José María Eça de Queirós (1845-1900) fue un
jurista y escritor portugués, considerado uno de los más importantes narradores lusitanos, adscrito al
realismo. Comenzó a escribir durante su carrera universitaria, en formato de
artículos, posteriormente recopilados, y más tarde relatos cortos y novelas,
destacando El crimen del padre Amaro
y Los Maia. Como miembro de la
carrera diplomática, salió de Oporto y Lisboa para conocer mundo, habiendo sino
destinado en La Habana o Bristol.
Uno de los relatos o cuentos más significativos
de Eça de Queirós desde la perspectiva iusfilosófica se titula Memorias de una horca. Se trata de una
narración que, de forma breve, rezuma, en primer lugar, un sentimiento de tristeza
ante la realidad de los resultados de la justicia impartida por los hombres
que, desde mi punto de vista, en cierta forma hace que el relato tenga un
componente romántico notable, a pesar de que, en términos generales, el autor
se encuentre adscrito al realismo, que viene a ser una corriente literaria
opuesta al romanticismo. Pero, no solo contribuye a esta opinión el fondo del
asunto sobre el que versa la obra, claramente crítica con el proceder humano en
un aspecto como la impartición de justicia, que se presume virtuoso o elevado
(razón por la que el relato también tiene un tinte irónico, pues difícilmente
puede hablarse de virtud dado el comportamiento del ser humano, aunque simule
otra cosa); la forma en la que se expresa el autor, los recursos literarios
empleados, partiendo de que se trata de un monólogo interior, con escenas
claramente tenebrosas y explicitas, eleva a Memorias
de una horca en un peldaño más allá del romanticismo, para entrar en lo
gótico.
La obra es una reflexión, esto es, una
personificación –por lo tanto, tenemos al propio autor hablando por medio de un
personaje al lector- de una horca, objeto empleado en los ajusticiamientos de
los condenados. El autor encuentra casualmente unos papeles donde esta horca
había dejado escritas sus memorias. Y a partir esta presentación, la horca toma
la palabra, describiendo su origen, en un roble; cómo entonces vivía en
libertad y era testigo del curso de la naturaleza, del crecimiento de las
hojas, del vuelo de las aves y de la vida de los seres humanos, a los que
cobijaba bajo sus ramas. Hasta que llegó el día en el que unos hombres cortaron
el árbol y a patadas, lo tiraron en lo que llama un “patio infecto”. Así como
ella sabía que otros árboles tenían un destino más luminoso, vigas para las
viviendas, o mástiles para barcos, a ella le correspondió el dar muerte a los
condenados por la justicia humana. Así lo expresa:
“¿Qué iría a ser yo?... Llegamos. Tuve entonces la visión real de mi
sino. ¡Iba a ser una horca!
Y me quedé inerte,
destrozada por la pena. Me levantaron. Quedé sola, tenebrosa, en un campo.
Había entrado, al fin, en la realidad dura de la vida. Mi destino era matar.
Los hombres, con sus manos siempre cargadas de cadenas, de cuerdas y de clavos
¡habían ido a buscar un cómplice entre los robles austeros! Yo iba a ser la
eterna compañera de las agonías. ¡Sujetos a mí se balancearían los cadáveres
como en otro tiempo las ramas verdes salpicadas de rocío!
¡Mis frutos serían
negros: los muertos! Mi rocío sería de sangre.”
Eça de Queirós vuelve al realismo, a la
descripción precisa, no tan poética, del contexto, y detalla cómo un cadáver se
mueve con el viento, cómo los buitres lo asedian y comen una parte de su
rostro, y la horca llora, clama al cielo contra la mal llamada justicia del
hombre y pide a Dios que la devuelva a la naturaleza floreciente, carente de
maldad, de la que procede. Pero no recibe respuesta, y pasan los años, y
también las muertes que ella propicia a consecuencia de las sentencias de
condena.
Sólo ruega por envejecer y pudrirse ella misma,
como cosa que es, y así ya no pueda servir para llevar a cabo esos actos. Es en
este punto en el que la horca, esto es, el propio Eça de Queirós, invoca la
razón de esta desesperación, que no es otra que los errores en las condenas,
las sentencias injustas y las muertes propiciadas desde la arbitrariedad, aún
revestida de formalismo:
“Ahorqué a un
hombre, un pensador, un verdadero político, criatura del bien y de la verdad,
alma bella, pletórica de las formas del ideal, defensor de la luz. Fue vencido
y ahorcado.
Ahorqué a un
hombre que había amado a una mujer, que había huido con ella. Su crimen era el
amor, al que Platón llamó misterio y al que Jesús llamó ley. El aparato
jurídico castigó la fatalidad magnética de la afinidad de las almas ¡y corrigió
a Dios con la horca!
Ahorqué también a
un ladrón. Este hombre era obrero. Tenía mujer, hijos, hermanos y madre. En el
invierno quedó sin trabajo, sin fuego, sin pan. Invadido por una nerviosa
desesperación, robó. Fue ahorcado a la puesta de sol. Los buitres no acudieron.
El cuerpo llegó a la tierra limpio, puro y sano. Era un pobre cuerpo que había
sucumbido porque lo apreté con rigor, como el alma había sucumbido por colmarla
y engrandecerla Dios.”
De todo el relato, que concluye con la
desaparición de la horca, por los años y el desgaste, se desprende un mensaje
crítico muy claro: de forma genérica, por supuesto, se trata del rechazo a la
pena capital, a la pena de muerte. Pero existe un tema más profundo y raíz de
aquella conclusión general: la justicia humana es una justicia falible, que
puede, bien equivocarse, o bien algo peor: ser dirigida para cometer un crimen
con la apariencia de acto legal, siendo en verdad una actuación arbitraria y
maligna, hecha con un fin de venganza o para saciar el ánimo morboso de algunos
o de muchos, si bien con una pátina de pretendida virtuosidad. Y siendo esto
así, también cabe en un sentido opuesto: no con ese tipo de condena, pero sí es
posible la privación de un castigo a quien verdadera y justamente lo merece,
por razones diversas, pero completamente alejadas de la luz e insertas en
penumbras.
Puede perfectamente colegirse que aquella
naturaleza original de la que la horca procede, y que añora, en la que no
existe maldad, es una plasmación literaria de la ética, siendo así que, en la
naturaleza, ese destino del roble como horca no existe. Sólo es una finalidad
creada por el hombre: el “patio infecto”. De modo que la separación de dicha
obra humana de la ética original propicia resultados injustos e irreparables. Una
justicia humana al margen de la ética no podrá producir un resultado positivo,
desde cualquier prisma, específicamente o en abstracto. La horca, por ello, al
conocer el bien, aborrece su propia existencia y quiere morirse, reprochando al
hombre su creación abocada a provocar el mal. Su propia existencia es el reflejo
de que moral y norma jurídica, Derecho Natural y Derecho Positivo, han emprendido
caminos separados, y siendo esto así, nunca la verdadera Justicia, como virtud
que es, podrá materializarse en la sociedad.
“El cuerpo se me
enfría: tengo conciencia de que poco a poco dejo de ser pudrición para
transformarme en tierra. ¡Voy, voy! ¡Oh tierra, adiós! Me vierto a través de
las raíces. Los átomos huyen hacia toda la vasta Naturaleza, hacia la luz,
hacia el verdor. Apenas oigo el rumor humano. ¡Oh, antigua Cibeles, voy a
meterme dentro de la circulación material de tu cuerpo! Veo aún vagamente la
apariencia humana, como una confusión de ideas, de deseos, de desalientos,
entre los cuales pasan cadáveres ¡transparentes, bailando! ¡Apenas te veo, oh
mal humano! ¡En medio de la vasta felicidad difusa del azul eras sólo como un
hilo de sangre!
¡Las floraciones,
como vidas ávidas, comienzan a aplastarme! ¿No es cierto que allí abajo, aún,
en el poniente, los buitres hacen el inventario del cuerpo humano? ¡Oh materia,
absórbeme! ¡Adiós! ¡Hasta nunca más, tierra infame! Veo ya que los astros, como
lágrimas, atraviesan la faz del cielo. ¿Quién llora así? ¡Me siento ya disuelta
en la vida formidable de la tierra! ¡Oh mundo oscuro, de barro y oro, que eres
un astro en el infinito, adiós! ¡Adiós! ¡Te dejo en herencia mi cuerda
podrida!».
Enlace al artículo publicado en la revista literaria Oceanum:
https://www.revistaoceanum.com/revista.html