin intervención de la esencia (eterna). Ente y esencia conforman al ser. Y en segundo lugar, del análisis del propio ser humano, concluye la confluencia en él de dos modalidades de inteligencia: el intelecto activo o agente y el intelecto pasivo o paciente. Este último actuaría como un verdadero receptor de las señales de la inteligencia activa, procedente de un ámbito superior, que dota a ese receptor de su individualidad, criterio y personalidad propia. Sin la actuación de la inteligencia activa superior, la pasiva es una mera potencia, no llega a materializar una sustantividad.

Como puede comprobarse, toda realidad en Avicena es, en cierto modo, una composición de dos elementos: el material y el espiritual, el empírico y el metafísico, indisolubles para que aquello que estimamos real efectivamente así lo sea.

Por lo tanto, si estas tesis explican toda realidad, su traslado al Derecho es evidente: el Derecho Positivo -las normas jurídicas escritas- que no tenga un fundamento primero que lo legitime, que lo justifique esencialmente, queda en una mera potencia de lo que debe ser, como instrumento para llegar a la Justicia. Sobre este Derecho debe incidir un componente superior, ubicado en otro plano, que lo dote de fundamento, de legitimidad. En definitiva: que motive racionalmente la necesidad y pertinencia de esas normas jurídicas. De nuevo, todos aquellos postulados metajurídicos propios de la ética, particular y pública, el acervo de principios y valores ubicados en un ámbito filosófico y racional, aquello que tantos autores denominaron Derecho Natural, desde sus diversas perspectivas y tesis, dota de vida y razón de ser a las normas jurídico-positivas. Estas normas no pueden existir (considerando la existencia como un acto filosófico de necesidad) si en ellas no concurre una causa primera, una inteligencia activa o agente. Con el devenir de los tiempos, y sobre todo con el racionalismo y el posicionamiento del discernimiento humano por encima de los dogmas y de las atribuciones divinas, esta esencialidad del Derecho vino determinada por la razón, de la que emanaron los derechos humanos y los valores primordiales. Es algo patente que cuando en la actualidad nos encontramos con leyes que producen unos resultados prácticos incomprensibles e incluso perjudiciales, vemos que la Justicia no se hace presente en su aplicación, y ello es así porque esas leyes carecen de razón auténtica que las justifique, estando desprovistas de aquel elemento trascendente (esto es, de su esencia) que determina que sean un acto de necesidad, y por lo tanto podemos comprender que, en verdad, no existen como verdaderas leyes, sino que se manifiestan como algo meramente potencial, en tanto que incompleto y por ende imperfecto: una forma, un mero revestimiento, una apariencia de aquello que no son verdaderamente y cuyo nombre adoptan, cuya plasmación material, su efecto práctico, no es otro que la injusticia, lo que también revela cuál es su naturaleza genuina, alejada del fundamento del auténtico Derecho, que es la suma de ética y de norma positiva. 

Avicena fue un adelantado a su tiempo, una mente preclara; creó su propia tesis y fue el catalizador del saber griego hacia el pensamiento posterior, influyendo en el gran Averroes, en la escolástica, y anticipando, con su planteamiento de la inteligencia y su vinculación con el ser, un postulado filosófico que marcó, siglos después, un hito para la humanidad: cogito ergo sum, pienso luego existo.

“Un médico ignorante es el ayudante de campo de la muerte.”

“El primer paso para la ignorancia es la arrogancia.”

“El conocimiento de cualquier cosa, dado que todas las cosas tienen causas, no es adquirido o completo a menos que sea conocido por sus causas.”

“El candil o lámpara, representa la inteligencia adquirida, ya que la luz es una perfección para lo transparente, y deposita en la inteligencia material a la inteligencia adquirida convirtiéndola en un reflejo de sí misma.”

“La vida es como un viaje, y cada experiencia es un paso más hacia la sabiduría.”

“La verdad es la base de la Justicia y la equidad.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación




lunes, 1 de abril de 2024

David Hume: evitando que legislar equivalga a construir castillos en el aire

 

David Hume (1711-1776) fue uno de los más importantes filósofos de la historia. Escocés de nacimiento, sus planteamientos supusieron una genuina innovación para las corrientes del pensamiento existentes hasta entonces, ramificadas en la metafísica y el racionalismo. Hume fue, ante todo, un empirista. Aquello que existe, la manifestación externa de la realidad, es lo que se percibe sensorialmente y genera una impresión en el individuo, esto es, la certeza, en el grado más fuerte del término, sobre la verdadera existencia. Frente a la impresión, como percepción de la realidad, surge la idea, que no es sino fruto de un conjunto de impresiones previamente adquiridas, pero que no puede ser acreditativa de la realidad, como sí lo es la impresión, pues la idea se forma con la combinación de impresiones diversas, cada una con sus propias variables, y por lo tanto, alcanza per se un estatus de abstracción o de inconcreción que la separa de la necesaria certeza como característica propia de la realidad.

