Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.), referente inmortal para los juristas y
pensadores de todos los tiempos, fue una mente preclara y muestra de ello es
que sus enseñanzas resultan de un sentido práctico evidente en pleno siglo XXI.
Hombre de vasta formación, vivió en una Roma sacudida por luchas de poder y
por el progresivo deterioro de los pilares de un sistema de convivencia que se
había configurado como modélico, transformado, en fin, en una mera entelequia,
un trampantojo, una mera caja de resonancia de decisiones unilaterales
revestidas de formalismo.
Nuevamente, y es algo que debe subrayarse, nos encontramos ante un pensador
que no desliga sus tesis del necesario recurso al Derecho Natural, a los
valores universales que deben regir la vida en sociedad, por encima de toda ley
positiva, de modo que el vulnerar estos principios inherentes a través de la
ley escrita no es sino un atentado contra la sociedad y un verdadero acto
inicial de corrupción, sin perjuicio de su posterior ejecución mediante las
decisiones políticas y los actos administrativos. Cicerón fue hombre de
pensamiento ecléctico, con una base estoica determinante, lo que le llevó a clamar por la necesaria moral
pública subyacente a toda decisión del poder. Consciente, por su
estoicismo, de la realidad del ejercicio de poder, ligada a la naturaleza
humana y a sus ambivalencias entre la luz y la oscuridad, entendía que
encontrar una persona incorruptible, sabia, justa, y que buscase el bien común
por encima del suyo propio lindaba en lo onírico; por ello Cicerón siempre
prefirió una forma mixta de ejercicio del poder, a través de los mejores o más
preparados, que llevaran a la práctica los valores de sapientia, consilium y prudentia, pero siempre contando con el
pueblo, y controlados por él, equilibrando de este modo el uso del poder.
El dirigente ha de ser una persona íntegra como primera y fundamental
virtud, base de todas las demás; de coraje para adoptar justas decisiones;
culta e inteligente en su discurso y dotado de sensatez para no separarse del
camino marcado por la moral pública, a su vez materializada en las leyes
positivas.
Es muy interesante destacar (y no sólo porque lo viviera en una Roma
carcomida) que Cicerón ya manifestó no sólo la necesidad de tener al poder
contenido mediante un sistema de contrapesos, sino la legitimidad para el
alzamiento social frente a los actos quebrantadores de la moralidad pública,
que suponen tanto una deshonra para la ley a la que instrumentalizan al efecto
de obtener eficacia obligatoria de sus arbitrarias decisiones, así como el
germen de la misma destrucción del Estado.
“El buen ciudadano es aquel
que no puede tolerar en su patria un poder que pretende hacerse superior a las
leyes”.
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario