lunes, 1 de agosto de 2022

Arturo de Bretaña: el modelo de dirigente político para el que la Justicia es valor

 

El Rey Arturo es un personaje mítico, con muy alta probabilidad la idealización de algún alto mando medieval que efectivamente existió, y que, navegando entre el relato literario y la historia, sin duda preservado más por lo primero que por lo segundo pues, como es sabido, la historia es y ha sido siempre objeto de muchas lecturas, manipulaciones interesadas sobre los hechos e interpretaciones que condicionan desde lo subjetivo el conocimiento de lo que realmente ocurrió, ha llegado a la actualidad dotado de un componente legendario y misterioso, en el que confluyen múltiples aspectos.

Arturo de Bretaña es, tal vez, la versión literaria de algún valiente general del pueblo de la Bretaña que en los albores de la Alta Edad Media, ya con el Imperio Romano desaparecido por su propia carcoma derivada de la corrupción institucional y personal, defendió a su pueblo de los invasores anglo-germanos. A partir de este punto, dentro de cultura celta, se generó la magnífica historia de un dirigente sin igual, con ribetes incluso mágicos, que colocado al frente de su pueblo, y rodeado de los más nobles caballeros, no solo ejerció su defensa frente a los ataques exteriores, sino que, tanto él mismo, como aquellos que integraron su orden, dieron ejemplo de Virtud y de Justicia. Arturo creó la Orden de la Mesa Redonda, dando lugar al más perfecto Gobierno que nunca haya existido, pues todos sus miembros, desde el mismo rey hasta sus caballeros, comprendieron que la forma de gobernar nada tenía que ver con sus propios intereses ni con la defensa de su egoísta posición de poder, sino con la generosidad de servir a su pueblo; y a título personal, inspirándose únicamente en la mejora interior, en su propio crecimiento, en la búsqueda de la virtud y en la progresiva separación de las inclinaciones más mundanas.

Desde mi punto de vista, la leyenda artúrica ha trasladado a la posteridad el modelo al que los dirigentes políticos deberían aspirar. Este mito celta materializa, desde un prisma literario, gran cantidad de aspectos de una de las corrientes filosóficas más importantes, pues en ella –considero- se encuentra la prosperidad de la sociedad, y también de las más difíciles de llevar a cabo: el estoicismo.

La filosofía estoica tiene diversas facetas, y una de ellas, la que se refiere al interior del individuo, se basa en los valores de la templanza, del coraje y de la superación de las debilidades; esto es: la trascendencia del hombre está en su propia mano, mediante la llevanza de una vida llena de virtud. Este, con mayor razón, habría de ser el ideal de aquellos que se hacen llamar “hombres de Estado”: más allá de ellos mismos se encuentra lo colectivo, y sus vidas han de dedicarse solo al bien común.

No es ajeno el mito artúrico a la condición humana del rey, con ciertos episodios de su relato, desde su nacimiento hasta su lecho de muerte y entierro en la isla de Ávalon, que hacen entrever que, a pesar de su grandeza, el rey y los suyos no dejaban de ser hombres, y por lo tanto tenían debilidades; pero cuando Arturo y sus caballeros emprendían cualquier cometido, la motivación para ello jamás era personal, sino en pro de un ideal: la Voluntad de cada uno se canalizaba en sus espadas y se convertían en seres cuyo fin no era otro que impartir la Justicia. Creo que el hecho de que el mito haya conservado en el rey y sus caballeros ciertos elementos de humanidad es efectivo y cumple un fin, pues no refleja un imposible, sino que deja al devenir de los tiempos un auténtico ejemplo de cómo debe comportarse un hombre justo, y especialmente aquel que se encuentra al frente de la sociedad: debe luchar para superar sus vicios, ser ejemplo de virtud y actuar siempre con generosidad.

Además de lo anterior, nuevamente se puede apreciar que aquello que legitima una actuación correcta del poder no se encuentra en el terreno de lo material, sino el ámbito de los ideales. Por lo tanto, si esta tesis se traspone al campo jurídico, nos encontramos con que los mandatos del poder, plasmados en las leyes positivas, si no cuentan, ex ante, con el respaldo de los más altos valores de la humanidad, no cumplirán el fin que les es propio, y que no es otro que hacer la Justicia en el mundo. El Derecho Positivo se fundamenta y a su vez es el canal de aquello que se ha dado en llamar Derecho Natural, el lugar en el que radica la Justicia, como parte de la ética individual y social.

Cuando en el medievo surgió la llamada teoría del órgano, propia del Derecho Canónico y que más tarde el Derecho Administrativo hizo suya, fue el resultado de la necesidad de separar las instituciones de aquellos seres humanos que las ocupan transitoriamente; pues bien es cierto, y así lo ha demostrado el triste devenir de los tiempos hasta hoy mismo, que por desgracia no se pueden equiparar ambos conceptos; que el detentador del poder no es la institución, y si su ánimo y voluntad son malignos, llega a dañar a la propia institución. Esta es la razón de la necesidad de la generación de esta clásica teoría del Derecho Público, pues la perversión, la corrupción, la separación de los dirigentes, en definitiva, del camino de la virtud estoica, de la senda de la ética, determinó que se tuvieran que distinguir claramente el trono y quien lo ocupa, para poder dirigir con plenitud el peso de la Justicia frente a aquél que, siendo el primer obligado a tender a la virtud, por la posición que detenta, no lo hace, y bajo el imperio de la mentira, con sus palabras grandilocuentes, solo en apariencia contemporizadoras, eufemísticas y pomposas, incluso contrarias a sus hechos, tiene en mente una intención desviada a la que le corresponde.

El Rey Arturo y sus caballeros fueron la excepción a la regla, aquello que rompió la teoría del órgano: pues, por su forma de entender tanto el ejercicio del poder como su propias vidas, merecieron fusionarse con las dignas sedes que ocuparon, a las que engrandecieron y así se convirtieron en ejemplo y en leyenda.

Que no precisemos de un mago Merlín para que, algún día, esto vuelva a ser así. 

Les hice poner sus manos en las mías y jurar

reverenciar al Rey, como si fuera

su conciencia, y a su conciencia como a su Rey,

combatir a los paganos y sostener a Cristo,

cabalgar sin fatiga reparando injusticias,

no calumniar ni dar oídos a la calumnia,

honrar su propia palabra como si fuera la de su Dios,

llevar vidas dulces en la más pura castidad,

amar a una sola doncella, apegarse a ella,

y adorarla por años de nobles obras,

  Hasta que de ese modo consigan ganar su corazón…





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



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