Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) es
uno de los autores más importantes de la literatura española, exponente del
Siglo de Oro y hombre polifacético, pues no solo se dedicó a la poesía (faceta
por la que es más conocido) sino también al teatro y a la prosa, con textos de
carácter filosófico, histórico, político o moral. De una gran inteligencia
natural desde niño, avanzado en los estudios pero muy peculiar en lo doméstico
y para la vida ordinaria, Quevedo pronto dio muestras de una profunda inquietud
por la realidad social de su tiempo que, junto con su riqueza léxica, generaron
una obra marcadamente crítica, en ocasiones feroz, pero siempre libre,
acompasada con una personalidad de fuerte temperamento que él mismo aplacaba
con la lectura de la filosofía estoica, para evitar, conocedor como era de su
propio carácter, que la fogosidad de su producción supusiera un incendio
imposible de apagar. La acidez de los escritos de Quevedo originó reacciones
inmediatas, pues así como tuvo la admiración de Lope de Vega o Cervantes, se
ganó un nutrido grupo de enemigos, de todos los sectores: desde la literatura,
la iglesia, la monarquía y la política. Sus textos eran muy populares, a pesar
de que en vida contaron con dificultades para ser publicados, precisamente por
referirse de forma contundente, entretejida con recursos literarios de una gran
calidad, a aquellos asuntos que se sabían incorrectos pero no trascendían, tal
y como realmente eran, por temor a represalias. De hecho, tuvieron para él, ya
mayor, la consecuencia de un encierro en León, en el entonces Convento de San
Marcos, actual Parador Nacional de Turismo, por un envolvente político hacia su
persona implicándole en falso en actos de traición a la Corona, acusado de presunta
filtración de información a Francia. Quevedo expresaba, de hecho, que había
sido llevado preso, enfermo y con heridas, sin juicio de ningún tipo, a una tierra
de invierno permanente y con un río como vecino (el río Bernesga, que,
efectivamente, discurre al lado del Parador-Hostal de San Marcos).
Francisco de Quevedo, al abarcar en su obra todos los aspectos de la vida de su tiempo, también se refirió al Derecho, y particularmente en la dimensión de la impartición de la justicia, proyectando su opinión sobre esta faceta humana. Así, es suyo el siguiente soneto, titulado A un juez mercadería:
Las leyes con que juzgas,
¡oh Batino!,
menos bien las estudias que
las vendes;
lo que te compran solamente
entiendes;
más que Jasón te agrada el
Vellocino.
El humano derecho y el
divino,
cuando los interpretas, los
ofendes,
y al compás que la encoges
o la extiendes,
tu mano para el fallo se
previno.
No sabes escuchar ruegos
baratos,
y sólo quien te da te quita
dudas;
no te gobiernan textos,
sino tratos.
Pues que de intento y de
interés no mudas,
o lávate las manos con
Pilatos,
o, con la bolsa, ahórcate
con Judas.
La opinión de Quevedo sobre la aplicación del
Derecho es claramente muy desfavorable y expresa una completa desconfianza en
la objetividad de la decisión que pueda adoptarse. Exterioriza un concepto
decadente de la materia jurídica en el momento en el que el autor vivió, que
incluso sufrió a título personal, y le genera un rechazo visceral.
Desde el prisma iusfilosófico, el soneto se
centra en la práctica del Derecho, no así en la propia ley, que viene a
reflejarse como una víctima más (aparte del particular que sufre concretamente
la injusticia) de la anómala actuación desarrollada por quien tiene el deber de
aplicarla con rectitud. Esto es: si resulta esencial que la ley positiva se
fundamente en un Derecho Natural que le atribuya los parámetros de legitimidad necesarios
para su auténtica fuerza vinculante, también este Derecho Natural debe estar, a
título personal, en el aplicador del Derecho. Quien teniendo el deber de
aplicar la norma y resolver los conflictos se separe de los valores de
moralidad e integridad que tienen que encontrarse en su interior, en el momento
de dar una solución al caso concreto, producirá un resultado ilícito,
contrario a Derecho, perjudicando a quien ha acudido pidiendo justicia, y a la
propia ley. En definitiva, la conclusión que se extrae es que de nada sirve
contar con leyes perfectas en forma y fondo, en estructura y legitimidad, si
quien las aplica no cuenta con los mismos valores éticos que han fundamentado a
la ley, del tipo que sea, como expresa el soneto. El
denominado Derecho Natural se revela así como la verdadera causa eficiente de
la correcta impartición de la justicia, pues se debe presentar de forma doble: en
el Derecho Positivo y en su aplicador, a quien le corresponde
argumentar jurídicamente y decidir. La ausencia de este ingrediente primigenio
en cualquiera de los dos planos, o conjuntamente en ambos, determina siempre un
resultado perverso.
Y desde la perspectiva del Derecho Penal, es
incuestionable que Quevedo está describiendo a la perfección y literariamente
una acción integrativa, al menos, del delito de prevaricación del artículo 446
del Código Penal, revistiendo ésta todos los elementos típicos, objetivo y
subjetivo, del injusto: la aplicación arbitraria de la norma, dolosamente
asumida a través de una voluntad desviada que se manifiesta externamente por
medio del cobro de comisión o soborno (que en el soneto metafóricamente se
encuentra bajo la referencia al mítico vellocino de oro) y cuyo fin no es
otro que producir una injusticia manifiesta y no justificable en Derecho desde ninguna hipótesis interpretativa.
Por lo tanto, la visión del Derecho y
especialmente de su aplicación que ofrece Francisco de Quevedo revela la
importancia decisiva de que el quehacer jurídico se asiente sobre los pilares
de la ética, por medio de un Derecho Natural que, como un mar que alcanza con
su oleaje a todos los ordenamientos jurídicos y les da vida, también llegue a
las costas de quienes personalmente ostentan el honor y la alta responsabilidad
de aplicarlos.
“A 7 de diciembre, víspera de la Concepción de
nuestra Señora, a las diez y media de la noche. Fui traído en el rigor del
invierno, sin capa y sin una camisa, de sesenta y un años, a este convento
Real de San Marcos, donde he estado todo este tiempo en rigurosísima prisión,
enfermo con tres heridas, que con los fríos y la vecindad de un río que tengo a
la cabecera, en tierra donde todo el año es invierno rigurosísimo, se me han
cancerado, y por falta de cirujano, no sin piedad me las han visto cauterizar
con mis manos; tan pobre, que de limosna me han abrigado y entretenido la vida.
El horror de mis trabajos ha espantado a todos.”
“Donde hay poca justicia es un peligro tener razón”.
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