Hume es el autor del Tratado de la naturaleza humana, obra filosófica cumbre, al que se sucedieron importantes libros sobre la moral y la política, y que hizo que el propio Kant se refiera al pensador de Edimburgo como “quien le despertó del sueño dogmático”. En efecto: Hume combatió todos aquellos conceptos filosóficos que se separaban de la certeza de las impresiones, y en definitiva, de la experiencia y la costumbre, siendo éstos los términos clave de su filosofía y de la comprensión del ser humano. Todo aquello que estuviera marginado de la verificación empírica entraba en el terreno de lo indemostrable, del dogma impuesto, y en consecuencia, no podría ser tomado como una realidad: por este camino, la metafísica tradicional no tendría un lugar dentro del pensamiento empirista, de modo que la comprensión del ser, y con este concepto, todos aquellos que tuvieran componentes trascendentales carecerían de la validez necesaria para adquirir el verdadero conocimiento de la realidad. Lo etéreo de estos términos metafísicos hacía que para Hume se tratara con ellos de construir castillos en el aire, sin más fin que la divagación y sin la aspiración de conseguir un conocimiento cierto. Respecto del racionalismo, el escocés advirtió que las ideas innatas, tan propias de este movimiento, no pueden existir. Toda idea nace de la impresión, y el conjunto de impresiones a lo largo de la vida del individuo determinan su experiencia y lo conforman como tal.

Evidentemente David Hume es uno de los grandes inspiradores del positivismo, en general, y del jurídico en particular. Nada hay más allá de los ordenamientos jurídicos y de las normas que los integran, pues su vigencia y eficacia, en cada momento y sociedad, son atributos perceptibles, impresiones, de su realidad. Ahora bien, no debe, en modo alguno, desligarse la filosofía empirista de Hume de sus consideraciones sobre la moral humana, y de la necesidad de la construcción de una ética personal y pública.

David Hume era defensor de una realidad incontestable: la emotividad del ser humano, en el que concurren emociones y razón. Lo determinante es todo aquello que las impresiones generan para el individuo, que no se limita a lo objetivo, sino que van más allá del dato y producen una sensación, ya sea de agrado, desagrado, o cualquier otra. La razón atempera esas emociones y responde ante ellas, canalizando sus efectos y habilitando tanto el bienestar propio como el colectivo.

El que Hume descartara lo trascendente no significa que renegase de lo emocional y de la necesidad de conformar una serie de principios, ubicados en un plano diferente al empírico, o a lo positivo, que habilitasen la convivencia humana desde sus bases y que contasen con su correspondiente traducción material, a través de normas jurídicas justas. La característica clave en su filosofía moral fue la empatía.

Solo mediante la puesta en el lugar del otro, cuando se produce un acontecimiento agradable o desagradable para el semejante, puede comprenderse que la convivencia no reside en la búsqueda del bien exclusivamente personal, sino en la comprensión de las emociones del semejante, y sobre ese entendimiento, construir unas bases morales, una ética común que procure lo mejor para la colectividad, y que redundará en beneficio también del individuo, como integrante de esa sociedad.

De este modo, la ética de Hume, sin dejar de entrar en el ámbito intangible de las emociones, adquiere una nueva dimensión, ajena a conceptos abstractos y sí residenciados en una realidad, como es la innegable naturaleza emotiva de la humanidad. Así, si una ley emanada por el poder no atiende a la sensibilidad social, y obedece a intereses exclusivos del mismo poder, sus efectos no serán en absoluto positivos, y generarán de este modo impresiones sumamente desfavorables, que una vez asimiladas por cada individuo, determinarán en él un rechazo elemental, y no tanto por la forma o palabras de la ley, sino por su trasfondo, su verdadera motivación y la finalidad que el poder persigue con ella, dando lugar a su deslegitimación desde el plano de la ética.

En consecuencia, incluso para el padre de la filosofía empírica, no es posible considerar Derecho a toda aquella norma jurídica que se separe de la ética pública y que no empatice con el bienestar de todos, sino solo con el de unos pocos o con el del mismo poder. Así puede, con nitidez, entenderse por qué Hume afirmaba que nadie puede imponer que el ser equivalga al deber ser, y que una mera proposición descriptiva o enunciado fáctico no se erige en proposición normativa por el solo dictado de quien la produce, sino porque esta proposición sea acorde con la ética pública. Las leyes que no obedezcan a esta finalidad serán, exactamente, constructos carentes de buen sentido, y como aquellos conceptos abstractos e inescrutables, auténticos castillos en el aire abocados, tarde o temprano, a su derrumbe.  

“Podemos cambiar el nombre de las cosas, pero su naturaleza y acción sobre la mente nunca cambian.”

“El hombre es un ser racional y continuamente está en busca de la felicidad que espera alcanzar mediante la gratificación de alguna pasión o sentimiento. Rara vez actúa, habla o piensa sin una finalidad o intención.”

“La naturaleza mantendrá siempre sus derechos y, finalmente, prevalecerá sobre cualquier razonamiento abstracto.”

“Debo reconocer que un hombre que concluye que un argumento no tiene realidad, porque se le ha escapado a su investigación, es culpable de imperdonable arrogancia.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación