Erasmo de Róterdam (1466-1536) fue un humanista,
filósofo y teólogo neerlandés que ejemplificó con su vida y pensamiento cuál
habría de ser el verdadero modelo de intelectual, cuyas aportaciones para la humanidad
sirvieran al bien común y lo hicieran de una forma atemporal. Si hubo un rasgo
que definió el pensamiento de Erasmo fue, ante todo, la libertad. A través del
estudio de los clásicos de Grecia y Roma, el filósofo generó un espíritu
crítico incansable que no se detuvo frente a ningún tipo de poder, ni civil ni
eclesiástico. Su independencia era deslumbrante. Profesor universitario, renegó
siempre de la imposición doctrinal en las aulas y se separó de los dogmas. Sus
ideas fueron muy claras y apuntaron siempre hacia una responsabilidad
personalizada y concreta de los causantes de los males de la sociedad. Muchos
quisieron que formara parte de sus movimientos bien religiosos, bien políticos.
Erasmo los rechazó. Sus obras, que en un principio el propio autor pretendía
que fueran discretas, por el componente sumamente rompedor que contenían, adquirieron
una notoriedad elevadísima. Fue un gran viajero, un espíritu inquieto. Pronto
el éxito de sus incisivos libros, que espoleaban al lector a cuestionar al poder,
y por lo tanto a rebelarse, fueron objeto de censura por la Iglesia de entonces
y de silencio por parte del poder político, a salvo de ciertos apoyos con los
que contó, en el ámbito religioso e intelectual. Fue gran amigo de Santo Tomás
Moro. Entre ambos llevaron a la posteridad el paradigma del humanista, del
sabio que pone a disposición de la sociedad todo su conocimiento para
conducirla por el más próspero camino, empezando por quitar a la humanidad la
venda de los ojos que el poder le ha puesto.
Las obras de Erasmo son muy conocidas,
especialmente el Elogio de la locura.
Pero existe un ensayo que adquiere en la actualidad una resonancia especial. Se
trata del Lamento de la paz (Querela
pacis undique gentium ejectae profligataeque), en el que el autor habla a
través de una Paz que se hace de carne y hueso y, a través de un monólogo
desgarrador, expone su sentir sobre la deriva de la humanidad y señala a los
responsables de la que será su caída definitiva.
La Paz expresa que nos encontramos en unos tiempos
tenebrosos. En ninguna casa se la quiere ni se la respeta. No es bienvenida. En
el corazón del ser humano existe un conflicto permanente, primero consigo
mismo, y a continuación entre los miembros de las propias familias. La
tendencia a la discusión, a la guerra entre hermanos, ya sea por cuestiones
triviales o bien por razones de peso, forma parte de la naturaleza humana. La
Paz llora al comprobar que es más fácil encontrar la concordia entre los
animales que entre los hombres, quienes se atacan entre sí de una forma
constante. Expresa que si entre los hombres, las familias y los pueblos no
existe puntualmente la guerra no es porque se reniegue con franqueza de ella y
se tienda hacia la paz, sino porque la materialización de un escenario belicoso
no conviene, en ese momento, a ninguna parte, y especialmente a quien a título
personal comanda a ambos bandos, quien no mira por el pueblo ni por las
familias, sino sólo por su propio interés.
Es en este punto en el que Erasmo, a través de la
Paz encarnada, arremete contra los obispos de su época y sobre todo contra los
príncipes, esto es, contra los políticos. Clama contra su hipocresía, su
cinismo, su egoísmo. Considera un acto perverso que, enarbolando la razón
religiosa y el nombre de Cristo, se lleven a cabo persecuciones y guerras
atroces, que atentan contra la misma dignidad humana.
El príncipe, el político, movido exclusivamente
por su envidia, por el afán acaparador, instrumentaliza al pueblo y lo lleva a
masacres de las que este ningún beneficio obtendrá, excepto la satisfacción de su
propia persona. La Paz manifiesta que el buen político nunca conducirá a su
pueblo hacia la guerra, pues se preocupará de su seguridad, de administrar
debidamente sus propias necesidades internas, y en definitiva velará por el
bien común por encima del suyo propio. Aquellos políticos que destinan a sus
pueblos a la muerte, en primer lugar ni siquiera son capaces de velar por las necesidades, más básicas, de las personas cuyos destinos dirigen: son
incompetentes de base, pues no tienen idoneidad para organizar ni su propia
casa: la imprevisión, la actuación a salto de mata, marcan su forma de gobernar;
y empeñan la vida de los hombres por un pedazo de terreno, por unas micras de
mayor dominación. Arrastran con ellos a sus pueblos, los condenan a las tristes
consecuencias de los conflictos armados y en el momento en el que la derrota es
un hecho, desaparecen y dejan a la población en soledad. Al tiempo,
condicionan la educación, el libre pensamiento, la cultura. Buscan un estado de
tensión o de crispación social constante porque les beneficia. La información
se manipula, con el fin de obtener una docilidad que facilite la maquinaria
belicista en aras a engrandecer egos personales, aun a costa de miles o de
millones de vidas.
La ley no es ajena a esta realidad. El Derecho se
instrumentaliza, se amolda a las necesidades del político y llega a justificar
la atrocidad. Si el poder carece de ética, no es posible esperar una
legislación que sea respetuosa (en realidad, no a efectos meramente semánticos)
con los derechos humanos. Cuando el poder carece de la auténtica y genuina
visión de Estado, que no es otra que la de velar por el bien común, por el
interés público, por encima de sus particulares deseos, las normas jurídicas se
convierten en una malsana cobertura, en el arma atroz de la injusticia. Si el
espíritu de la ley no tiene un carácter generoso, sincero, altruista, culto,
humanista en definitiva, la injusticia se asentará y será quien escriba las
últimas líneas de la sociedad.
Sólo la vuelta al humanismo, al que Erasmo
fervientemente dedicó su vida y mensaje, impedirá que una realidad tan cercana
como la que hoy tenemos (basta con mirar alrededor) llegue a sus últimas
consecuencias.
“En fin, la paz
reside en gran parte en el hecho de desearla con toda el alma. Quien la quiere
de veras aprovecha todas las ocasiones favorables, desdeña o ignora cualquier
cosa que la obstaculice, y lo soporta todo con tal de preservar una bendición
tan grande. Por desgracia, hoy ocurre lo contrario: los príncipes escogen los
mejores pretextos para librar una guerra, ocultan convenientemente todo lo que
podría mantener la paz y exageran sin pudor todo lo que aboca a la guerra. Me
da vergüenza mencionar las espantosas tragedias a que dan lugar sus mentiras, y
cuan despreciables y fútiles son las causas que provocan tan grandes
catástrofes.”