domingo, 1 de diciembre de 2024

Apio Claudio "El Ciego": tienes aquello que te mereces

 

Apio Claudio, apodado “El Ciego” (340 a.C. – 243 a.C.) por haber perdido la vista en su vejez, o “El Censor” por uno de los cargos que más representativamente asumió, fue un político, escritor y orador romano de la época de la República. En muchos aspectos fue un pionero, tal vez un tanto soterrado en la historia por la sucesión posterior de insignes figuras que adquirieron una mayor fama con los años y los siglos, si bien su nombre y obra a través incluso de quienes le siguieron en el devenir de los tiempos fue puesta en valor.

Apio Claudio tuvo una carrera meteórica en el ámbito político romano, atravesando el cursus honorum prácticamente en su integridad (edil, senador, cónsul, dictador, interrex, y por supuesto, censor). Su idea fue integrar en el Senado a las clases que se consideraban inferiores, entre ellas a los libertos, y a través de su cargo de censor, al confeccionar las listas al Senado, obtener la vía de acceso al mismo de estas clases, lo que generó cierto escándalo entre los patricios, esto es, el estatus nobiliario, dando muestras Apio Claudio de fuerte personalidad al no doblegarse ante las presiones políticas para que dimitiera. Al contrario, su plan era que las clases sociales a las que él les abría las puertas le alzasen en su carrera, cosa que consiguió.

Esta inteligencia política también la trasladó al ámbito militar, obteniendo éxitos notables, y en materia de obras públicas, acometió la construcción de importantes infraestructuras, como la Vía Appia, o el primer acueducto de Roma.

Gran orador, cuyas palabras fueron ensalzadas por Cicerón, en la materia jurídica sus contribuciones fueron esenciales. A un nivel teórico, Apio Claudio es el autor del que puede considerarse uno de los primeros tratados de Derecho, despojando de su exclusividad a quienes hasta entonces en Roma manejaban los asuntos jurídicos, los pontifex. Así, escribió una obra sobre la interrupción de la prescripción adquisitiva o usucapión, titulada De usurpationibus, y redactó las Legis Actiones, esto es, las normas procesales de la época, en su afán de hacer los asuntos jurídicos más próximos al pueblo, para que se pudiera contar con algún tipo de manual que diera las pautas para saber cómo dirigirse al poder impetrando la acción de la justicia. En este afán de aproximación de la justicia a todos, Apio Claudio creó un calendario de “días hábiles” para conocer cuándo, qué días concretos, se administraba justicia. En fin, estamos ante la semilla de lo que hoy llamamos seguridad jurídica.

Hay una faceta de su personalidad a la que me quiero referir en especial. Como ocurre con los grandes intelectuales, su genialidad no estaba limitada a un solo plano del conocimiento, sino que nos encontramos ante un hombre polifacético, pues, más allá de lo político, lo jurídico o lo militar, Apio Claudio fue también escritor y moralista, siendo así un nuevo ejemplo de jurista pleno: aquel que no puede entender el Derecho al margen de la ética, al formar un todo unitario.

Escribió, en formato de aforismos, una serie de sententiae en las que trasladaba brevemente sus pensamientos sobre la vida, la libertad y la responsabilidad. Entre ellos para mí tiene una significativa importancia el siguiente: “faber est suae quisque fortunae”, es decir: “cada uno hace su propia fortuna”.

Es importante que Apio Claudio ya refiera en su época, como realidad irrefutable, que, según como cada uno actúe y se comporte en la vida, así tendrá los resultados que merezca. No dependerá de los hados ni de los dioses, sino del proceder y de la actitud personales. La pérdida de oportunidades, el alejamiento definitivo de personas, serán la consecuencia de los actos o de las omisiones propias, de la pasividad o del silencio voluntarios.

Para el Derecho, esta primacía de la voluntad y no de lo aleatorio es esencial, pues de aquí se derivan la culpabilidad en el ámbito penal o los efectos en los negocios y relaciones jurídicas en lo civil; siendo de estricta justicia el que cada uno reciba lo suyo, conforme a lo que merezca y haya hecho, como Ulpiano estableció dando lugar a una de las máximas nucleares de la ciencia jurídica.

Desde la Filosofía, la capacidad para hacerse responsable de los propios actos ha sido uno de los pilares maestros para alcanzar una concepción verdadera del ser humano, independiente de fuerzas superiores a las que atribuirles las negativas consecuencias de su mal hacer. El reconocimiento de los efectos de los propios actos define al superhombre, asumiendo que la libertad implica responsabilidad y consecuencias en la propia vida, en el entorno y también genera una lógica respuesta en el semejante.

