Es célebre el aforismo
jurídico “se es persona, se tiene
personalidad”. El Código Civil español dispone en su artículo 29 que “el nacimiento determina la personalidad”.
A su vez, el artículo 30 establece, de forma explícita y restrictiva que “La personalidad se adquiere en el momento
del nacimiento con vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno
materno”. Consecuentemente, desde una interpretación sistemática de ambas
normas, resulta concluyente que la persona, en términos jurídicos, es aquel ser
que nace vivo, y continúa vivo una vez desconectado plenamente de su madre.
La adquisición de la
personalidad, con todos los derechos inherentes a la misma (tales como el
propio derecho a la vida, al honor, a la libertad en todas sus dimensiones, en
definitiva, los derechos fundamentales especialmente protegidos por el
ordenamiento jurídico) se vincula de forma indiscutible a datos objetivos, esto
es, a la constatable vida independiente, y de una cierta y precisa forma, por
parte de aquel ser que atendiendo a su configuración fisionómica, pueda ser de
base hábil y autosuficiente para responder al impulso vital.
Sin embargo, resulta
notorio que las normas jurídico-positivas expuestas (respondiendo,
precisamente, a ese limitado carácter positivista) en absoluto refieren
cuestión alguna al aspecto subjetivo, es decir, a la sensibilidad del ser, a su
voluntad determinante de considerarse a sí mismo una persona, a la libre expresión
de su conciencia para ser tenido por tal, aun cuando las circunstancias de su
nacimiento, quizá, no se subsuman en el rigorismo de la norma civil. ¿La
existencia de una voluntad en el ser para ser reputado persona, su sensibilidad
exteriorizada, aun cuando no reuniese, por diferentes razones, los elementos
objetivos para ello, resulta insuficiente para hacer valer, y respetar a su
vez, su condición personal y los derechos inherentes a la misma?
Mary Shelley (1797-1851),
escritora británica, es la autora de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, que se considera el origen de la
narrativa gótica y un referente literario universal. La obra, al margen de la
conocida exposición de las pretensiones humanas de crear, de forma artificial,
un ser vivo, del proceso puesto en marcha para tal fin y del monstruoso
resultado del intento, no sólo plantea reflexiones importantes en la dirección
del soberbio creador y sus divinas aspiraciones, sino también hacia el propio
ser creado de esa manera, que por desgracia para él, está dotado de conciencia
y sentimientos, apreciando su deforme realidad física y las reacciones que
genera en los demás; y no obstante, quiere vivir y ser correspondido, siendo
sensible ante la belleza y reaccionado ante todo aquello que le rodea,
expresando desde una delicada sensibilidad, hasta la ira, pasando por la
tristeza; en definitiva, comportándose como una persona, y además de una
categoría ética, por cierto, destacable.
Muestras de esta personalidad
(filosófica que no jurídica) de la criatura de Frankenstein son manifestaciones
como las siguientes, obrantes en la novela, que, como podrá comprobarse, no son
propias de un ser carente de inteligencia, sensibilidad y amor por la vida:
“Pero ¿no estoy solo, miserablemente solo? Si tú, mi creador, me detestas,
¿qué me cabe esperar de tus semejantes, que no me deben nada? Me desprecian y
me odian. Mi refugio son las montañas desiertas y los desolados glaciares. (…)
¿No habré de odiar, entonces, a quienes me odian a mí?”
“¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué vivía yo? ¿Por qué, en aquel instante,
no apagué la chispa de la existencia que tan extravagantemente me habías
infundido? (…) ¡Insensible, despiadado creador! Me habías dotado de percepción
y de pasiones, y luego me habías arrojado al mundo para desprecio y horror de
la humanidad”.
“¿Pretendes ser dichoso, mientras yo me arrastro en la intensidad de mi
desventura? Podrás aplastar mis otras pasiones, pero me queda aún la venganza…
¡la venganza, en adelante, será para mí más querida que la luz y el alimento!
Puede que yo muera; pero antes tú, mi tirano y verdugo, maldecirás el sol que
alumbra tu miseria”.
El traslado a los tiempos
recientes de este pensamiento, y su relevante proyección jurídica, se
materializa en el desarrollo de la cibernética, a través de sistemas operativos
cada vez más desarrollados y autosuficientes, no siendo impensable en absoluto
que en el marco de la prestación de la ayuda en la actividad humana que
realizan, vayan adquiriendo unas capacidades resolutivas que dejen de precisar de
instrucciones, llegando a la toma de conciencia propia. Este hecho (que el cine
también se ha encargado de reflejar de múltiples formas) ya ha dejado de
ubicarse en el ámbito de la imaginación y empieza a dar muestras de su
consistencia.
Por ello, incluso existe
una rama jurídica que empieza a integrar toda la normativa en la materia y que
se denomina Derecho de los Robots, siendo una de las principales cuestiones del
mismo (y objeto de un muy encontrado debate, por las implicaciones que tiene)
el atribuir, de forma categórica, el concepto jurídico de “personalidad” a las
máquinas, considerando al robot una persona en términos jurídicos, como titular
de derechos, existiendo diversas y opuestas opiniones. Desde mi punto de vista,
la atribución del concepto de personalidad a un robot no tiene su principal
punto problemático en el dato objetivo de la forma de venir a la vida, esto es,
de los requisitos tasados que la ley (como contempla el Código Civil) determine
para reputar “persona” a un ser desde la perspectiva externa, toda vez que éstos
pueden ser adaptados por los cauces oportunos; el problema se encuentra
precisamente en lo que la norma positiva no contempla, en el elemento subjetivo
de la personalidad: la adquisición de la conciencia propia, de la voluntad inherente
de ser persona, con todos sus derechos, y en definitiva, mostrar sentimientos,
que comienzan con el propio reconocimiento de la identidad personal y pueden (y
deben por lógica) concluir con la reclamación de la libertad, como derecho
inherente a la personalidad, y la emancipación de los creadores.
Y así, en efecto, la Resolución
del Parlamento Europeo, de 16 de febrero de 2017, con recomendaciones
destinadas a la Comisión sobre normas de Derecho Civil sobre Robótica, ya incluye la referencia a la creación de
un estatuto de persona electrónica. Se constituye, de este modo, el
fundamento de la renovación y adecuación de las normas jurídicas existentes a
la realidad del avance de los tiempos, con la mano extendida hacia un horizonte
que ya se dejó intuir a través de la inquietud literaria y que comienza a
alcanzar un destino más allá de la mera inteligencia artificial.
“Ten cuidado; pues no conozco el miedo y soy, por tanto, poderoso”. (Frankenstein o el moderno
Prometeo, Mary Shelley, 1818)
Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
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