Albert Camus (1913-1960), filósofo francés y Premio Nobel de Literatura,
fue un pensador influido por el existencialismo y el nihilismo alemanes, de los
que partió para elaborar su propia teoría, llamada “del absurdo”, al ubicar al
hombre en una realidad que no responde a los anhelos de trascendencia que se
buscan de un modo persistente, desesperado, en buena medida para alumbrar con
la luz de la esperanza las injusticias y la irracionalidad de caracterizan al
mundo. Sin embargo, pese a tales intentos denonados de explicar los hechos
positivos sobre la base de sus posibles fundamentos metafísicos, estas razones
no existen y no soportan la menor crítica inteligente, pues frente a las
preguntas sobre la trascendencia de los actos humanos, la realidad responde con
silencio e indiferencia, enmarcando en el único e inexistente plano de los
deseos esas aspiraciones de altura moral de la realidad. Sin embargo, el hombre
es un ser dotado de valores y de dignidad, cuya vida consiste en luchar contra
el absurdo que le rodea y no rendirse ante la injusticia y la muerte, siendo la
razón de ser de la vida la propia dignidad y valentía del hombre para
afrontarla; es por ello que Albert Camus siempre alabó el ánimo revolucionario
del hombre, en definitiva su espíritu combativo hacia la opresión, hacia la
injusticia radical.
Lógicamente, la obra de Camus permite extraer una concepción del Derecho.
En primer lugar, derivado de su teoría del absurdo, el filósofo despoja de todo
factor trascendente a la creación de las normas jurídicas y su aplicación
práctica, rechazando de plano cualquier forma de iusnaturalismo. El Derecho
nace de la realidad tangible y se aplica en el marco de esa realidad. Pero al mismo tiempo, esa norma positiva nace
de una realidad absurda, en cierto modo cruel e irracional, que además responde
a una plasmación que no necesariamente es objetiva (aunque se presente como
tal), sino fruto de la consideración del legislador humano que se ubica y forma
parte de esa misma realidad.
Ante esta disyuntiva, con oposición tanto al iusnaturalismo como al
positivismo jurídico (pues el primero es imposible y el segundo una ficción), la
explicación del Derecho en Camus se ubica en un tertium genus, en una concepción original: la ambivalencia del
hombre, su carácter unas veces temperamental y otras veces reflexivo, en muy
buena y determinante medida condicionado por los sentimientos, y por lo tanto
sujeto a la misma deriva insegura e injusta (con puntuales destellos de
acierto) en la toma de las decisiones en cuanto a la aplicación de la norma al
caso concreto, que el propio mundo del absurdo en la que esas decisiones
jurídicas tienen lugar, pues participan de él de una forma inseparable.
Por ello, conociendo la naturaleza humana, la más aséptica acción de la
Justicia consistirá en juzgar no la culpabilidad de los actos del sujeto, sino
si tales actos son, sin más, compatibles con la vida en sociedad. De este modo,
se evitará que el enjuiciamiento de cualquier hecho se presente como una
batalla de emociones o sentimientos entre todos los actores del proceso, pues
por su condición humana, participan de ella por más que pretendan mostrarse objetivos,
siendo además necesario que en el enjuiciamiento de la conducta, se comprenda y
visualice al justiciable en su condición humana, con la misma ambigüedad, para
comprender el por qué de su proceder y evitar que el acto del juicio se
convierta en un ataque feroz, en un linchamiento, rechazando asimismo la pena
de muerte. Esta línea de pensamiento
entronca, incuestionablemente, con dos de los principios más básicos del
proceso penal: la presunción de inocencia y el in dubio pro reo.
“La única manera de lidiar
con este mundo sin libertad es volverte tan absolutamente libre que tu mera
existencia sea un acto de rebelión”.
Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
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