sábado, 1 de junio de 2024

Francisco de Goya: los sueños de la razón jurídica

 

Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828), insigne pintor español, gran referente del arte en sí mismo, así como precursor e inspirador de cruciales movimientos pictóricos, abarcó la práctica totalidad de temáticas en su obra, si bien una faceta que me resulta de un significado especial es aquella que plasmó en su grabados, por el trasfondo y la crítica mordaz que encierran.

Goya convivió con la Ilustración, él mismo era un ilustrado, y por lo tanto un adalid de la primacía de la razón en la vida, de la verdadera justicia y también de la ética como base para desarrollar una sociedad ecuánime en lo moral y equilibrada en lo jurídico. No es de extrañar que, de forma incisiva, en sus grabados, dentro de la serie denominada Caprichos, apuntase hacia los sectores de la política y del clero de su época de un modo muy duro, que inteligentemente supo cubrir con un velo metafórico para evitarse represalias. 

Quiero referirme al grabado que se ha considerado como la portada de sus Caprichos, aquél que el pintor tituló El sueño de la razón produce monstruos.

Goya se autorretrata sobre su mesa de trabajo, recostado en ella, dormido, y rodeado de seres que adquieren la forma de animales relacionados con la oscuridad, algunos de un tamaño anormalmente grande, murciélagos, gatos y búhos.

El autor, desconectado de la realidad, fuera de la luz, se ve acechado por un mundo de otra dimensión, de tinieblas, en el que los seres que se presentan adoptan la forma de animales, aunque se intuye que esa no es su verdadera naturaleza; algunos de ellos lo exteriorizan de forma abierta, como el enorme ser volador sobre el autor que indiscutiblemente no es un murciélago, sino una hibridación que trata de asimilarse a ese animal; otros miran fijamente al espectador desde la espalda del retratado, de una manera intimidante, trasladando el mensaje de que nos ven, y nos dicen sin palabras que no es solo Goya quien está rodeado de ese mundo de sombras; y otros seres, con forma de búho, adoptan actitudes humanas, como darle al pintor un instrumento para que haga su obra.

El mensaje que encierra este grabado es, desde mi punto de vista, real e inquietante, así como con reflejos en diferentes ámbitos. El primero de ellos es claramente moral, y enlaza la privación de la luz de la razón con la entrada del vicio, del miedo, de la corrupción y de la ausencia de ética, que representan los seres de la noche. Aquí encontramos la primera manifestación del pensamiento ilustrado: la razón es la única fuente de claridad, y donde no hay razón, sobreviene la degradación, lo sombrío.

El segundo contenido implícito del grabado, muy relevante, se encuentra en los detalles: uno de estos seres, desde ese mundo de la oscuridad, mira al pintor y le ofrece un pincel para que plasme lo que sueña mientras está despojado del criterio racional. Es decir, le está dando indicaciones con la finalidad de que el mensaje procedente de ese mundo ominoso pase a la realidad tangible, se materialice y cause sus efectos, en un intento de que las sombras prevalezcan finalmente sobre la luz.

Un traslado del sentido de esta obra a la justicia permite observar que su alcance tiene una elocuencia y precisión más allá de épocas. Por una parte, Goya indica que en un mundo ajeno a la razón lo que surgirá será siempre el mal. Así pues, desde el Derecho, unas normas jurídicas que respondan a voluntades ominosas por cuanto que particulares e interesadas, y por ende que no atiendan al sentido último de la razón y de la ética, que no tengan en cuenta los bienes y valores esenciales del ser humano y que pretendan favorecer a quienes las promulgan en lugar de proteger el interés público y a los sectores necesitados de una salvaguarda efectiva, serán la vía para la injusticia. La confrontación entre el Derecho Positivo y el Derecho Natural, en su vertiente racionalista, está aquí representada de forma gráfica. Nos deja entrever que siempre existirá una tendencia al dictado de las normas desde ámbitos opacos y egoístas, y que solo la ética y la razón permitirán al despertar no asumir semejantes imposiciones, reaccionando proactiva e intelectualmente frente a ellas. El filtro de la razón y de la moralidad ofrece la luz necesaria que disipa las tinieblas a las que tiende el poder, permite ver su auténtica naturaleza e impedir que encarne en la vida real y ordinaria de la sociedad, mediante leyes profundamente injustas porque en ellas, sin cortapisa, la oscuridad ha prevalecido.

Y además, resulta significativo que, desde un prisma político, en el momento en el que la rectitud ética de los partidos empieza a resquebrajarse, y lo hace, aunque aparente que no sea así, cuando en vez de defender sus posiciones de una forma genuina, auténtica, educada y noble, buscando el bien de todos, en verdad prescinda de la ética para lograr el poder a costa de los votantes y no en beneficio de ellos, en efecto, surgen los monstruos, en forma de posiciones extremistas desde ambos lados ideológicos que hubieron de haber quedado enterradas en la historia, en el pasado, y no aflorar de nuevo en pleno siglo XXI, momento en el que, teóricamente, la luz tenía que ser no ya resplandeciente, sino cegadora, y no encontrarse en un estado de languidez como en el que está, que propicie que se tengan que echar de menos momentos y personas de hace siglos, cuando no milenios. La responsabilidad de haber llegado a esta situación sabemos claramente dónde se ubica. Goya nos lo dice en su obra.

En ambos casos, desde ese mundo de oscuridad, con el ofrecimiento del pincel al artista por uno de los monstruos, se invita a que aquello que mora en las tinieblas, y que la razón y la ética confinan, penetre en nuestra vida: a través de la ley, al separase del Derecho Natural; a través de la política, mediante una invitación que se transforma en imposición alcanzado el poder y que además resucita y trae de vuelta al presente a monstruos ya conocidos que surgieron precisamente en momentos de falta de principios morales y de altura racional.

En nuestras manos, como en las del gran pintor de Fuendetodos, está el no aceptar ese pincel que desde la oscuridad los monstruos nos ofrecen (o nos imponen) para pintar la realidad a su medida, como a ellos les conviene, fuera de los límites de la razón y de la ética, con el fin de resurgir en la realidad y arrasar nuestro modelo de vida y convivencia.

“El acto de pintar se trata de un corazón contándole a otro corazón dónde halló su salvación.”

“La fantasía, aislada de la razón, solo produce monstruos imposibles. Unida a ella, en cambio, es la madre del arte y fuente de sus deseos.”

“Nadie se conoce. El mundo es una farsa: caras, voces, disfraces; todo es mentira.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


domingo, 5 de mayo de 2024

Paul Auster: una idea de Justicia

 

“Si la justicia existe, tiene que ser para todos; nadie puede quedar excluido, de lo contrario ya no sería justicia.”

Esta cita de Paul Auster (1947-2024) debe resonar en el mundo actual. Cuánta razón en pocas palabras. Fiel a su estilo conciso, el autor norteamericano ha conseguido ofrecer un concepto de justicia atinado, exacto. Una definición de la justicia que aglutina siglos de pensamiento y evolución, superando la barbarie de la venganza privada y civilizando la resolución de conflictos.

De especial importancia es el que esta tan acertada definición del término proceda de un autor de la relevancia de Auster, quien, en su literatura, se asienta en las vicisitudes del ser humano contemporáneo, en sus complejidades, en un devenir vital que, lejos de cualquier trascendencia o metafísica, se desarrolla en un surgir azaroso de los acontecimientos, en unas decisiones sobre ese destino marcado por las circunstancias sobrevenidas, en un marco existencialista de la vida humana.

Pero, pese a ello, siempre debe existir un elemento que permanezca invariable en el constante fluir de los acontecimientos inesperados. Este elemento aporta orden en el caos inexorable; es la única brújula que permite contar con un norte que oriente la toma de las decisiones a las que el ser humano se ve abocado en su día a día.

El autor de la Trilogía de Nueva York, Premio Príncipe de Asturias de las Letras, nos transmite una idea de justicia como componente vertebrador de la realidad cambiante, de las circunstancias inevitables que hemos de afrontar en lo cotidiano, como así hacen sus personajes.

Siglos de racionalismo, de ilustración, de luz intelectual, en definitiva, cristalizados en una definición plena de la justicia. En efecto: la igualdad en la aplicación de la ley, la primacía del Derecho sobre el poder, la exclusión de ámbitos de impunidad, nos (debería) hermanar a todos. Iguales en la justicia, como iguales en la muerte.

Y si el concepto de justicia es luz de guía de una vida sujeta a la incertidumbre, no cabe duda de que, tras ella, una ética sólida hace posible que las decisiones sean ponderadas, equilibradas. Por ello el sentimiento de culpa, de responsabilidad interna, es tan propio de los personajes que transitan las obras de Auster. No puede haber tal sentimiento si no existe un principio de moralidad, de ética. Hablar de justicia igual para todos es referir uno de los valores o principios esenciales que hacen del Derecho el instrumento de la justicia verdadera, ubicados en un plano superior a lo meramente escrito. Incluso en un mundo sujeto a una deriva imprevisible, algunos pilares lo mantienen en pie: la ética y la justicia que se fundamenta, verdaderamente, en aquélla.

Puede entenderse que, desde esta perspectiva intelectual, no sean admisibles sistemas políticos y jurídicos meramente semánticos: democracias que funcionan como disfraces de dictaduras encubiertas, pues en estos sistemas la justicia no es, en la práctica, igual para todos, pese a nombres y fórmulas que expresen lo contrario. Y la base inicial para llegar a esta situación está en la carencia de principios éticos, desde lo privado a lo público, manifestados en la cobertura y defensa de intereses particulares como si fueran colectivos.

Esta es una sucinta reflexión (también a modo de homenaje) que me ofrece el concepto de justicia de uno de los más importantes escritores de la actualidad. Él se ha ido, pero su obra y pensamiento se quedan, como esa misma luz de guía que antes referí, participando de la naturaleza eterna de aquello que es esencial para el buen desarrollo de la vida humana; pese a los cambios, pese al azar, pese a lo imprevisto.

“Me he lanzado, me he desmandado, me he remontado a las alturas, y por muchas veces que me haya estrellado contra el suelo, siempre me he puesto en pie para volverlo a intentar (...) Esto es lo que siempre he soñado (…) mejorar el mundo. Llevar un poco de belleza a los grises y monótonos rincones del alma. Se puede hacer con un tostador, con un poema, y se puede hacer tendiendo la mano a un desconocido. Da igual cómo se haga. Dejar el mundo un poco mejor de cómo lo has encontrado. Eso es lo máximo a que puede aspirar un hombre.”

“Un libro no acabará con la guerra, ni podrá alimentar a cien personas, pero puede alimentar las mentes, y a veces cambiarlas.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




miércoles, 1 de mayo de 2024

Avicena: inteligencia y Derecho

 

Avicena es el nombre latinizado de Ibn Sina (980-1037), gran intelectual persa, que, como ocurrió con otros eminentes pensadores de la humanidad a lo largo de la historia, no se circunscribió a una sola faceta del saber, sino que entendió el conocimiento como la suma de todas las disciplinas: astronomía, ciencia, medicina…hasta así conformar, en plenitud, una tesis filosófica completa. Avicena fue lo que hoy llamaríamos un niño de altas capacidades o superdotado: con catorce años, poseedor de una memoria prodigiosa, recitaba el Corán en su integridad y estudiaba de forma autodidacta. Hasta tal punto fue Avicena avanzado que, siendo un adolescente, ya tenía fama como médico y había salvado la vida de un emir. Escribió más de 300 libros, entre ellos su Canon de Medicina. Trabajador incansable, por las mañanas se dedicaba a sus labores profesionales y por las noches a la ciencia. Una vida tan intensa y llena de actividad que le llevó a un agotamiento físico y mental y a su fallecimiento a los cincuenta y seis años.

Como he referido, Avicena se dedicó a prácticamente todas las actividades intelectuales posibles, con una especial preponderancia en la medicina. Pero si atendemos a sus tesis filosóficas podemos extraer conclusiones muy relevantes para su aplicación a la materia jurídica.

Nuestro autor recibió la influencia esencial de Aristóteles y la conjugó con las tendencias neoplatónicas, para construir una nueva concepción de la metafísica y explicar el concepto del ser. Bien es cierto que tuvo que estudiar muy profundamente la metafísica aristotélica, que consideró compleja, hasta llegar a entenderla como deseaba y debía. Para Avicena, en primer lugar, la realidad se compone de esencia y ente. La primera, abstracta y el segundo, concreto. La primera, necesaria y el segundo, contingente. La conformación de la realidad se produce cuando sobre el ente, cuya existencia es meramente una posibilidad, actúa la esencia universal y abstracta a modo de causa. Así, el ser humano (ente) existe porque sobre él actúa la causa esencial (Alá, como primer motor divino) que lo dota del componente espiritual. De modo que el ente (transitorio) no puede existir sin intervención de la esencia (eterna). Ente y esencia conforman al ser. Y en segundo lugar, del análisis del propio ser humano, concluye la confluencia en él de dos modalidades de inteligencia: el intelecto activo o agente y el intelecto pasivo o paciente. Este último actuaría como un verdadero receptor de las señales de la inteligencia activa, procedente de un ámbito superior, que dota a ese receptor de su individualidad, criterio y personalidad propia. Sin la actuación de la inteligencia activa superior, la pasiva es una mera potencia, no llega a materializar una sustantividad.

Como puede comprobarse, toda realidad en Avicena es, en cierto modo, una composición de dos elementos: el material y el espiritual, el empírico y el metafísico, indisolubles para que aquello que estimamos real efectivamente así lo sea.

Por lo tanto, si estas tesis explican toda realidad, su traslado al Derecho es evidente: el Derecho Positivo -las normas jurídicas escritas- que no tenga un fundamento primero que lo legitime, que lo justifique esencialmente, queda en una mera potencia de lo que debe ser, como instrumento para llegar a la Justicia. Sobre este Derecho debe incidir un componente superior, ubicado en otro plano, que lo dote de fundamento, de legitimidad. En definitiva: que motive racionalmente la necesidad y pertinencia de esas normas jurídicas. De nuevo, todos aquellos postulados metajurídicos propios de la ética, particular y pública, el acervo de principios y valores ubicados en un ámbito filosófico y racional, aquello que tantos autores denominaron Derecho Natural, desde sus diversas perspectivas y tesis, dota de vida y razón de ser a las normas jurídico-positivas. Estas normas no pueden existir (considerando la existencia como un acto filosófico de necesidad) si en ellas no concurre una causa primera, una inteligencia activa o agente. Con el devenir de los tiempos, y sobre todo con el racionalismo y el posicionamiento del discernimiento humano por encima de los dogmas y de las atribuciones divinas, esta esencialidad del Derecho vino determinada por la razón, de la que emanaron los derechos humanos y los valores primordiales. Es algo patente que cuando en la actualidad nos encontramos con leyes que producen unos resultados prácticos incomprensibles e incluso perjudiciales, vemos que la Justicia no se hace presente en su aplicación, y ello es así porque esas leyes carecen de razón auténtica que las justifique, estando desprovistas de aquel elemento trascendente (esto es, de su esencia) que determina que sean un acto de necesidad, y por lo tanto podemos comprender que, en verdad, no existen como verdaderas leyes, sino que se manifiestan como algo meramente potencial, en tanto que incompleto y por ende imperfecto: una forma, un mero revestimiento, una apariencia de aquello que no son verdaderamente y cuyo nombre adoptan, cuya plasmación material, su efecto práctico, no es otro que la injusticia, lo que también revela cuál es su naturaleza genuina, alejada del fundamento del auténtico Derecho, que es la suma de ética y de norma positiva. 

Avicena fue un adelantado a su tiempo, una mente preclara; creó su propia tesis y fue el catalizador del saber griego hacia el pensamiento posterior, influyendo en el gran Averroes, en la escolástica, y anticipando, con su planteamiento de la inteligencia y su vinculación con el ser, un postulado filosófico que marcó, siglos después, un hito para la humanidad: cogito ergo sum, pienso luego existo.

“Un médico ignorante es el ayudante de campo de la muerte.”

“El primer paso para la ignorancia es la arrogancia.”

“El conocimiento de cualquier cosa, dado que todas las cosas tienen causas, no es adquirido o completo a menos que sea conocido por sus causas.”

“El candil o lámpara, representa la inteligencia adquirida, ya que la luz es una perfección para lo transparente, y deposita en la inteligencia material a la inteligencia adquirida convirtiéndola en un reflejo de sí misma.”

“La vida es como un viaje, y cada experiencia es un paso más hacia la sabiduría.”

“La verdad es la base de la Justicia y la equidad.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación




lunes, 1 de abril de 2024

David Hume: evitando que legislar equivalga a construir castillos en el aire

 

David Hume (1711-1776) fue uno de los más importantes filósofos de la historia. Escocés de nacimiento, sus planteamientos supusieron una genuina innovación para las corrientes del pensamiento existentes hasta entonces, ramificadas en la metafísica y el racionalismo. Hume fue, ante todo, un empirista. Aquello que existe, la manifestación externa de la realidad, es lo que se percibe sensorialmente y genera una impresión en el individuo, esto es, la certeza, en el grado más fuerte del término, sobre la verdadera existencia. Frente a la impresión, como percepción de la realidad, surge la idea, que no es sino fruto de un conjunto de impresiones previamente adquiridas, pero que no puede ser acreditativa de la realidad, como sí lo es la impresión, pues la idea se forma con la combinación de impresiones diversas, cada una con sus propias variables, y por lo tanto, alcanza per se un estatus de abstracción o de inconcreción que la separa de la necesaria certeza como característica propia de la realidad.

Hume es el autor del Tratado de la naturaleza humana, obra filosófica cumbre, al que se sucedieron importantes libros sobre la moral y la política, y que hizo que el propio Kant se refiera al pensador de Edimburgo como “quien le despertó del sueño dogmático”. En efecto: Hume combatió todos aquellos conceptos filosóficos que se separaban de la certeza de las impresiones, y en definitiva, de la experiencia y la costumbre, siendo éstos los términos clave de su filosofía y de la comprensión del ser humano. Todo aquello que estuviera marginado de la verificación empírica entraba en el terreno de lo indemostrable, del dogma impuesto, y en consecuencia, no podría ser tomado como una realidad: por este camino, la metafísica tradicional no tendría un lugar dentro del pensamiento empirista, de modo que la comprensión del ser, y con este concepto, todos aquellos que tuvieran componentes trascendentales carecerían de la validez necesaria para adquirir el verdadero conocimiento de la realidad. Lo etéreo de estos términos metafísicos hacía que para Hume se tratara con ellos de construir castillos en el aire, sin más fin que la divagación y sin la aspiración de conseguir un conocimiento cierto. Respecto del racionalismo, el escocés advirtió que las ideas innatas, tan propias de este movimiento, no pueden existir. Toda idea nace de la impresión, y el conjunto de impresiones a lo largo de la vida del individuo determinan su experiencia y lo conforman como tal.

Evidentemente David Hume es uno de los grandes inspiradores del positivismo, en general, y del jurídico en particular. Nada hay más allá de los ordenamientos jurídicos y de las normas que los integran, pues su vigencia y eficacia, en cada momento y sociedad, son atributos perceptibles, impresiones, de su realidad. Ahora bien, no debe, en modo alguno, desligarse la filosofía empirista de Hume de sus consideraciones sobre la moral humana, y de la necesidad de la construcción de una ética personal y pública.

David Hume era defensor de una realidad incontestable: la emotividad del ser humano, en el que concurren emociones y razón. Lo determinante es todo aquello que las impresiones generan para el individuo, que no se limita a lo objetivo, sino que van más allá del dato y producen una sensación, ya sea de agrado, desagrado, o cualquier otra. La razón atempera esas emociones y responde ante ellas, canalizando sus efectos y habilitando tanto el bienestar propio como el colectivo.

El que Hume descartara lo trascendente no significa que renegase de lo emocional y de la necesidad de conformar una serie de principios, ubicados en un plano diferente al empírico, o a lo positivo, que habilitasen la convivencia humana desde sus bases y que contasen con su correspondiente traducción material, a través de normas jurídicas justas. La característica clave en su filosofía moral fue la empatía.

Solo mediante la puesta en el lugar del otro, cuando se produce un acontecimiento agradable o desagradable para el semejante, puede comprenderse que la convivencia no reside en la búsqueda del bien exclusivamente personal, sino en la comprensión de las emociones del semejante, y sobre ese entendimiento, construir unas bases morales, una ética común que procure lo mejor para la colectividad, y que redundará en beneficio también del individuo, como integrante de esa sociedad.

De este modo, la ética de Hume, sin dejar de entrar en el ámbito intangible de las emociones, adquiere una nueva dimensión, ajena a conceptos abstractos y sí residenciados en una realidad, como es la innegable naturaleza emotiva de la humanidad. Así, si una ley emanada por el poder no atiende a la sensibilidad social, y obedece a intereses exclusivos del mismo poder, sus efectos no serán en absoluto positivos, y generarán de este modo impresiones sumamente desfavorables, que una vez asimiladas por cada individuo, determinarán en él un rechazo elemental, y no tanto por la forma o palabras de la ley, sino por su trasfondo, su verdadera motivación y la finalidad que el poder persigue con ella, dando lugar a su deslegitimación desde el plano de la ética.

En consecuencia, incluso para el padre de la filosofía empírica, no es posible considerar Derecho a toda aquella norma jurídica que se separe de la ética pública y que no empatice con el bienestar de todos, sino solo con el de unos pocos o con el del mismo poder. Así puede, con nitidez, entenderse por qué Hume afirmaba que nadie puede imponer que el ser equivalga al deber ser, y que una mera proposición descriptiva o enunciado fáctico no se erige en proposición normativa por el solo dictado de quien la produce, sino porque esta proposición sea acorde con la ética pública. Las leyes que no obedezcan a esta finalidad serán, exactamente, constructos carentes de buen sentido, y como aquellos conceptos abstractos e inescrutables, auténticos castillos en el aire abocados, tarde o temprano, a su derrumbe.  

“Podemos cambiar el nombre de las cosas, pero su naturaleza y acción sobre la mente nunca cambian.”

“El hombre es un ser racional y continuamente está en busca de la felicidad que espera alcanzar mediante la gratificación de alguna pasión o sentimiento. Rara vez actúa, habla o piensa sin una finalidad o intención.”

“La naturaleza mantendrá siempre sus derechos y, finalmente, prevalecerá sobre cualquier razonamiento abstracto.”

“Debo reconocer que un hombre que concluye que un argumento no tiene realidad, porque se le ha escapado a su investigación, es culpable de imperdonable arrogancia.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 1 de marzo de 2024

Carl Sagan: de la pseudociencia al pseudoderecho

 

Carl Sagan (1934-1966) fue un reconocido astrofísico norteamericano que alcanzó una gran cota de popularidad como divulgador científico, haciendo honor a las palabras de Aristóteles, conforme a las cuales tan importante es tener una idea como saber explicarla y difundirla. Sagan manejaba a la perfección la oratoria y, como sabio en su disciplina, tenía la capacidad de exponer algo complejísimo de una forma que todos aquellos que le escuchaban podían entender cuestiones tan difíciles como las que se derivan de la misma naturaleza inescrutable del universo.

Hombre polifacético, más allá de las cuestiones científicas propias de su disciplina, ante todo fue totalmente abierto de miras, lejano al dogmatismo, a las imposiciones de los gobiernos y un firme defensor del espíritu crítico y de la formación cultural como resortes para enfrentarse al poder.

Para Sagan, aparte de que la sociedad tomara consciencia de la necesidad de reconocer y de explorar la realidad existente en la otra parte de las murallas del planeta Tierra, desde lo interno, resultaba inconcebible que el poder político llegara a tergiversarlo todo, incluso la misma evidencia científica, para presentar como tal cosa aquello que le interesara en cada momento. A ésto se refirió como pseudociencia en una de sus más importantes obras literarias, titulada El mundo y sus demonios. Encontramos aquí, de nuevo, un concepto esencial que se debe hallar en las bases de toda disciplina y que ha de ser ajeno, siempre, a las infiltraciones de terceros: la ética. La verdadera ciencia implica primero exposición y luego prueba de su certeza, pero en todo caso partiendo de los cimientos de una serie de principios invariables, como la veracidad, la honradez, el altruismo y la búsqueda del bien de todos. A ello se añade algo más: dentro de estos principios morales, resulta imprescindible que todo científico tenga en cuenta si la evidencia que pretende poner de manifiesto, y como quiere presentarla, produce un beneficio social, pues en caso contrario las bases de su proceder impedirán proponer tal cosa, al saber que va a generar un daño muy posiblemente irresoluble.

Este pensamiento de Sagan no es limitado al ámbito de la pura ciencia astrofísica. Ni muchísimo menos. Resulta de aplicación integral a lo jurídico, máxime tratándose el Derecho de una ciencia que, como es notorio, está muy peligrosamente relacionada con intereses transitorios, partidistas, y en nada ajenos, precisamente, a la presentación de la norma jurídica de una forma que parece beneficiosa cuando en realidad no lo es, y sus efectos prácticos lo demuestran, produciendo unos daños sociales muy difíciles de reparar.

Sagan era agnóstico; pero eso no le impedía afirmar que todo se rige por una serie de leyes universales, físicas, éticas, siempre invariables, y que de existir un Dios, precisamente estaría en esa eternidad que revelan los principios que generan y sustentan a la realidad. Un concepto de Dios, por otro lado, muy próximo al de Spinoza. Pues bien, si esta tesis se lleva a la materia jurídica, qué duda cabe que Sagan incluiría estos principios en el denominado Derecho Natural. Y sobre él en modo alguno puede haber intromisiones de ninguna facción política. No obstante, como esto puede ocurrir, y de hecho así pasa, mediante la manipulación de la opinión pública, resulta absolutamente necesario que la sociedad esté muy bien formada educativa y culturalmente para impedir, desde la crítica, tanto la suplantación del Derecho Natural por una moralidad ad hoc creada para beneficiar a algunos en perjuicio de la mayoría (al margen de que se presente de otra manera) como la generación de unas normas jurídicas que, dejando atrás aquellos principios eternos de la ética, lleguen a ser vigentes y a producir efectos prácticos, pues a partir de entonces las bases de la destrucción social ya estarán dispuestas.