Una relevante tesis de Apio Claudio que ha tenido su eco incluso en la literatura universal, pues Miguel de Cervantes llevó esta enseñanza al Quijote: Alonso Quijano replicó a Sancho, cuando éste le decía que la fortuna era una mujer que, se comentaba, tenia un proceder muy caprichoso y que, por motivos desconocidos e incontrolables, actuaba de una forma diferente dependiendo de la situación, que eso no era así, que no se equivocase, pues cada uno de nosotros, según se comporte, forja su propia suerte, su propio destino, su propia aventura vital.

"Apio, irguiéndose de inmediato, dijo: Hasta aquí romanos, soportaba penosamente la suerte de mis ojos, pero ahora me duele no ser sordo además de ciego y escuchar en cambio vuestros vergonzosos decretos y resoluciones que demuelen la gloria de Roma. ¿Dónde está pues aquel renombre vuestro, susurrado constantemente a todos los hombres?”

 


Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 

 

viernes, 1 de noviembre de 2024

William Shakespeare: una justicia atemperada por la equidad

 

William Shakespeare (1563-1616) es, sin duda, uno de los más grandes escritores de la historia de la humanidad. Nacido en la localidad inglesa de Stratford-upon-Avon, su legado en la literatura es inmenso. Si bien comenzó siendo, esencialmente, un dramaturgo, toda su obra tiene tal cantidad de facetas y de posibilidades de abordaje y estudio que hacen de Shakespeare un sabio. No se trata de un autor que tenga por objetivo tanto el adoctrinar o lanzar mensajes moralizantes como el exponer la naturaleza humana, con todas sus luces y sus sombras, con sus contradicciones, a nivel ético e incluso jurídico. Su producción, por ello, también tiene un corte genuinamente filosófico, pues permite al lector abrir una puerta hacia el pensamiento y llegar a su propia conclusión acerca del buen o mal hacer de los personajes, tomar posición en ese debate moral, y ver también cómo la injusticia está presente en las preocupaciones del autor, pues el Derecho no deja de ser una emanación del ser humano, y por ende va a participar de su propia condición, aunque a las normas jurídicas se las pretenda dotar de un carácter aséptico u objetivo: así es en apariencia, pero no podemos discutir el que la realidad de la razón de ser de las leyes -y cada vez con una mayor y más patente constancia- no siempre responde a un interés o bien general, sino a uno muy particular, con efectos que, por su perversidad, así lo ponen de manifiesto.

Debe tenerse en cuenta que el contexto de la vida y obra de Shakespeare es el del tránsito hacia el Estado Moderno, con una auténtica revolución intelectual que tiene sus muestras en el arranque de la idea de la separación entre el poder civil y el eclesiástico, en medio de tensiones lógicas para que esto tuviera efectivamente lugar, con una Inquisición que seguía operando; un giro intelectual progresivo hacia el hombre y no tanto hacia lo divino, surgiendo un concepto de ética y de derecho natural ubicado en la razón, y causa matriz del contrato social para llevar a cabo la convivencia de los pueblos; el nacimiento de un Derecho Internacional Público precisamente inspirado en estos derechos primigenios de base ética, filosófica; y la entrada de un ánimo revolucionario ante la ley injusta por no obedecer, de base, a la motivación de ética pública que la debe inspirar. En definitiva: son tiempos en los que el empuje de la razón se abre paso entre las penumbras del dogma, con las consabidas resistencias del poder, y las obras de Shakespeare así lo reflejan, también, desde luego, en lo que hace a la cuestión de la justicia, algo de especial relevancia para el autor; prácticamente en todas ellas hay un reflejo de la aplicación de la ley y de sus consecuencias, atendiendo a la intención del legislador más allá de las apariencias de objetividad y conjugado con la aplicación de esa norma al caso, que produce resultados que chirrían desde un punto de vista ético, dejando aparte las ambigüedades de los personajes. El paradigma de ello son obras como El mercader de Venecia o Hamlet, pero este asunto de la injusticia subyace como uno de los grandes temas en toda su producción, siendo en este punto coincidente con los genios Miguel de Cervantes o Lope de Vega, en España.

Si hay una cuestión de especial relevancia en lo que hace a lo jurídico en el autor inglés es la concerniente a la equidad. No es una nueva idea, pues la aequitas tiene su origen en el Derecho Romano, pero si Shakespeare lo trae a colación es debido a la necesidad de buscar un elemento que impida que, bien la aplicación de la ley a un caso, o bien la interpretación que de la misma se pueda hacer en particular, lleve a unos efectos manifiestamente injustos, con condenas que incluso puedan suponer la muerte física o civil del justiciable. La equidad es aquí un concepto ético, que debe ser aplicado en el Derecho, y ello por razones no tanto jurídicas como humanas, pues la condición del ser humano tiene sus ambivalencias y sus escalas de grises; no todo es blanco o negro, y según cada supuesto, la ley debe adecuarse y su aplicador debe ponderar todos los derechos existentes y valorar los hechos desde una perspectiva individualizada y adecuada. La justicia no trata de dar a todos lo mismo, sino de dar a cada uno lo que le corresponde. Y esto, si no se atiende a la equidad, puede no tener lugar en el caso de una aplicación en sentido estricto de la ley.

En el juicio de El Mercader de Venecia, o en la historia de Hamlet, Shakespeare nos llama a ver los hechos desde una perspectiva abierta, no limitada a lo estrictamente jurídico, y a entender desde lo humano las razones que, por ejemplo, llevan a Hamlet a tener el sentimiento de venganza por el asesinato de su padre a manos de su tío para hacerse con el poder, y a dudar de lo que es correcto o no lo es, incluso valorando su propio suicidio, teniendo en cuenta la inadecuación y desproporción de los medios en uno y en otro caso para conseguir un fin; o a valorar el reclamo de Shylock a Antonio por prestarle 3.000 ducados y no devolvérselos (una libra de su propia carne, cercana al corazón), que más tarde se vuelve de cumplimiento imposible al no poder derramar la sangre del prestatario y en virtud de ciertas argucias darse la vuelta completamente la situación, en un claro ejemplo de contrato leonino (si empleamos la terminología que nuestra veterana Ley Azcárate, muy atinadamente, estableció y a día de hoy pervive) y por ende injusto.

La visión filosófica y crítica de la ley es, por lo tanto, la única vía auténtica para poder alcanzar la verdadera justicia, y solo con la ética, a través de la equidad aplicada a cada caso, podremos obtener resultados que puedan llamarse justos, lo que lleva a concluir que no todo lo legal es legítimo y que el bien común en muchas ocasiones precisa de la intervención de una ponderación sensata y sana de las circunstancias propias de cada caso, no pudiendo desligar la Filosofía de la teoría y la práctica del Derecho.

 

"No    debemos    hacer    de    la    ley   uno   de   esos   espantajos   que   se   plantan   en   tierra   para   asustar   a   las   aves   de   rapiña;   ni   dejarla   siempre   en    la   misma   actitud   inmóvil,   o   el   hábito   acabará   por   hacer   de  ella   su   percha   y   no   el   objeto   de   su   terror."

“En extrema justicia ninguno de nosotros encontrará salvación.”

"El   cetro   puede   mostrar    bien    la   fuerza   del   poder   temporal,   el   atributo   de   la   majestad,   y   del   respeto   que   hace   temblar   y    temer    a    los    reyes.     Pero    la   clemencia    está   por    encima    de   esa   autoridad    del    cetro;    tiene    su    trono    en    los    corazones    de    los    reyes;    es   un   atributo    de   Dios   mismo,    y   el   poder   terrestre    se    aproxima    tanto    como    es   posible    al   poder    de    Dios   cuando    la    clemencia   atempera    la    justicia". 

“El mismo diablo citará las sagradas escrituras si viene bien a sus propósitos.”

“Toda noche, por larga y sombría que parezca, tiene su amanecer.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


martes, 1 de octubre de 2024

Miguel Hernández: poeta de la injusticia

 

Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!

 

Miguel Hernández (1910-1942) fue uno de los más grandes poetas de España. Tuvo una vida dura, difícil. Su familia era muy humilde, y pudo estudiar oficialmente hasta que las necesidades hicieron preciso que ayudase a sus padres trabajando como pastor. El poeta de Orihuela era intelectualmente inquieto, y así, de forma autodidacta, leyó de forma constante a los clásicos, forjándose una gran cultura literaria que fue el instrumento esencial para canalizar la belleza de sus sentimientos a través de la poesía.

Su calidad como escritor le llevó, precisamente, a viajar a Madrid y a moverse en los círculos culturales del momento, en los que fue muy apreciado. Pero la política y la guerra civil detonaron la precipitada desaparición, jovencísimo, del poeta. Sus ideas, no compatibles con el régimen que devino tras el conflicto armado, le colocaron en una situación personal crítica, a lo que se añadió el fallecimiento de uno de sus hijos. Tras ser condenado a muerte, su pena fue conmutada por la de treinta años de prisión, y falleció en la cárcel, como consecuencia de la enfermedad de la tuberculosis.

El autor de El rayo que no cesa, Viento del pueblo o el Cancionero y romancero de ausencias, denota en su obra una profunda melancolía. La guerra determinó de forma radical la sensibilidad del poeta, como se manifiesta en el soneto que da principio a este artículo, y del que se desprende la profunda emoción que genera la injusticia. Miguel Hernández, patriota, hombre valiente y a la vez de gran sensibilidad, expresa la pena, una tristeza prácticamente existencial, que se corresponde, de forma incuestionable, con sus vivencias, y en especial con la guerra civil: la metáfora bélica, por medio de una explosión que tiñe de negro el alma del poeta (la pena que tizna cuando estalla) evoca una imagen terrible del conflicto que presenció y que permanece en él imborrable, encadenándose a las pérdidas personales, al hambre de los suyos, a la prisión y, al final, a la injusticia experimentada en sus propias carnes, por medio de una aplicación de la norma que le sentencia ignominiosamente, por el único hecho (convertido, a la sazón, en delito) de pensar de una manera distinta, por creer en valores de igualdad y de libertad.

La sentencia condenatoria de Miguel Hernández es una manifestación clara de la divergencia entre moral y Derecho. Supone el ejemplo de la separación de las más básicas normas de la ética en la aplicación de ley, para así justificar una atrocidad, y arropar técnicamente una voluntad específica de eliminar cualquier manifestación de una idea distinta a la del poder, atemorizando a través de la brutal sanción. Es más: la ética que debe servir de límite a los actos del poder (aunque aparezcan legalmente arropados) también puede ser manipulada por éste, creando una moral ad hoc que justifique las razones más primarias de esa aplicación de la ley, sustituyendo los derechos humanos por un pretendidamente elevado fundamento que ampare las intenciones, aun criminales, de quien detenta el mando y controla todas las facetas de un estado.

Es por ello que la evolución del denominado Derecho Natural, como acervo de normas éticas que han de fundamentar a la ley positiva, ha llevado a desligarlo de fórmulas personalistas, metafísicas o trascendentales, evitando que pueda generarse una nominativa ética que solo responda a intereses transitorios, con el peligro cierto de derivar en una producción normativa cuyos efectos sean tan injustos como catastróficos, pues los intentos futuros de reparación de esas consecuencias se quedarán solo en eso, en intentos, al existir males que ya no admiten reparación.

Ningún poder debe ni puede dar lecciones de moral, ni inocular sus ideas en ámbitos que no le corresponden; toda ética debe ser el único fruto de la razón social, de aquellos elementos intocables y comunes para todos que nos hacen seres humanos y nos erigen en lo que llamamos civilización. Tristes precedentes como el del poeta de Orihuela (no único en la historia, pues la instrumentalización de las normas para fines perversos -por todos los lados ideológicos- se han repetido, dando lugar a épocas muy oscuras) deben servir para reflexionar sobre los límites de la ley, sobre la posición y contenido de la auténtica ética y sobre los responsables de la injusticia final derivada de la manipulación de ambos mundos: Derecho y moral.

 “Quien se para a llorar, quien se lamenta contra la piedra hostil del desaliento, quien se pone a otra cosa que no sea el combate, no será un vencedor, será un vencido lento.”

“Cantando espero a la muerte, que hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas.”

“España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos de dolor y de piedra profunda para darme: no me separarán de tus altas entrañas, madre.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




domingo, 1 de septiembre de 2024

Calderón de la Barca: ¿sueño o teatro?

 

El Siglo de Oro español dio a la literatura grandes e inmortales nombres. Entre ellos, Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), cuyas obras abordaron una pluralidad de temas, desde la historia, el honor, la mitología o la comedia. Especialmente como dramaturgo, el legado de Calderón marca un momento de las letras hispanas de una gran brillantez. Bachiller en Derecho Civil y Canónico,  pronto su estilo y la amenidad de su obra llamó la atención incluso de la corona, adquiriendo una fama muy notable por lo entretenido de sus piezas teatrales, que, al mismo tiempo, trasladaban un mensaje de profundidad filosófica, que a día de hoy no ha perdido en absoluto su vigencia. A través de una culta puesta en escena, las reflexiones calderonianas sobre la condición humana, sobre la sociedad y la justicia son aplicables a lo que hoy tenemos.

El autor de tantas obras maestras empleó el vehículo de la literatura para plasmar una serie de moralejas sobre el comportamiento humano que, independientemente del momento en el que se lean, trascienden las variables de su tiempo y espacio. Sabiendo separar las formas expresivas acordes a su época, lo cierto es que Calderón estaba formulando tanto una consideración filosófica del comportamiento de la sociedad como sobre las implicaciones de tal forma de proceder en campos como el de la justicia. Ello es así hasta el punto de que Calderón de la Barca también se transforma en un auténtico filósofo del Derecho.

