Como Fiscal del distrito de Nueva York, tuve que encargarme de la investigación preprocesal de una denuncia contra Bob Dylan, al que se le involucraba en un asunto bastante oscuro acontecido hace más de medio siglo.
Cuando recibí esa denuncia, necesariamente tuve que despojarme de mis reticencias sobre la veracidad del relato que ahí se exponía y comenzar a realizar una instrucción que colmase lo que, a priori, consideraba que no tenía ningún fundamento. No es la primera vez que esto ocurre: son muchas las denuncias infundadas que llegan a Fiscalía, pero más allá de que el relato que en ellas conste sea un tanto inverosímil, la Fiscalía debe investigar y llegar a una conclusión fundada.
Una mujer afirmaba en su denuncia contra Dylan que este abusó de ella en un hotel de la ciudad, en el Chelsea, en el año 1965. Bien; sobre este punto de partida empecé a investigar. La información que, en paralelo, se estaba difundiendo en los periódicos (cosa con la que nunca he estado de acuerdo, pues toda investigación penal es reservada, y no sólo porque así lo diga la ley, sino por razones éticas y de mínimo respeto hacia la persona investigada) ponía en tela de juicio la fuente de la denuncia, afirmando que lo que se exponía contra Dylan no era muy fiable.
Por lo tanto, lo primero que hice fue solicitar la comparecencia en Fiscalía de la propia denunciante. Me entrevisté con ella, y ciertamente lo que me dijo, y cómo me lo dijo, ya me levantó firmes sospechas de que la realidad de aquello que se decía había ocurrido en la habitación del hotel no era demostrable. La mujer se presentó en Fiscalía afirmando que después de más de cuarenta años en silencio “alguien” le había hablado y convencido de poner en mi conocimiento este asunto. La impresión que me causó no fue en absoluto positiva; tan pronto me expresaba ciertos detalles del hecho mismo, e incluso contextuales, como a continuación empezaba a mirar a un punto fijo en la parte de arriba de mi despacho y comenzaba a murmurar algo incomprensible sobre “ellos”, “obligatorio” y “necesidad”.
El que un hecho como una presunta agresión sexual se denuncie después de tanto tiempo es extraño; y la ratificación que prestó la denunciante más aún. Decidí practicar alguna diligencia más. Quise acercarme al domicilio de la denunciante, para hablar con ella y completar la información; otra cosa era completamente inviable. No iba a encontrar vestigios del presunto delito ni en la habitación del hotel, por razones evidentes dado el tiempo transcurrido; ni por supuesto en ella misma a nivel biológico (si alguna vez existieron) por idéntica razón. Los testigos, de existir, dudo mucho que estuvieran localizables a día de hoy y fueran directos, o al menos recordasen haber visto entrar en el hotel a Dylan con una mujer (y además con esa mujer mucho más joven) hace cincuenta años. Verdaderamente lo que yo quería era cerciorarme de la situación en la que vivía la denunciante y comprobar el por qué de esta acción tardía por su parte.
A la semana de haberme entrevistado con ella, desde el despacho contactaron una cita en su domicilio y allí me dirigí con uno de mis adjuntos. Llamamos a la puerta y amablemente la mujer nos recibió. Era una casa humilde, pero muy recargada de objetos antiguos, de largas cortinas, espejos, y una mesa con cartas y velas. La mujer nos explicó que se dedicaba a asuntos esotéricos y que leía el futuro de los que se lo pedían. Allí me insistió en que lo que pasó en el hotel era cierto, y que si no lo había revelado antes fue porque no tenía ganas de revivir constantemente aquella situación, pero que ahora, ya con su edad, le daba igual, que no tenía esas pegas. Todo esto, nos lo decía alternando sus palabras con un leve balanceo de su cuerpo hacia atrás y hacía delante y mirando a una puerta de una habitación que se encontraba justo al final del pasillo que unía la sala en la que estábamos con el resto de dependencias de la casa.
