Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770, aprox. – Viena,
1827) es uno de los más grandes genios que ha dado la humanidad, cuya obra
trasciende el tiempo y el espacio, y a través de ella, por medio de la música,
que viene a ser una de las mejores vías para canalizar razón y sentimiento, se
transmiten múltiples aspectos de una personalidad compleja y rica, que cuenta
con una importante conclusión de tipo filosófico, desde luego también aplicable
al Derecho.
De un talento precoz, impulsado por la fuerza del
trabajo, desde niño destacó (Mozart fue testigo de ello) y comenzó una
trayectoria musical con múltiples sinfonías que hicieron de Beethoven no solo
el puente entre el clasicismo y el romanticismo, sino el modelo al que todos
los compositores, durante siglos, aspiraban a parecerse, aun cuando fuera de un
modo meramente conceptual.
La música de Beethoven, por su composición y por
las emociones que ocasiona, ha dado lugar a consideraciones que trascienden el
ámbito estrictamente musical. La Filosofía ha mirado a su producción musical
para escrutar en ella un principio metafísico, con el fin de explicar el inmenso
alcance de las sinfonías y la razón de su gran impacto. Precisamente es este
elemento supra-musical el que se traslada a todos los ámbitos del conocimiento
humano, incluido el jurídico.
Immanuel Kant ya afirmó que detrás de toda
realidad tangible, y por lo tanto también del fenómeno sensible musical, se
debía de encontrar un fundamento causal del equilibrio, de la armonía, de esa
realidad. El pensador lo denominó “noúmeno”, o “la cosa en sí misma”. Pues
bien, esta sería la raíz de la realidad sensible. Algo no apreciable desde un
plano físico o perceptible por los sentidos, con una excepción: la música. Y es
en este punto en el que otro gran filósofo, Arthur Schopenhauer, llega a
afirmar que la música es aquella única manifestación, o fenómeno, que llegaría
a trascender al mundo, si éste concluyese, pues la música refleja a “la cosa en
sí”: es, en sí misma, la realidad causal del mundo sensible, y la razón de su
armonía y coherencia.
Cuando Schopenhauer se refería a Beethoven, lo
hacía en los siguientes términos: “Si
ahora echamos un vistazo a la música meramente instrumental, en una sinfonía de
Beethoven se nos muestra la máxima confusión basada, sin embargo, en el más
perfecto orden, la lucha más violenta que en el instante inmediato se configura
en la más bella concordia: es la rerum concordia discors [concordia discordante
de las cosas], una reproducción fiel y completa de lo esencial del mundo, que
rueda en una inabarcable confusión de innumerables formas y se conserva
mediante la perpetua destrucción de sí mismo. Pero, a la vez, desde esa
sinfonía hablan todas las pasiones y afectos humanos: la alegría, la tristeza,
el amor, el odio, el horror, la esperanza, etc., en innumerables matices pero
sólo en abstracto y sin especificación: es su sola forma sin contenido
material, como un mero espíritu del mundo sin materia. Desde luego, al oírla
tendemos a realizarla, a revestirla de carne y hueso en la fantasía y a ver en
ella escenas de la vida y de la naturaleza. Pero eso, tomado en su conjunto, no
facilita su comprensión ni disfrute; antes bien, le da un añadido ajeno y
arbitrario: por eso es mejor captarla en su inmediatez y pureza”. (El mundo
como voluntad y representación, segundo volumen, capítulo 39).
Cualquier ordenamiento jurídico moderno, desde
una perspectiva iuspositivista, se tiene que caracterizar, precisamente, por el
orden, un requisito que lleva implícito en su propia denominación. El
ordenamiento jurídico es (o debe ser) la antítesis del caos, y surge precisamente
para solucionar en las relaciones humanas sus elementos no armoniosos o
caóticos y establecer los parámetros de cara a evitar su futura reproducción.
Bien es cierto que en la actualidad la amalgama normativa, la legislación
motorizada de la que hablaba Karl Schmitt, hace de los ordenamientos jurídicos
lugares tendentes a la confusión en no pocas ocasiones, aunque considero que dicha
situación obedece a motivos coyunturales (políticos, que no jurídicos) y por lo
tanto, no suprimen la naturaleza del Derecho como sistema ordenado, que lo
sigue siendo, aun cuando de forma transitoria (unas veces por impericia, otras
intencionadamente) se cubra de niebla.
Tras este orden, que no es meramente formal, debe
encontrarse un principio, de corte metafísico, que dote al conjunto normativo
de coherencia, de valor, y de un sentido práctico final que materialice la
Justicia. Este “noúmeno” para el mundo jurídico, no es sino el denominado
Derecho Natural, el conjunto de principios eternos que justifican y organizan
al Derecho Positivo. Si para la música, las notas, los signos, no son sino el
trasunto de la verdadera armonía, de “la cosa en sí” que se encuentra en un
plano diferente al tangible, y hace que las sinfonías y composiciones musicales
estén dotadas de equilibrio y trasladen al oyente una sensación de perfección a
todos los niveles, el Derecho correctamente constituido por medio de un Derecho
Positivo que plasme los principios del Derecho Natural hará posible que el
ordenamiento jurídico suponga la verdadera acción de la Justicia, y en definitiva,
que el Derecho, como la música, adquiera la dimensión y los efectos de una
perfecta sinfonía.
“¡Actúa en vez de suplicar. Sacrifícate sin esperanza de gloria ni
recompensa! Si quieres conocer los milagros, hazlos tú antes. Sólo así podrá
cumplirse tu peculiar destino.”
“Todavía no se han levantado las barreras
que le digan al genio: De aquí no pasarás".
“Es curioso ver cómo a medida que las libertades teóricas aumentan, las
libertades prácticas disminuyen”.
“La música constituye una revelación más alta que ninguna filosofía”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario