Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.
Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.
Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!
Miguel Hernández (1910-1942) fue uno de los más grandes poetas de España.
Tuvo una vida dura, difícil. Su familia era muy humilde, y pudo estudiar
oficialmente hasta que las necesidades hicieron preciso que ayudase a sus
padres trabajando como pastor. El poeta de Orihuela era intelectualmente
inquieto, y así, de forma autodidacta, leyó de forma constante a los clásicos,
forjándose una gran cultura literaria que fue el instrumento esencial para
canalizar la belleza de sus sentimientos a través de la poesía.
Su calidad como escritor le llevó, precisamente, a viajar a Madrid y a moverse
en los círculos culturales del momento, en los que fue muy apreciado. Pero la
política y la guerra civil detonaron la precipitada desaparición, jovencísimo,
del poeta. Sus ideas, no compatibles con el régimen que devino tras el
conflicto armado, le colocaron en una situación personal crítica, a lo que se
añadió el fallecimiento de uno de sus hijos. Tras ser condenado a muerte, su
pena fue conmutada por la de treinta años de prisión, y falleció en la cárcel,
como consecuencia de la enfermedad de la tuberculosis.
El autor de El rayo que no cesa, Viento del pueblo o el Cancionero y romancero de ausencias,
denota en su obra una profunda melancolía. La guerra determinó de forma radical
la sensibilidad del poeta, como se manifiesta en el soneto que da principio a
este artículo, y del que se desprende la profunda emoción que genera la
injusticia. Miguel Hernández, patriota, hombre valiente y a la vez de gran
sensibilidad, expresa la pena, una tristeza prácticamente existencial, que se
corresponde, de forma incuestionable, con sus vivencias, y en especial con la
guerra civil: la metáfora bélica, por medio de una explosión que tiñe de negro
el alma del poeta (la pena que tizna
cuando estalla) evoca una imagen terrible del conflicto que presenció y que
permanece en él imborrable, encadenándose a las pérdidas personales, al hambre
de los suyos, a la prisión y, al final, a la injusticia experimentada en sus
propias carnes, por medio de una aplicación de la norma que le sentencia
ignominiosamente, por el único hecho (convertido, a la sazón, en delito) de
pensar de una manera distinta, por creer en valores de igualdad y de libertad.
La sentencia condenatoria de Miguel Hernández es una manifestación clara de
la divergencia entre moral y Derecho. Supone el ejemplo de la separación de las
más básicas normas de la ética en la aplicación de ley, para así justificar una
atrocidad, y arropar técnicamente una voluntad específica de eliminar cualquier
manifestación de una idea distinta a la del poder, atemorizando a través de la
brutal sanción. Es más: la ética que debe servir de límite a los actos del
poder (aunque aparezcan legalmente arropados) también puede ser manipulada por éste,
creando una moral ad hoc que
justifique las razones más primarias de esa aplicación de la ley, sustituyendo
los derechos humanos por un pretendidamente elevado fundamento que ampare las
intenciones, aun criminales, de quien detenta el mando y controla todas las
facetas de un estado.
Es por ello que la evolución del denominado Derecho Natural, como acervo de normas éticas que han de
fundamentar a la ley positiva, ha llevado a desligarlo de fórmulas
personalistas, metafísicas o trascendentales, evitando que pueda generarse una
nominativa ética que solo responda a intereses transitorios, con el peligro
cierto de derivar en una producción normativa cuyos efectos sean tan injustos
como catastróficos, pues los intentos futuros de reparación de esas consecuencias
se quedarán solo en eso, en intentos, al existir males que ya no admiten
reparación.
Ningún poder debe ni puede dar lecciones de moral, ni inocular sus ideas en
ámbitos que no le corresponden; toda ética debe ser el único fruto de la razón
social, de aquellos elementos intocables y comunes para todos que nos hacen
seres humanos y nos erigen en lo que llamamos civilización. Tristes precedentes
como el del poeta de Orihuela (no único en la historia, pues la
instrumentalización de las normas para fines perversos -por todos los lados
ideológicos- se han repetido, dando lugar a épocas muy oscuras) deben servir
para reflexionar sobre los límites de la ley, sobre la posición y contenido de
la auténtica ética y sobre los responsables de la injusticia final derivada de
la manipulación de ambos mundos: Derecho y moral.
“Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas.”
“España, piedra estoica
que se abrió en dos pedazos de dolor y de piedra profunda para darme: no me
separarán de tus altas entrañas, madre.”