Baruch Spinoza (1632-1677) fue un filósofo
neerlandés de origen sefardí. Se trata de un pensador cuya grandeza se mantuvo,
en su momento, pareja al grado de polémica que generó, hasta el punto de ser un
autor proscrito por la Iglesia Católica, atendiendo a sus consideraciones sobre
la naturaleza y sobre Dios. Verdaderamente, Spinoza fue un librepensador y uno
de los más importantes representantes del racionalismo, junto con Descartes y
Leibniz.
Spinoza escribió, entre otras obras, un relevante
tratado sobre política y especialmente su Ética,
de la que dimana una revolucionaria concepción sobre este término. El filósofo
no renegó de la divinidad, sino que aportó un innovador concepto,
incuestionablemente con matriz en el innatismo cartesiano, pero de perfiles
propios y originales. No existe más que una realidad, una sustancia
exclusivamente, sin dualidades: el ser humano es uno, razón y alma, y la idea
de Dios participa de esta misma unidad: todo, en el mundo sensible, es una
faceta de Dios, que se presenta ante la razón por medio de sus atributos como
naturaleza, hechos, vida. Dentro de esa unidad esencial, cada ser humano forma
parte del todo, y por medio de la razón, realiza concesiones para poder vivir
en comunidad. El hombre actúa sobre la realidad de acuerdo con dos premisas:
razón e impulso. La primera ha de regir sobre el segundo. La razón lleva a la
civilización. Spinoza fue considerado por ello, por algunos, un panteísta, pero
su noción unívoca y total sobre Dios y el carácter y participación del hombre
en su concepto fue tan nuevo que generó fuertes reticencias.
Desde un prisma jurídico, hay dos cuestiones de
relevancia en la filosofía de Spinoza, desde mi punto de vista. Podría
referirme a ellas como de tipo introspectivo y de carácter público.
Respecto de la primera, el concepto de unidad
esencial de Spinoza, por definición, hace que se deba aplicar también al Derecho.
Siguiendo esta línea de pensamiento, no resulta posible considerar al Derecho
Positivo y al Derecho Natural como entes separados. Es irrefutable que entre
ellos existe una relación de fundamento; más aún, yo estimo que la vinculación
existente entre ambos es de trasposición: las normas jurídico-positivas deben
ser el reflejo de las normas del Derecho Natural, y siendo ello así, entonces
propiamente se podrá hablar de Derecho, pues cumplirá su finalidad: la
Justicia. Del mismo modo que no es posible desvincular al hombre de la razón,
al ser una unidad, y sin razón el hombre deja de serlo, el Derecho Positivo,
sin el anclaje en las normas del Derecho Natural, deja de ser verdadero Derecho
para convertirse en una forma hueca empleada para legitimar actuaciones
separadas de la Justicia, y por lo tanto generadoras del sentimiento de
injusticia.
Pero, además, desde un ámbito externo o, si se
prefiere, público, existe en Spinoza un concepto de Derecho Natural que rompe
con lo que tradicionalmente se entendía por tal, en el sentido de considerar
que, bajo esa denominación, se encuentran únicamente los valores más elevados
de la humanidad, esto es, la Ética.
El Derecho Natural es entendido como aquello que
el ser humano puede hacer, conforme con sus facultades físicas y racionales. Y
aquí está el buen hacer y también el mal hacer. Las conductas malignas, en
tanto que al hombre le son posibles, o es capaz de ellas, forman parte de su
naturaleza, esto es, se integran en el Derecho Natural. El hombre puede dar
vida y puede matar. Es por ello que la humanidad crea racionalmente unos
principios, unos valores, que le sirven para limitarse. La Ética se presenta
así como una creación del intelecto humano, consciente de su cara tenebrosa,
para poner un freno a sus impulsos malvados. Surge así el Derecho, fundamentado
en los principios de una Ética que la humanidad construye como creación propia,
por medio de la razón, sin que forme parte ab
initio de su esencia. Por ello Spinoza refería que tales valores eran arbitrarios, en el sentido de ser creados
desde la razón por el libre albedrío del ser humano para confinar a su faz
negativa y porque le son convenientes.
A su vez, la humanidad deriva la protección de la
convivencia y la ejecución de ese Derecho asentado en los principios de la
Ética a estructuras organizativas superiores: los Estados. Dentro de esta Ética
construida, el ser humano ha incluido su autolimitación, y la eleva al Estado,
para que éste vele por su cumplimiento y sancione a aquellos individuos que no
se sujeten a los mandatos necesarios para convivir, primero éticos y luego
jurídicos. Spinoza fue el precedente del contrato social de Rousseau, y
justificó que el mayor esclavo, el ser más separado de la libertad, aunque
considere lo contrario, es aquél que está dominado por sus pasiones, sin ningún
tipo de restricción.
La sociedad deposita su total confianza en el
Estado, de modo que cuando aquellos que lo representan, o forman parte del gobierno,
actúan de forma cínica, falsa o traicionera, sin atender a la sublime misión
que se les ha encargado, bien haciendo lo contrario de lo que dicen, bien no
haciendo nada o directamente perjudicando a la humanidad, al anteponer sus
propios intereses a los generales, para Spinoza su razón de ser deja de
existir, y propician algo que quizá ni ellos mismos sean conscientes que están
generando: el mayor de los odios, al desatar el lado más negativo de una
sociedad que se está restringiendo a sí misma para no desbocarse, resultando
además que aquellos que han de velar por la estabilidad de esa sociedad han
incumplido el encargo que de ella recibieron. Y llegados a este punto, ninguna
palabra grandilocuente podrá evitar que la razón siga su curso.
“El Derecho Natural de cada hombre no se determina, pues, por la sana
razón, sino por el deseo y el poder.”
“De los fundamentos
del Estado (…) se sigue, con toda evidencia, que su fin último no es
dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por
el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea
posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo
natural de existir y obrar sin daño suyo ni ajeno.”
“Quienes administran
el Estado o detentan su poder, procuran revestir siempre con el velo de la Justicia
cualquier crimen por ellos cometido y convencer al pueblo de que obraron
rectamente. Y esto, por lo demás, les resulta fácil, cuando la interpretación
del Derecho depende íntegra y exclusivamente de ellos. Pues no cabe duda que,
en ese caso, gozan de la máxima libertad para hacer cuanto quieren y su apetito
les aconseja; y que, por el contrario, se les resta gran parte de esa libertad,
cuando el Derecho de interpretar las leyes está en manos de otro y cuando, al
mismo tiempo, su verdadera interpretación está tan patente a todos, que nadie
puede dudar de ella.”
“La paz no es ausencia de guerra, es una virtud, un estado de ánimo, una
disposición para la benevolencia, la confianza, la Justicia.”
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