Hay dos obras que, desde mi punto de vista, pese a su diferencia estilística y temática, se conectan para proyectar una misma idea sobre la existencia cotidiana y el Derecho. La vida es sueño y El gran teatro del mundo tienen unas premisas similares. Y es que la apariencia de justicia no equivale a la verdadera justicia. Es, en efecto, esa simulación, ya sea a través de lo involuntario (el sueño) o de lo provocado (el gran teatro) el elemento clave a despejar para obtener un verdadero conocimiento de lo que se halla tras el velo que cubre el día a día. Podemos encontrar, en ese espacio escondido, tanto lo peor del ser humano (las motivaciones insidiosas, la envidia, la burda utilización interesada) como también lo mejor, y es aquí donde Calderón ubica a la ética, a la equidad, a los valores que fundamentan filosóficamente la resolución de los conflictos y hacen prevalecer a la verdadera justicia. 

Por lo tanto, no se trata de un pie material, estrictamente normativo o positivo, sino radicado en un plano de trascendencia, aquello que hace posible una decisión o acto que pueda calificarse de justo.

En La vida es sueño, la eliminación de la libertad como valor superior del ser humano hace que éste se brutalice, deje atrás las características propias que lo diferencian de un animal. El poder arrebata la libertad, aunque nominativamente (esto es, como en un sueño) crea el esclavo que no tiene cadenas porque de forma sistemática se le dice que no las tiene o se inocula la idea de que esas cadenas son la mejor opción pues el poder ya se encarga de pensar por los demás y de crear su propio mundo fantástico de libertades, que no es sino un reino de opresión y de caciques. En El gran teatro del mundo, plasmación de una noción filosófica antiquísima, todos desempeñamos un papel sobre la faz del planeta Tierra, y la mascarada forma parte de la vida, jugando todos a que vivimos en un contexto de garantías y de derechos, cuando la verdad es que no es así, participando de esas mismas dotes actorales y teatralidad las leyes que se dicen justas, al tiempo que el poder que las crea las presenta como tales y sus destinatarios, incapaces de pensar, por otra parte, lo contrario, entran en ese juego y acatan las normas acríticamente en la convicción de que respetan sus derechos y libertades.

Podrá entenderse, por lo tanto, que Calderón presentara un concepto muy propio y personal en este ámbito: la denominada justicia de conciencia. No puede existir verdadera justicia en donde, aun cuando existan leyes, los resultados de su aplicación práctica son atroces, generadores de desigualdad o manifiestamente ineficaces en la defensa de los intereses generales, al proteger no a la sociedad y sus libertades, sino a un solo sujeto o grupo de sujetos; eso sí, bajo la apariencia de que es lo mejor para todos. Aquel ser humano que despierte del sueño, o bien atraviese las bambalinas de lo que se presenta delante de los ojos por el poder, adquirirá el conocimiento de la realidad, asumirá los valores del Derecho Natural y surgirá precisamente esa justicia de conciencia, cuya principal manifestación, aunque resulte irónico, será que ese ser humano se enfrentará a la ley injusta, a quienes la crean, será perseguido por el sistema y a él se le tratará de aplicar, con todo el rigor posible, aquella pretendida norma ejemplo de virtud, siendo así un héroe que se inmola por el bien de todos, aunque tristemente los “todos” no sean capaces ni de darse cuenta de ello.

En definitiva, Calderón de la Barca ha dejado un muy claro mensaje jurídico y filosófico en sus obras, y que yo comparto: no estaremos jamás en presencia de justicia si la ley se separa de la ética, de los valores esenciales; el Derecho, para llevar a dicha justicia, tiene que unir ambas dimensiones; y en caso contrario, no podremos nunca aspirar a unos resultados equitativos y verdaderamente justos pues nos mantendremos dormidos o bien encantados con la obra de teatro que nos ha programado, con mucho gusto, el poder, siendo además, todos nosotros, los principales intérpretes de ese desgraciado guión.


¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

 

 

Ya está todo prevenido           
para que se represente          
esta comedia aparente           
que hace el humano sentido. 
Púrpura y laurel te pido.
¿Por qué púrpura y laurel?     
Porque hago este papel.





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 9 de agosto de 2024

Mar eterno

 

Soy desde mucho antes de que el primer hombre pisara la faz del planeta. He precedido a vuestros pensamientos y sueños. Y os he dado la vida.

Cuántas generaciones he visto pasear, a lo largo de los años, por mis extremos, por mis playas. Yo no he cambiado. Vosotros tampoco lo habéis hecho.

Y la pregunta que os hago es ésta: ¿Por qué no aprendéis de mí?

Tenéis que daros cuenta de que reducir la vida a lo superficial os está impidiendo conocer la realidad. Yo no soy solamente las olas que veis venir hacia vosotros mientras me estáis mirando de frente. Ni tampoco soy la enorme superficie azul inabarcable en el horizonte. Esa es mi apariencia para vosotros. Pero debajo de ella hay un mundo entero. No lo conocéis.

Cuando me observáis en calma os confiáis. Os transmito sensaciones de tranquilidad y quietud. Pero eso no quiere decir que en mi interior no albergue otros pensamientos. Mi calma puede ser formal, y en verdad estar a punto de desencadenar la mayor de las tempestades.

No hagáis del momento, eternidad.

Pensad que participáis de mi esencia, y, por lo tanto, quizá no somos tan diferentes.

 

“Entre la oscuridad del cielo y de la tierra, ardía con ferocidad sobre un disco de mar purpura iluminado por el fuego rojo sangre de los destellos, sobre un disco de agua brillante y siniestro. Una llama alta y clara, una llama inmensa y solitaria ascendía desde el océano, y desde su cumbre el humo negro se elevaba continuamente hacia el cielo. Ardía furiosamente, lúgubre e imponente como una pira funeraria prendida en la noche, rodeada por el mar, observada por las estrellas.”

                                                                                                             Joseph Conrad



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


jueves, 1 de agosto de 2024

Simone de Beauvoir: tiempos modernos de libertad jurídica

 

Se considera, de forma muy generalizada, que una de las filósofas más representativas del feminismo es Simone de Beauvoir (1908-1986), mujer dotada de una gran inteligencia y pareja (a su manera) de Jean-Paul Sartre, con quien mantuvo siempre una relación basada en la más profunda admiración, si bien la libertad, como concepto filosófico, que tanto caracterizó sus planteamientos, se hizo extensivo, coherentemente, a su vida personal.

La conexión con Sartre se materializó en la adscripción al movimiento existencialista, esto es: en la consideración del ser humano como principio y fin en sí mismo (el “ser para sí”) y como responsable de su propia realización o autoconstrucción, en un entorno social repleto de dificultades para hacer posible ese propósito de perfeccionamiento y en buena medida también hostil hacia quien pretende diferenciarse del resto y crecer como ser, abocando hacia una inexorable rebeldía (y por lo tanto, a la confrontación) para llevar a cabo ese fin personalísimo.

Simone de Beauvoir fundó la revista filosófica Tiempos Modernos y fue la autora de varias obras relevantes, destacando entre ellas El segundo sexo, que ha conllevado a considerar, desde una posición reduccionista, que la filósofa es, esencial y básicamente, un referente del feminismo. Sin negar la importancia de su pensamiento para los derechos de la mujer, su iusmoralismo es mucho más amplio y relevante.

Es cierto que, si se examina la consideración de Beauvoir sobre la cuestión jurídica, su reflexión apunta a la calificación del Derecho como un mito. Y ello, por cuanto los valores esenciales que desde un punto de vista moral defiende la filósofa (la libertad y la igualdad) no dejan de ser una entelequia en los que son el armazón histórico de los sistemas jurídicos occidentales, pues, como es sabido, la subordinación de la mujer al hombre principia en el derecho de la antigüedad, atraviesa el medievo y se adentra hasta fechas en absoluto remotas. De tal modo que, en coherencia con la tesis de un pensador iusmoralista, todos los ordenamientos jurídicos que se separan de esos valores humanos residenciados en el plano de la ética y desde el momento en el que no positivicen la igualdad jurídica entre hombre y mujer se considerarán legales, pero no serán legítimos: en efecto, constituyen un mito, por cuanto que se separan de la realidad para intentar dar una explicación (o una solución) paralela e incierta a los efectos materiales que se derivan de esa realidad.

Pero limitar este planteamiento a la cuestión femenina no deja de ser una visión muy fragmentaria de esta línea de pensamiento.

La ética asentada en la radical libertad del ser humano como principio supremo trasciende a la cuestión del género, que no deja de ser una manifestación o especificación de un planteamiento mucho más importante y general, que supone la lucha contra la opresión del poder en todas sus dimensiones. La pensadora, en este campo, tuvo como punto de partida una consideración individualista del ser humano, propia del existencialismo, pero desde ella evolucionó hacia una perspectiva social, no circunscribiendo la libertad al individuo, sino extendiéndola al colectivo humano, frente a las imposiciones injustas, en tanto que no respetuosas con esa moral o ética pública, provenientes de quienes detentan el poder y se sirven no solo de la fuerza, sino de la ley a la que instrumentalizan para sus fines particulares.

