El Rey Arturo es un personaje mítico, con muy
alta probabilidad la idealización de algún alto mando medieval que
efectivamente existió, y que, navegando entre el relato literario y la
historia, sin duda preservado más por lo primero que por lo segundo pues, como
es sabido, la historia es y ha sido siempre objeto de muchas lecturas,
manipulaciones interesadas sobre los hechos e interpretaciones que condicionan
desde lo subjetivo el conocimiento de lo que realmente ocurrió, ha llegado a la
actualidad dotado de un componente legendario y misterioso, en el que confluyen
múltiples aspectos.
Arturo de Bretaña es, tal vez, la versión
literaria de algún valiente general del pueblo de la Bretaña que en los albores
de la Alta Edad Media, ya con el Imperio Romano desaparecido por su propia
carcoma derivada de la corrupción institucional y personal, defendió a su pueblo
de los invasores anglo-germanos. A partir de este punto, dentro de cultura
celta, se generó la magnífica historia de un dirigente sin igual, con ribetes
incluso mágicos, que colocado al frente de su pueblo, y rodeado de los más
nobles caballeros, no solo ejerció su defensa frente a los ataques exteriores,
sino que, tanto él mismo, como aquellos que integraron su orden, dieron ejemplo
de Virtud y de Justicia. Arturo creó la Orden de la Mesa Redonda, dando lugar
al más perfecto Gobierno que nunca haya existido, pues todos sus miembros,
desde el mismo rey hasta sus caballeros, comprendieron que la forma de gobernar
nada tenía que ver con sus propios intereses ni con la defensa de su egoísta
posición de poder, sino con la generosidad de servir a su pueblo; y a título
personal, inspirándose únicamente en la mejora interior, en su propio
crecimiento, en la búsqueda de la virtud y en la progresiva separación de las
inclinaciones más mundanas.
Desde mi punto de vista, la leyenda artúrica ha
trasladado a la posteridad el modelo al que los dirigentes políticos deberían
aspirar. Este mito celta materializa, desde un prisma literario, gran cantidad
de aspectos de una de las corrientes filosóficas más importantes, pues en ella –considero-
se encuentra la prosperidad de la sociedad, y también de las más difíciles de
llevar a cabo: el estoicismo.
La filosofía estoica tiene diversas facetas, y
una de ellas, la que se refiere al interior del individuo, se basa en los
valores de la templanza, del coraje y de la superación de las debilidades; esto
es: la trascendencia del hombre está en su propia mano, mediante la llevanza de
una vida llena de virtud. Este, con mayor razón, habría de ser el ideal de
aquellos que se hacen llamar “hombres de Estado”: más allá de ellos mismos se encuentra
lo colectivo, y sus vidas han de dedicarse solo al bien común.
No es ajeno el mito artúrico a la condición
humana del rey, con ciertos episodios de su relato, desde su nacimiento hasta
su lecho de muerte y entierro en la isla de Ávalon, que hacen entrever que, a
pesar de su grandeza, el rey y los suyos no dejaban de ser hombres, y por lo
tanto tenían debilidades; pero cuando Arturo y sus caballeros emprendían
cualquier cometido, la motivación para ello jamás era personal, sino en pro de
un ideal: la Voluntad de cada uno se canalizaba en sus espadas y se convertían
en seres cuyo fin no era otro que impartir la Justicia. Creo que el hecho de que
el mito haya conservado en el rey y sus caballeros ciertos elementos de
humanidad es efectivo y cumple un fin, pues no refleja un imposible, sino que
deja al devenir de los tiempos un auténtico ejemplo de cómo debe comportarse un
hombre justo, y especialmente aquel que se encuentra al frente de la sociedad:
debe luchar para superar sus vicios, ser ejemplo de virtud y actuar siempre con
generosidad.
Además de lo anterior, nuevamente se puede
apreciar que aquello que legitima una actuación correcta del poder no se
encuentra en el terreno de lo material, sino el ámbito de los ideales. Por lo
tanto, si esta tesis se traspone al campo jurídico, nos encontramos con que los
mandatos del poder, plasmados en las leyes positivas, si no cuentan, ex ante, con el respaldo de los más
altos valores de la humanidad, no cumplirán el fin que les es propio, y que no
es otro que hacer la Justicia en el mundo. El Derecho Positivo se fundamenta y
a su vez es el canal de aquello que se ha dado en llamar Derecho Natural, el lugar en el que radica la Justicia, como parte
de la ética individual y social.
Cuando en el medievo surgió la llamada teoría del órgano, propia del Derecho
Canónico y que más tarde el Derecho Administrativo hizo suya, fue el resultado
de la necesidad de separar las instituciones de aquellos seres humanos que las
ocupan transitoriamente; pues bien es cierto, y así lo ha demostrado el triste devenir
de los tiempos hasta hoy mismo, que por desgracia no se pueden equiparar ambos
conceptos; que el detentador del poder no es la institución, y si su ánimo y
voluntad son malignos, llega a dañar a la propia institución. Esta es la razón
de la necesidad de la generación de esta clásica teoría del Derecho Público,
pues la perversión, la corrupción, la separación de los dirigentes, en
definitiva, del camino de la virtud estoica, de la senda de la ética, determinó
que se tuvieran que distinguir claramente el trono y quien lo ocupa, para poder
dirigir con plenitud el peso de la Justicia frente a aquél que, siendo el
primer obligado a tender a la virtud, por la posición que detenta, no lo hace,
y bajo el imperio de la mentira, con sus palabras grandilocuentes, solo en
apariencia contemporizadoras, eufemísticas y pomposas, incluso contrarias a sus
hechos, tiene en mente una intención desviada a la que le corresponde.
El Rey Arturo y sus caballeros fueron la
excepción a la regla, aquello que rompió la teoría del órgano: pues, por su
forma de entender tanto el ejercicio del poder como su propias vidas,
merecieron fusionarse con las dignas sedes que ocuparon, a las que
engrandecieron y así se convirtieron en ejemplo y en leyenda.
Que no precisemos de un mago Merlín para que, algún día, esto vuelva a ser así.
Les hice poner sus manos en
las mías y jurar
reverenciar al Rey, como si
fuera
su conciencia, y a su
conciencia como a su Rey,
combatir a los paganos y
sostener a Cristo,
cabalgar sin fatiga
reparando injusticias,
no calumniar ni dar oídos a
la calumnia,
honrar su propia palabra
como si fuera la de su Dios,
llevar vidas dulces en la
más pura castidad,
amar a una sola doncella,
apegarse a ella,
y adorarla por años de
nobles obras,
Hasta que de ese modo consigan ganar su
corazón…