No es de extrañar, atendiendo a lo anterior, que nuestro gran autor ya vislumbrase lo que iba a ocurrir en el presente con la tecnología y la ética. La conversión del medio en un fin y el adormecimiento social con grandes dosis de pantallas e internet. Un poder que incide en los sistemas educativos y fomenta el uso indiscriminado de lo tecnológico, para producir una situación de celebración de la ignorancia que le permita hacer lo que literalmente quiera. Y cuando el resultado llegue será muy tarde, porque en lo legal los efectos permanecen, no se borran con facilidad o cambiado sencillamente una ley por otra, aunque digan lo contrario. Una autodestrucción desde lo jurídico similar a la denominada autodestrucción tecnológica de las sociedades más avanzadas; una paradoja que tiene respuesta clara: la falta, separación o manipulación de la ética. En este punto, en la necesidad de primar la formación cultural y la educación social para evitar el colapso propiciado por los intereses espurios me resulta muy significativa la coincidencia de Sagan con Unamuno, quien afirmaba que “la libertad no es un estado sino un proceso. Solo el que sabe es libre. Solo la cultura da libertad. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamientos. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura.”

Miremos hacia Carl Sagan, y hacia su comprensión del universo y de lo universal más allá de lo científico, porque en esa visión está la respuesta al problema de nuestro tiempo y la evidencia de que todo es susceptible de manipulación, incluido uno de los campos más intocables para el bienestar social, como es el jurídico. Malamente podremos hablar de Justicia en un contexto en el que las previsiones del magnífico divulgador se cumplen; cuando simétricamente a la pseudociencia existe un pseudoderecho, participando ambos de los mismos fundamentos conceptuales: la separación de la verdad, la postergación de la ética y la presentación como beneficioso para todos de aquello que no lo es o solo lo es para algunos.

“Preveo cómo será la América de la época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento a los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la oscuridad. La caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente principalmente en la lenta decadencia del contenido de los medios de comunicación, de enorme influencia, las cuñas de sonido de treinta segundos (ahora reducidas a diez o menos), la programación de nivel ínfimo, las crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos, la película en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis y Butthead siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el conocimiento —no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa— son prescindibles, incluso indeseables.”

“En mi opinión, es mucho mejor entender el universo tal como es que persistir en el engaño, a pesar de que éste sea confortable.”

“Si algo puede ser destruido por la verdad, merece ser destruido.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




jueves, 1 de febrero de 2024

Friedrich von Schiller: hacia la Justicia por el camino de la estética

 

Friedrich von Schiller (1759-1805) fue un intelectual alemán, muy querido en su tierra e influyente en múltiples ámbitos de la cultura; dotado de un carácter polifacético, destacó como dramaturgo, poeta y filósofo. Gran amigo de Goethe, conformó con él un auténtico movimiento, el Clasicismo de Weimar, que propició una concepción de lo literario, y de la vida, desde un prisma estético, teniendo en cuenta este último concepto como una rama de la filosofía.

Schiller fue un hombre de su tiempo, y quiso ofrecer una posible respuesta a los problemas sociales y políticos. La suya fue una época convulsa. Y lo hizo desde una perspectiva original, pues lo común consistía en residenciar las soluciones en el estricto ámbito de la moralidad, o de la ética, abandonada o desviada en su plasmación material cotidiana en las relaciones intersubjetivas, razón por las que éstas no alcanzaban lo virtuoso. Nuestro autor fue lector y seguidor de Kant, pero discrepó de él en aspectos relevantes. Muy especialmente en la concepción que Kant tenía de la estética, como un nexo entre razón y sentimiento, pero de naturaleza eminentemente subjetiva. Esto es: cada individuo tiene un concepto distinto de la belleza, de la gracia. Sin embargo, Schiller se separó de esta tesis y aportó algo novedoso para la estética, que expresó en obras como De la gracia y la dignidad, Cartas sobre la educación estética del hombre y Kallias: su objetividad. La verdadera estética, que se aprecia por toda la sociedad, partiendo del individuo, se obtiene fuera de lo subjetivo, mediante la abstracción de lo personal y la conversión del ser humano en un espectador del mundo. Si aquello que se observa por todos genera una respuesta intelectual, de modo que introduce en los individuos un sentimiento común de agrado, inmediatamente por esa vía estética del sentimiento se pasará a la razón, y se considerará que aquello que tiene gracia, que es bello, armonioso en sus formas, será, a priori, también bueno, éticamente correcto.

La objetividad de la estética y el enlace que propicia entre la forma y el fondo, entre lo bello y lo ético, me lleva a pensar en la perfecta viabilidad de aplicar esta tesis al campo del Derecho.

Es habitual que en los planteamientos filosóficos de la materia jurídica se estime que las reglas morales, los principios éticos, anteceden a las normas jurídicas, esto es, al Derecho Positivo. El plano de la norma moral es distinto al de la norma positiva. Su naturaleza es otra. Y viene a considerarse (para quienes sostienen una posición iusmoralista del Derecho) que desde la ética, como base primordial para la vida social, se atribuyen a las leyes y demás normas positivas sus fundamentos para considerar a éstas como razonables o justas. En otros términos: la ética insufla a la ley su valor de Justicia, su legitimidad.

Pero, si seguimos a Schiller, no existe inconveniente alguno en transitar un camino inverso para apreciar también la Justicia de la ley, partiendo de la ley positiva y no de la ética. Y es aquí donde este concepto de estética objetiva resulta de una extrema utilidad.

Si nos posicionamos como observadores de la forma de proceder de un gobierno, y de las leyes que a su impulso entran en vigor, a través de los cauces que considera oportunos, es incuestionable que esa visión nos genera una reacción sensitiva, del mismo tipo que cuando tenemos delante nuestro una obra de arte, una pintura, una persona agraciada, o cualquier otra manifestación material. Pues bien, este primer impulso estético nos va a llevar a razonar si lo que estamos viendo está bien o no lo está, si nos conviene como sociedad o si tiene que ser cambiado de inmediato. Encontrándonos con prácticas objetivamente atentatorias al respeto de ciertos colectivos sociales, cuando no a la inteligencia de todos; con normas jurídicas mal confeccionadas, que aprovechan vías de extraordinaria y urgente necesidad haciendo de la excepción la regla; con una sintaxis, un uso del lenguaje, absolutamente incomprensible, que motivado por la impericia de quien redacta, cuando no por una voluntad malévola para tratar de ocultar en una telaraña de disposiciones adicionales, transitorias y finales los verdaderos móviles que llevan a la redacción de ese texto, sin duda nos encontramos todos con la misma reacción: esa norma es horrible, incomprensible, un disparate ininteligible, lo que posteriormente se confirma, por desgracia, con la necesidad de rectificaciones, modificaciones, derogaciones, interpretaciones, y, sobre todo, unos efectos en la realidad completamente negativos, unas consecuencias sociales nefastas.

Pues bien, la conclusión de que dicha ley está completamente separada de la ética y es ajena a la Justicia la obtenemos gracias a la estética. De aquí su gran importancia, pues desde la norma positiva podremos alcanzar la convicción de su injusticia sin tener que remontarnos a cuestiones de moralidad desde el principio, sino atendiendo solo a la sensación que nos causa lo que cierto gobierno o cierto legislador produce. Y no deja de ser un referente de gran importancia y precisión, porque se basa en un elemento objetivo: la percepción sensorial.

Cuando al poder no le interesa que una sociedad tenga unos sólidos principios éticos, una formación cultural que le permita ser crítica con lo que hace, y por esa vía se produzca un cambio, siempre quedará esta notable teoría de Schiller, sobre el objetivismo estético, que tal vez sea lo que, llegado el momento, alerte definitivamente a la sociedad de las intenciones de los gobiernos cuando éstos no persiguen el bien común sino el suyo propio. Porque ese poder puede incidir en la formación cultural, incluso en la moral, y así, en definitiva, en el sentido crítico, para intentar anularlo por completo; pero en aquello que se manifiesta externamente con mala calidad y una apariencia desfavorable (efecto necesario de una causa de iguales caracteres) generando un sentimiento común de rechazo, uniéndonos a todos en una verdadera fraternidad (fin al que Schiller aspiraba) nunca podrá influir. Será el origen de la ansiada libertad social.

“Una necesidad externa determina nuestro estado, nuestra existencia en el tiempo, por medio de las impresiones sensibles. Esta necesidad es involuntaria, y tal como actúe sobre nosotros tenemos que sufrirla.”

“El hombre en su primer estado psíquico se limita a recibir pasivamente las impresiones del mundo natural, a sentir, de modo que está todavía completamente identificado con éste, y no precisamente porque él no esté en el mundo, y no haya aún un mundo para él. Es solamente cuando, dentro de su estado estético, él lo pone fuera de donde lo contempla.”

“La voz de la mayoría no es prueba de justicia.”

“¿Qué es la mayoría? La mayoría es un absurdo: la inteligencia ha sido siempre de los pocos.”

“Que tu sabiduría sea la sabiduría de las canas, pero que tu corazón sea el corazón de la infancia candorosa.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


lunes, 1 de enero de 2024

Epicteto: otro día más en el paraíso

 

Epicteto (55-135) fue un filósofo cuya existencia comenzó de una forma bastante complicada: como esclavo -con todas sus implicaciones- en la Roma que fue el escenario de su vida. Se trataba de un hombre sensato, muy inteligente, tanto era así que su dueño, Epafrodito, estaba admirado con su valía intelectual, y consideró indigno que un hombre de tal categoría no fuera considerado más que una cosa. Afortunadamente hablamos de personajes, ambos, dotados de una cierta ética, y por ello, aunque hubiera sido posible que al dueño no le importase lo más mínimo que su esclavo sobresaliera tanto, o bien sí le importase, pero en el sentido de obtener a su costa algún tipo de rédito personal, es decir, aprovecharse de él y de ese modo mantenerle ajeno al estatus jurídico de persona de por vida, lo cierto es que fue Epafrodito quien lo envió a perfeccionar su talento filosófico a una prestigiosa escuela y ello supuso, de hecho, el impulso final a la manumisión de Epicteto: su entrada, conforme al Derecho Romano, en la plena libertad y consideración de persona a todos los efectos. Enseñó en tierras del Imperio hasta que -cosas de políticos- el emperador Domiciano, temeroso de que un grupo de rebeldes pensadores, los filósofos, entre los que estaba él, pusieran contra las cuerdas a los dogmas e imposiciones emanadas de su infalible persona, lo desterró a Grecia, donde fundó su propio grupo de seguidores y falleció.

La obra de Epicteto, de carácter oral, fue posteriormente recogida en el llamado Manual de Vida (o Enchiridion), siendo un pilar esencial del pensamiento estoico, al que nuestro autor se adscribe como uno de sus referentes.

Eminentemente práctico, Epicteto se preocupó más por el alcance de la felicidad y tranquilidad personales, en el día a día, que por la definición y averiguación de lo universal. Mejor llevar una vida apacible, tranquila, como camino de la sabiduría, que escrutar lo insondable y no tener un momento de paz interior. En consecuencia, el concepto de ética para Epicteto arranca desde el individuo, sobre dos premisas esenciales: primero, saber que, en lo que de uno depende, todo el buen hacer y la mejor voluntad deben ser dispuestas; pero respecto de lo que está en manos de terceros, o de circunstancias o de hechos ajenos a uno mismo, toda vez que nada se puede hacer, asumirlo como lo natural y saber vivir con ello, sin mayor preocupación; y segundo: la construcción del buen individuo supone un crecimiento interior, un perfeccionamiento forjado en el autocontrol, en la disciplina, en la prudencia, para llegar a ser la mejor versión de uno mismo, no desbocada por las pasiones o los vicios que hagan de la persona un ser controlado por las circunstancias y no a la inversa.

A partir de aquí, es posible observar una proyección de su filosofía a la idea de lo público o al debido comportamiento que cualquier dirigente político debiera de tener. Una cuestión constante en Epicteto es el recurso a llevar una vida “acorde con la naturaleza”. Esto implica armonía, actuar de forma sensata, noble, honrada, y en el caso de un mandatario, estar a una serie de principios que se adicionan a aquéllos que el estoicismo enseña al respecto de la llevanza de una vida serena, propia de cualquier persona que no se dedique a la cosa pública. Estamos, pues, ante un plus, algo más, que la ética, esos principios de la naturaleza, exigen a quien desarrolla funciones públicas: la superación del interés personal por el interés colectivo. Forma parte de la ética política estar por el bien de la comunidad y no por el propio. Epicteto estaba hablando, en definitiva, del eterno Derecho Natural, de aquellos preceptos inmutables, radicados en el plano de la moral pública, que deben regir la vida y acción de presidentes, emperadores y reyes, y así hacerse extensivos a su producción normativa, dando lugar a unas leyes honestas, justas, completas en el sentido de conjugar los mundos de la norma positiva y la norma moral.

Y si quien recibe el honor de representar al colectivo, y por lo tanto de velar por sus intereses, no se ve capaz desde un punto de vista moral de llevar a cabo dignamente tal tarea que, como digo, tiene por cimientos la renuncia a lo personal y la entrega a la comunidad, si es una persona de bien, lo que debe hacer es marcharse y dejar de perjudicar a todos. El filósofo lo decía muy claramente en el Manual de Vida:  

“Cualquier posición que puedas mantener conservando el honor y la fidelidad a tus obligaciones está bien. Pero si tu deseo de contribuir en la sociedad compromete tu responsabilidad moral, ¿cómo puedes servir a tus conciudadanos si te has convertido en un irresponsable sinvergüenza? Más vale ser una buena persona y cumplir con tus obligaciones que tener renombre y poder.”

La propuesta filosófica de Epicteto, desde mi punto de vista acertadísima, no es para nada sencilla de ejecutar, de llevar a la práctica. Y ello tanto por las propias debilidades humanas como por el rechazo que genera el toparse con alguien digno en el marco de una sociedad maleada, simplificada, debilitada y de un poder corrompido. Es, como mínimo, un elemento discordante –por no decir enervante- fundamentalmente porque, de inicio, solo el mero contraste ya saca a la luz las vergüenzas globales. El estoico debe luchar consigo mismo para perfeccionarse y asumir como circunstancia tan incontrovertida como incontrolable el mal ajeno, no doblegándose ante él, manteniendo la dignidad, pero tampoco frustrándose al no poder cambiar lo que es un hecho, como lo es que el sol sale todos los días por la mañana, guste o no guste. De ahí se explican las graves persecuciones, hasta la aniquilación incluso, por parte del poder, de aquellos que considera incómodos o muros incombustibles de resistencia ante sus imposiciones: exilio (como nuestro filósofo vivió), ceses, reproches, amenazas, calumnias, y hasta la muerte (pensemos en Jesús de Nazaret, por ejemplo). Así lo dejó dicho Epicteto:

“La vida de la sabiduría, como cualquier otra cosa, tiene un precio. Siguiéndola puedes ser objeto de burla e incluso llevarte la peor parte en todos los aspectos de la vida pública, con inclusión de la profesión, la posición social y hasta la posición legal ante los tribunales.”

En fin, unos principios filosóficos esenciales para la buena marcha del mundo, pero que en la actualidad hacen de quien los practica un ser heroico desde todos los frentes.

Y, mientras tanto, disfrutemos nosotros de otro día más en el paraíso.

 

“Compórtate siempre, en todos los asuntos, grandes y públicos o pequeños y privados, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. La armonía entre la voluntad y la naturaleza debería ser tu ideal supremo.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación