martes, 22 de abril de 2025

Francisco: el último viaje tras un difícil transitar

 

Francisco, papa número 266 de la Iglesia Católica, es el nombre que el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio eligió cuando el cónclave conformado tras la renuncia de Benedicto XVI lo designó obispo de Roma. Su papado abarcó desde 2013 hasta 2025, doce años, estableciendo una forma del ejercicio de sus funciones ciertamente nueva, como un pastor muy próximo a las personas desfavorecidas, rindiendo tributo a San Francisco de Asís, y mostrando una posición abierta, flexible, dialogante, con el ánimo de conciliar la sagrada institución con un mundo y sociedad muy complejos, en los que la ética, los valores, la autenticidad del respeto a los derechos humanos no es precisamente una seña de identidad. Nuestros tiempos conjugan la carencia de principios éticos con una apariencia de virtud, una simulación de tolerancia que abre cada vez una mayor brecha hacia el crecimiento de la humanidad. Son momentos de relativismo moral, de hipocresía, en los que se enarbolan grandilocuentes palabras sobre mediación, conciliación, igualdad y, sin embargo, los continentes estallan en guerras, ya sean con bombas o a través del dinero, generando de forma intencionada una situación de tensión permanente que permite a quienes la propician mantenerse en el poder, como pretendidos baluartes de un bien general al que en verdad atacan para garantizarse su propio estatus.

 

Pues bien, pese a que Francisco haya marcado un carácter distinto en el desempeño del papado, su producción filosófica, a través de encíclicas, viene a recoger y conservar lo que es propio de los genuinos filósofos: la necesidad de unir ética y derecho para llegar a la justicia.

 

Algo determinante en sus escritos es que se refleja con claridad que las normas jurídicas, si no responden a un fundamento que las legitima de base, nunca podrán considerarse instrumentos para conseguir lo que, como el derecho que dicen integrar, ha de ser su finalidad: llevar a la vida social los valores éticos que rigen la condición humana.

 

Esta imbricación de ética y norma escrita, en definitiva, de nexo entre derecho natural y derecho positivo, es algo común en el pensamiento de los papas, independientemente de su forma de entender el ejercicio del poder o de su personalidad y carácter, y marca un buen camino.

 

La naturaleza de la justicia social, de la igualdad, del respeto a la dignidad humana no es propiamente jurídica, sino muy superior, de carácter moral. Su raíz es filosófica, y forma parte de la faceta trascedente del ser humano, de tal manera que si no es posible concebir a la persona sin considerarla como la conjunción de materia, razón y espíritu, de la misma forma ningún derecho puede ser tenido por tal si se le priva a las normas que lo integran de su fundamento ético, filosófico o metajurídico. Las leyes no crean la dignidad humana, ni ningún valor, sino que los plasman en el mundo, en la sociedad, trasponiéndolos desde su dimensión más elevada. Esto supone, además, una innegable garantía: si el legislador temporal, por razones espurias, no quiere que ciertos derechos humanos tengan plasmación normativa, o pretende que sí la tengan pero, de facto, no resultan prácticos porque no se habilitan los mecanismos procesales, administrativos y económicos para materializar lo que solo de forma teórica se dispone, toda vez que esos valores esenciales se encuentran en el plano ético, precisamente por ello perviven al margen de vaivenes interesados, pues muy diferente es que, de forma transitoria, el poder no quiera que ciertos valores tengan plasmación normativa a que éstos no existan de forma radical. Posicionados los principios derivados de la dignidad humana en un plano ontológico superior, su eternidad hará posible que puedan primar tales valores sobre imposiciones injustas, y que el mismo devenir que un día los negó más adelante los plasme a través de la ley. Pero todo ello precisa de algo que Francisco refirió en varias ocasiones: coherencia, y en especial entre lo que se dice y lo que se hace. De nada sirve tener leyes vacías, que no dispongan los medios para garantizar los derechos humanos que dicen consagrar, como inútiles son la palabras de dirigentes que no son compatibles con el bienestar real de los pueblos que dirigen, hablando de dignidad y derechos cuando en el día a día ni ellos mismos predican con el ejemplo ni la sociedad sale de situaciones de calamidad, sino que, por el contrario, se hunde cada vez más en ellas.

 

Sus encíclicas Lumen Fidei, Laudato Si´ y Fratelli Tutti vienen a contemplar las anteriores reflexiones sobre la justicia y el derecho, manifestando por lo tanto que el papa Francisco, con su personalidad y carácter, desde un punto de vista intelectual, supo ver, como también lo hicieron sus antecesores, cuál es la piedra angular para conseguir la realización de la justicia en este mundo.

 

Y con ello, más allá de posiciones o de consideraciones interesadas (y en buena medida muy limitadas) de unos y de otros sobre la obra de este papa, lo cierto es que su contribución ha sido importante, en cuanto que defensor de unos derechos humanos que nacen, efectivamente, de la dignidad, como esencia no material de la humanidad, sino ética.

 

Un mundo como el presente, en el que la apariencia lo es todo, y en el que el vacío de la palabra y de la norma viene a ser la desgraciada regla general, con resultados completamente alejados de la realización de la justicia, supuso para Francisco un tránsito difícil, que él asumió, creo que con un resultado esperanzador, hasta su último viaje.

 

“La justicia es la conditio sine qua non para alcanzar la armonía social y la fraternidad universal que hoy tanto necesitamos, la virtud necesaria para la construcción de un mundo en el que los conflictos se resuelvan sólo de manera pacífica, sin que prevalezca la ley del más fuerte, sino la fuerza del derecho. Desgraciadamente estamos lejos de alcanzar este objetivo".

 

“Deseo que mi último viaje terrenal termine en este antiquísimo santuario mariano, al que acudía en oración al inicio y al final de cada Viaje Apostólico para confiar mis intenciones a la Madre Inmaculada y agradecerle sus dóciles y maternales cuidados.

El sepulcro debe estar en la tierra; sencillo, sin decoración particular y con la única inscripción: Franciscus.”

 


Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


 

 

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