Ante la fijación de esta mujer con esa habitación, le dije que a qué se debía que en vez de mirarnos a nosotros mientras nos hablaba estuviera constantemente haciéndolo hacia allí. En ese momento percibí como le cambió el gesto y se puso con un semblante iracundo, se levantó del sillón y nos instó a que nos fuéramos de su casa. Supe de inmediato que la respuesta a lo que yo quería saber estaba ahí dentro. Manteniendo la calma, le dije a la mujer que, en condición de autoridad, y en el marco de una investigación, queríamos ver lo que había en esa habitación. La denunciante empezó a musitar algo ininteligible y tras tener que volver a decírselo por segunda vez, apercibiéndole a que nos dejara pasar voluntariamente, y que no obstaculizara la investigación o recabaríamos orden judicial, accedió a abrir aquella puerta, que además, ya próximos a ella, pudimos ver que, por una parte, estaba cerrada con llave, y que esa llave la mujer la llevaba guardada en un bolsillo, y por otra, que había una letra “B” puesta en ella.
Cuando finalmente abrió la puerta y entramos, la mujer no quería encender la luz. Las contraventanas estaban completamente cerradas y la oscuridad allí era absoluta. Le dijimos que, por favor, encendiera la luz. Y lo hizo a regañadientes. Entendimos rápido por qué no quería encenderla.
Nos encontramos con una habitación completamente empapelada con fotografías de Bob Dylan, de todas las épocas, desde sus inicios hasta la actualidad, recortadas de periódicos y revistas, en las que al lado de dichas imágenes aparecía ella, siempre la misma foto de cuando era joven, recortada y pegada al lado del artista. Los fotomontajes estaban hasta en el techo. Y se entrelazaban con una especie de cuerdas o hilos negros. Algo muy inquietante, y que nos dejó claro que la mente de aquella mujer no estaba bien. Tenía una obsesión enfermiza por el artista y creía completamente que aquello que había denunciado era verdad.
Nos íbamos a ir de la casa cuando, al pasar por el pasillo miré hacia otra de las habitaciones cuya puerta estaba abierta y observé que en la repisa de un armario había una importante cantidad de dinero en efectivo. Me paré allí y le pregunté a la mujer por la razón de que tuviera en su casa tal cantidad de dinero en metálico. Habría unos cincuenta mil dólares. Me dijo primero algo surrealista: que era el ahorro de lo que llevaba cobrando a sus clientes desde que empezó a echar las cartas hace años. Debí de poner una cara que, aparte de mi adjunto, hasta la propia mujer se dio cuenta de que no me lo creía. Entonces le expliqué que la disposición de grandes sumas de dinero en efectivo en el domicilio puede ser indicativo de la comisión de varios delitos, ya sea por impagos al fisco o por blanquear algún tipo de ingreso. Ante ello, la mujer empezó a moverse de aquella forma tan extraña y volvió a referirse a “ellos” y a que “le hacía falta”, pero no fuimos capaces de esclarecer a qué se estaba refiriendo, pues entró en un discurso circular y ya no atendía a nada de lo que le decíamos. Por lo tanto, nos fuimos de allí.
A la mañana siguiente, puse un decreto de archivo de la investigación ante la inexistencia de elementos de cargo suficientes que pudieran sostener la certeza del hecho que se había denunciado. No teníamos pruebas contra Dylan. No obstante, sí decidí abrir una investigación contra la que había sido denunciante de ese hecho por un presunto ilícito penal de fraude fiscal o en su caso de blanqueo de capitales. Los dos decretos, de archivo y de apertura, fueron comunicados a mis superiores y continué con mi trabajo.
De una forma casi inmediata a la notificación de aquellos decretos, para los tiempos de funcionamiento interno que tenemos, recibí una carta de mi jefe en la que se me notificaba mi cese en la Fiscalía de Nueva York y traslado al estado de Ohio…sin más explicaciones. No se me dieron motivos oficialmente. Luego supe, por mis compañeros de Nueva York, que la decisión que tomé de no seguir la causa penal contra Dylan y sin embargo abrir otra para escrutar de dónde procedía el dinero que esa mujer tenía en su casa no había gustado nada. Por más que pregunté a quién no le había gustado que yo hiciera mi trabajo como tenía que hacerlo, solo obtuve dos palabras en respuesta: “A Washington”.