Simone de Beauvoir postulaba, efectivamente, una emancipación, pero no solo ni exclusivamente de la mujer, sino de todos, de la sociedad en su conjunto, para hacer material y auténtica su libertad e igualdad en y ante la ley. La libertad individual -con la consideración de que frente a ella está el deber de respeto a la libertad del otro sujeto- no resulta práctica, realista ni viable si la sociedad completa no la hace efectiva resistiéndose frente a los abusos del poder, incluso aunque nominativa o formalmente éstos se presenten como ejemplos de igualitarismo y sus artífices como simulados adalides de una libertad que no es tal, pues en la práctica los hechos y sus efectos o no cambian, son los mismos, o incluso empeoran. Aquellos integrantes de la sociedad que no asuman una posición proactiva en defensa de sus derechos esenciales frente a un poder autoritario (evidente o encubierto) serán sus cómplices y corresponsables de que en la sociedad los valores de la ética pública, del Derecho Natural, no cristalicen en la vida diaria; por ello, nos encontramos ante una muy peculiar existencialista que terminó enlazando a sus tesis el concepto de fraternidad humana.

En consecuencia, el desarrollo pleno de los derechos más esenciales del ser humano (y entre ellos, pero no solo, el de la igualdad entre hombre y mujer) implica que, desde la individualidad, y para conseguir un pleno desarrollo y perfeccionamiento personales, resulta imprescindible asumir una posición beligerante y no acomodaticia frente a normas o mandatos que en modo alguno conllevan a la verdadera igualdad. Existió, desde luego, feminismo en Simone de Beauvoir, pero, como es de ver, su aportación a la materia moral y jurídica es mucho más amplia, general e importante, no debiendo reconducir estas tesis a una sola parte de ellas, ni hacerlo de manera desvirtuada o radicalizada, ya sea por desconocimiento, o con intención; pues qué duda cabe que el conocimiento es poder, y muy probablemente el saber auténtico lleve a la rebeldía, necesaria para la lucha constante por los derechos de todos, siendo cuestionable que al poder ésto le interese.

“El oprimido no puede realizar su libertad de hombre más que en la rebelión, puesto que lo propio de la situación contra la cual se rebela reside precisamente en impedirle todo desarrollo positivo. Solo en la lucha social y política su trascendencia se proyecta al infinito.”

“Al hombre corresponde hacer triunfar el reino de la libertad en el seno del mundo establecido; para alcanzar esta suprema victoria es necesario, entre otras cosas que, por encima de sus diferencias naturales, hombres y mujeres afirmen sin equívocos su fraternidad.”

“Que nada nos defina, que nada nos sujete: que sea la libertad nuestra propia sustancia.”

“La principal plaga de la humanidad no es la ignorancia, sino el rechazo del conocimiento.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




lunes, 1 de julio de 2024

Sartre: de la autoconstrucción humana a la creación de la ley. Libertad y responsabilidad.

 

Jean-Paul Sartre (1905-1980) fue un insigne filósofo francés cuyas aportaciones en el campo del pensamiento han sido relevantes, y, por supuesto, estas contribuciones tienen su resonancia en la materia jurídica.

No es objeto de estas líneas la consideración de Sartre desde un prisma político, ámbito en el que el pensador transitó, evolucionó en cierta forma, desde unas convicciones iniciales a un final escepticismo respecto de los movimientos de izquierda (lo que, por otra parte, no le ocurrió solamente a él; muchos pensadores atravesaron el mismo camino); o sus sistemáticos rechazos a aceptar los premios que le fueron otorgados, entre ellos el Nobel, precisamente por su condición de filósofo, que él entendía necesariamente marginada de cualquier tipo de influencia, reconocimiento o vanagloria; o algunos posicionamientos sociales del autor que admiten debate; mi reflexión se ubica en el aspecto estrictamente iusfilosófico de su obra.

El autor de El ser y la nada y La nausea centró su línea filosófica en el ser humano como principio y fin de toda realidad. Un humanismo desprendido de connotaciones metafísicas y asentado en lo pragmático. La clave de su pensamiento está en el concepto de construcción de la propia esencia, en la forja de la persona a través de su trabajo intelectual y decisiones propias. No venimos a este mundo con una esencia o personalidad definidas; nuestro ser existe desde el primer momento; pero la esencia de quienes en verdad somos es el fruto de nuestra propia y exclusiva actividad durante la vida. Aquí se patentiza la base racionalista del pensamiento de Sartre, en cuanto que toda persona es un ser pensante y consciente de sí mismo: el “ser para sí”.

Somos, pues, el resultado progresivo de nuestra propia transformación vital, de la madurez derivada de las experiencias y las decisiones. Nadie externamente nos hace; somos nosotros mismos quienes asumimos la responsabilidad de aquello que definitivamente nos configura y diferencia. Este es el verdadero existencialismo: no se trata de una filosofía, en mi opinión, necesariamente oscura, ni se puede asimilar de forma acrítica con el fatalismo: ciertamente, cada uno es el fruto de sus esfuerzos, físicos e intelectuales, de sus decisiones acertadas o desacertadas. Es verdad que Sartre, por coherencia, no creía en una figura divina, pues para él no existía ningún determinismo ni un destino prefijado desde fuera del individuo, ya que el camino se lo construye la propia persona, y, como diría el estoico Marco Aurelio “aquello que se interpone en el camino se convierte en el camino”. Por lo tanto, los principios éticos, los valores y la moral tampoco se originan en una fuente ajena al ser humano, sino que nacen de él, son fruto de su propia razón y de su evolución.

Dados estos fundamentos, es indudable que su traslado al Derecho nos presenta al ordenamiento jurídico como una creación social, humana. Y participando de la propia naturaleza humana como “ser para sí”, la calidad y justicia de las normas que integran ese sistema jurídico será el fruto o la consecuencia -y dependerá- de las decisiones y razones, ponderadas y éticas, o todo lo contrario, del legislador.

Si la ley genera una situación de profunda injusticia, ello es la derivada necesaria de un defecto en la construcción del sistema, de la falta de maduración y de valores auténticos y racionales de quien tiene la responsabilidad del dictado de esa norma.

Surge aquí, precisamente, otro concepto esencial del existencialismo: la libertad. El legislador, como la persona, es libre para tomar sus decisiones, y ello le forjará y le identificará como un bienhechor de la sociedad, al velar por los intereses colectivos, o bien como un dictador encubierto, al emplear el instrumento de la ley en su único beneficio; al igual que cualquier ser humano que no sea especialmente virtuoso y cuyo proceder y decisiones estén fundadas en el puro egoísmo, obrando a impulso de su única conveniencia, aunque el envoltorio, su forma de presentarse, pretenda que sea otra: su carácter y verdaderas intenciones siempre afloran en la realidad y quedan en evidencia, pues toda acción (u omisión) produce un efecto que participa de la misma naturaleza, bondadosa o maligna, de la causa de la que procede, y, como digo, esto es así, aunque la causa se disfrace de algo que no es. Lo mismo ocurre con el legislador y su producción normativa.

La libertad tiene asociada un efecto necesario: la responsabilidad. Si la persona es libre para tomar sus decisiones y esas decisiones individuales, éticamente buenas o malas, marcan su camino y su propia personalidad, también es responsable de hacerse cargo de las consecuencias, favorables o desfavorables, que ello implica. Aquí cristaliza, se materializa, esa ética del individuo: en la asunción de los inexorables resultados de sus hechos, sin lanzárselos a otros o imputarlos al azar.

Si las normas jurídicas resultan ser un completo atropello social, quienes las han dictado son los responsables directos de esos resultados perversos, y lo son desde la perspectiva filosófica, ética. Esos resultados manifiestan quién es el legislador realmente, pues sus hechos definen su esencia. Y aunque jurídicamente el responsable de la elaboración de una ley que propicia el delito no lo es del acto ejecutivo de la misma, respondiendo criminalmente quien se sirve de esa ley injusta para beneficiarse él o beneficiar a terceros, es incuestionable que, junto con ese reproche jurídico-penal, el desvalor moral se ubica en la fuente misma de la creación de la ley, y habla tanto por la ley, como por quien la elabora e incluso por una sociedad que permite la persistencia de tal forma de proceder por parte del legislador.

Puede comprobarse que, incluso desde una tesis filosófica que, de una manera quizá muy simplificada, se ha circunscrito a aspectos fenomenológicos, en el sentido de materiales o externos, ligados a la relación de causa y efecto, entre decisión y resultado, existe un trasfondo ético o de Derecho Natural que permite desenmascarar filosóficamente no solo a personas individualmente consideradas, sino a sociedades, legisladores y gobiernos, calibrando su verdadero nivel de bondad y de justicia, y, por ende, de legitimidad (en términos aristotélicos) de sus normas jurídicas.

 “Depende exclusivamente de ti darle sentido a tu vida.”

 “El hombre está condenado a ser libre, ya que, una vez en el mundo, es responsable de todos sus actos.”

“Al final, yo soy el arquitecto de mi propio ser, mi propio carácter y destino. No sirve de nada aparentar lo que podría haber sido, porque yo soy lo que he hecho, y nada más.”

“Aquello que cada uno de nosotros es, en cada momento de su vida, es la suma de sus elecciones previas. El hombre es lo que decide ser.”

“Lo peor de que te mientan es saber que ni siquiera merecías la verdad.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación