miércoles, 25 de diciembre de 2024

Bob Dylan: la respuesta está en el viento

Como Fiscal del distrito de Nueva York, tuve que encargarme de la investigación preprocesal de una denuncia contra Bob Dylan, al que se le involucraba en un asunto bastante oscuro acontecido hace más de medio siglo.

Cuando recibí esa denuncia, necesariamente tuve que despojarme de mis reticencias sobre la veracidad del relato que ahí se exponía y comenzar a realizar una instrucción que colmase lo que, a priori, consideraba que no tenía ningún fundamento. No es la primera vez que esto ocurre: son muchas las denuncias infundadas que llegan a Fiscalía, pero más allá de que el relato que en ellas conste sea un tanto inverosímil, la Fiscalía debe investigar y llegar a una conclusión fundada.

Una mujer afirmaba en su denuncia contra Dylan que este abusó de ella en un hotel de la ciudad, en el Chelsea, en el año 1965. Bien; sobre este punto de partida empecé a investigar. La información que, en paralelo, se estaba difundiendo en los periódicos (cosa con la que nunca he estado de acuerdo, pues toda investigación penal es reservada, y no sólo porque así lo diga la ley, sino por razones éticas y de mínimo respeto hacia la persona investigada) ponía en tela de juicio la fuente de la denuncia, afirmando que lo que se exponía contra Dylan no era muy fiable.

Por lo tanto, lo primero que hice fue solicitar la comparecencia en Fiscalía de la propia denunciante. Me entrevisté con ella, y ciertamente lo que me dijo, y cómo me lo dijo, ya me levantó firmes sospechas de que la realidad de aquello que se decía había ocurrido en la habitación del hotel no era demostrable. La mujer se presentó en Fiscalía afirmando que después de más de cuarenta años en silencio “alguien” le había hablado y convencido de poner en mi conocimiento este asunto. La impresión que me causó no fue en absoluto positiva; tan pronto me expresaba ciertos detalles del hecho mismo, e incluso contextuales, como a continuación empezaba a mirar a un punto fijo en la parte de arriba de mi despacho y comenzaba a murmurar algo incomprensible sobre “ellos”, “obligatorio” y “necesidad”.

El que un hecho como una presunta agresión sexual se denuncie después de tanto tiempo es extraño; y la ratificación que prestó la denunciante más aún. Decidí practicar alguna diligencia más. Quise acercarme al domicilio de la denunciante, para hablar con ella y completar la información; otra cosa era completamente inviable. No iba a encontrar vestigios del presunto delito ni en la habitación del hotel, por razones evidentes dado el tiempo transcurrido; ni por supuesto en ella misma a nivel biológico (si alguna vez existieron) por idéntica razón. Los testigos, de existir, dudo mucho que estuvieran localizables a día de hoy y fueran directos, o al menos recordasen haber visto entrar en el hotel a Dylan con una mujer (y además con esa mujer mucho más joven) hace cincuenta años. Verdaderamente lo que yo quería era cerciorarme de la situación en la que vivía la denunciante y comprobar el por qué de esta acción tardía por su parte.

A la semana de haberme entrevistado con ella, desde el despacho contactaron una cita en su domicilio y allí me dirigí con uno de mis adjuntos. Llamamos a la puerta y amablemente la mujer nos recibió. Era una casa humilde, pero muy recargada de objetos antiguos, de largas cortinas, espejos, y una mesa con cartas y velas. La mujer nos explicó que se dedicaba a asuntos esotéricos y que leía el futuro de los que se lo pedían. Allí me insistió en que lo que pasó en el hotel era cierto, y que si no lo había revelado antes fue porque no tenía ganas de revivir constantemente aquella situación, pero que ahora, ya con su edad, le daba igual, que no tenía esas pegas. Todo esto, nos lo decía alternando sus palabras con un leve balanceo de su cuerpo hacia atrás y hacía delante y mirando a una puerta de una habitación que se encontraba justo al final del pasillo que unía la sala en la que estábamos con el resto de dependencias de la casa.

Ante la fijación de esta mujer con esa habitación, le dije que a qué se debía que en vez de mirarnos a nosotros mientras nos hablaba estuviera constantemente haciéndolo hacia allí. En ese momento percibí como le cambió el gesto y se puso con un semblante iracundo, se levantó del sillón y nos instó a que nos fuéramos de su casa. Supe de inmediato que la respuesta a lo que yo quería saber estaba ahí dentro. Manteniendo la calma, le dije a la mujer que, en condición de autoridad, y en el marco de una investigación, queríamos ver lo que había en esa habitación. La denunciante empezó a musitar algo ininteligible y tras tener que volver a decírselo por segunda vez, apercibiéndole a que nos dejara pasar voluntariamente, y que no obstaculizara la investigación o recabaríamos orden judicial, accedió a abrir aquella puerta, que además, ya próximos a ella, pudimos ver que, por una parte, estaba cerrada con llave, y que esa llave la mujer la llevaba guardada en un bolsillo, y por otra, que había una letra “B” puesta en ella.

Cuando finalmente abrió la puerta y entramos, la mujer no quería encender la luz. Las contraventanas estaban completamente cerradas y la oscuridad allí era absoluta. Le dijimos que, por favor, encendiera la luz. Y lo hizo a regañadientes. Entendimos rápido por qué no quería encenderla.

Nos encontramos con una habitación completamente empapelada con fotografías de Bob Dylan, de todas las épocas, desde sus inicios hasta la actualidad, recortadas de periódicos y revistas, en las que al lado de dichas imágenes aparecía ella, siempre la misma foto de cuando era joven, recortada y pegada al lado del artista. Los fotomontajes estaban hasta en el techo. Y se entrelazaban con una especie de cuerdas o hilos negros. Algo muy inquietante, y que nos dejó claro que la mente de aquella mujer no estaba bien. Tenía una obsesión enfermiza por el artista y creía completamente que aquello que había denunciado era verdad.

Nos íbamos a ir de la casa cuando, al pasar por el pasillo miré hacia otra de las habitaciones cuya puerta estaba abierta y observé que en la repisa de un armario había una importante cantidad de dinero en efectivo. Me paré allí y le pregunté a la mujer por la razón de que tuviera en su casa tal cantidad de dinero en metálico. Habría unos cincuenta mil dólares. Me dijo primero algo surrealista: que era el ahorro de lo que llevaba cobrando a sus clientes desde que empezó a echar las cartas hace años. Debí de poner una cara que, aparte de mi adjunto, hasta la propia mujer se dio cuenta de que no me lo creía. Entonces le expliqué que la disposición de grandes sumas de dinero en efectivo en el domicilio puede ser indicativo de la comisión de varios delitos, ya sea por impagos al fisco o por blanquear algún tipo de ingreso. Ante ello, la mujer empezó a moverse de aquella forma tan extraña y volvió a referirse a “ellos” y a que “le hacía falta”, pero no fuimos capaces de esclarecer a qué se estaba refiriendo, pues entró en un discurso circular y ya no atendía a nada de lo que le decíamos. Por lo tanto, nos fuimos de allí.

A la mañana siguiente, puse un decreto de archivo de la investigación ante la inexistencia de elementos de cargo suficientes que pudieran sostener la certeza del hecho que se había denunciado. No teníamos pruebas contra Dylan. No obstante, sí decidí abrir una investigación contra la que había sido denunciante de ese hecho por un presunto ilícito penal de fraude fiscal o en su caso de blanqueo de capitales. Los dos decretos, de archivo y de apertura, fueron comunicados a mis superiores y continué con mi trabajo.

De una forma casi inmediata a la notificación de aquellos decretos, para los tiempos de funcionamiento interno que tenemos, recibí una carta de mi jefe en la que se me notificaba mi cese en la Fiscalía de Nueva York y traslado al estado de Ohio…sin más explicaciones. No se me dieron motivos oficialmente. Luego supe, por mis compañeros de Nueva York, que la decisión que tomé de no seguir la causa penal contra Dylan y sin embargo abrir otra para escrutar de dónde procedía el dinero que esa mujer tenía en su casa no había gustado nada. Por más que pregunté a quién no le había gustado que yo hiciera mi trabajo como tenía que hacerlo, solo obtuve dos palabras en respuesta: “A Washington”.

  


Relato de Diego García Paz incluido en el libro 101 relatos judiciales (Editorial Vinatea, 2023)


lunes, 23 de diciembre de 2024

Mi esperado regreso

                                                                                          Nadie se ilumina imaginando figuras de luz,

sino haciendo consciente su oscuridad.

Carl Gustav Jung

   I                                                                           

Los albores del siglo XXI no fueron especialmente brillantes para la humanidad. De hecho, las dos primeras décadas de la centuria parecieron retrotraer a épocas ya superadas.
La pobreza en determinados sectores de la sociedad a escala mundial; la palpitante tensión entre estados por motivaciones económicas; el estallido de guerras de una lamentable fuerza expansiva; la entronización de internet y de las inteligencias artificiales, que vieron como su rol de medio se cambió por el de ser un fin en sí mismas, y unos dirigentes políticos que primaban sus propios intereses sobre los de los pueblos que regían, llevaron a la población a un punto de profunda desesperanza. La ética había desaparecido. Era perfectamente posible hablar de un estado depresivo generalizado. Y a ello se unió un elemento que vino a rematar aquella situación: una crisis pandémica como no se recordaba desde hacía muchísimos años que obligó al aislamiento y, para algunos, literalmente, a perder todo contacto con semejantes, hasta con sus propias familias, en una reclusión personal que tiñó de sombra aquellos días infames.
En el año 20 de ese siglo, algunas personas tuvieron la fortuna de compartir confinamiento con sus allegados y, dada la situación existente, fue un momento propicio para hablar con más detalle y tiempo de los habituales. Entre estas personas se encontraba Sara, una mujer ya en sus cuarenta años que vivía con su padre, viudo, en un piso de una provincia del norte de España.
La relación que mantenían ambos era muy buena desde siempre. Pero, ciertamente, había cosas que, quizá por no haber tenido la ocasión o por haberle dado más importancia a lo cotidiano o a los problemas del día a día, no habían tratado en profundidad, y ello a pesar de que Sara tenía desde niña mucha curiosidad por preguntarle a su padre. Una de las cuestiones que más le interesaba saber era sobre sus ascendientes, en especial sobre su bisabuela. Esto es, la abuela de su padre, a quien no pudo conocer en vida y de la que solo tenía referencias muy difusas por lo que, de puntillas, alguna vez su padre le había dicho sobre ella, aparte de haber visto ciertas –pocas– fotografías. Su padre era bastante reacio a hablar, descendiendo al detalle, sobre quién fue su propia abuela, como si no quisiera entrar en pormenores con su hija sobre sus vicisitudes vitales, incluso sobre por qué y cuándo había fallecido.
Sara sí sabía que su bisabuela se llamaba Ofelia; que, para la época en la que había vivido, entre finales del siglo XIX y principios del XX, había sido una mujer muy avanzada, puesto que era médico –de las primeras mujeres que habían estudiado una carrera universitaria entonces, y además tan difícil y vocacional–, que había trabajado como doctora rural en ciertas comarcas de Galicia y que era una persona dotada de una gran filantropía, muy inquieta intelectualmente, al haber escrito varios libros –en los que, de forma tan crítica como ácida, arremetía contra el poder de su tiempo, al que consideraba el responsable de las grandes guerras y penurias que sufría el mundo en el que vivía– y, sobre todo, que había viajado mucho por Europa.
Pero más allá de estas referencias generales, al preguntar a su padre cuándo había fallecido la bisabuela y la causa, no le respondía con claridad y lo único que le decía era que su bisabuela fue una persona de mucho carácter, muy suya, y que él creía que había muerto en el curso de alguno de los viajes que solía hacer al extranjero, porque no recordaba haber acudido de niño a su entierro. La familia conservaba un pazo en Galicia, en el que Ofelia vivió y realizó su trabajo como médico, hasta que nunca más volvieron a saber de ella, suponiendo que dejó este mundo en alguno de aquellos viajes habituales que hacía.
Lo cierto fue que a Sara esa explicación que le dio su padre sobre el destino de Ofelia le resultó extraña. Y, con ello, le surgió una necesidad enorme de ir al pazo que la familia de su padre conservaba y cuidaba en Galicia. No había ido habitualmente allí, pues, de más joven, sus padres no solían veranear en el interior de Galicia, donde se ubicaba la casa, sino que iban a la zona de la costa de la provincia de Pontevedra, sin pasar por allí, por la razón de «aprovechar más el tiempo en la playa y disfrutar del mar». De modo que Sara se comprometió a visitar aquel pazo cuando la pandemia que les mantenía encerrados pasara a ser un mal recuerdo.
 
                                                                    II
 
Llegó el año 2022. Aquella calamidad que había confinado a la población durante meses cedió para convertirse en algo con lo que convivir de una manera más flexible, y de este modo la vida había empezado a normalizarse.
Sara, durante esos años, había perdido a su padre. De tal manera que ella ya vivía sola en el piso que entonces compartían y era libre para poder ir a donde estimara oportuno, por lo que aquella inquietud (que se había mantenido invariable en ella) por visitar el pazo gallego en el que su bisabuela Ofelia había vivido, ahora por fin iba a materializarse. Y de ese modo, por sí misma, tal vez podría conocer más a su bisabuela, por la que sentía tanta curiosidad como admiración.
En el mes de agosto planificó viajar a aquella zona interior de Galicia, y como para acceder a la ubicación del pazo era imprescindible hacerlo por carretera, pues el inmueble estaba radicado en un monte, en buena medida separado de las aldeas que lo rodeaban, y había comprobado que a través de alguna vía secundaria se podía llegar, al no tener coche, llamó a su amigo Luis, a quien conocía desde la niñez, y le pidió que fuera con ella en su vehículo a pasar un fin de semana de verano. Pues, aparte de explicarle que quería investigar in situ los orígenes de su familia, también aprovecharían los dos para tener un par de días tranquilos en un lugar distinto. Luis aceptó encantado la invitación de su amiga y ambos prepararon algo de equipaje, saliendo un viernes por la tarde hacia su destino.
Durante el viaje, Sara le explicó a Luis, mientras este conducía, que desde siempre había querido conocer más profundamente la vida de su bisabuela, de la que, por lo poco que le había contado su padre, tenía una perspectiva bastante idealizada, pensando en ella como una gran intelectual de su tiempo y, además, dotada de una especial generosidad dada su vocación médica y su entrega al cuidado de los habitantes de la comarca gallega en la que vivió. Sin embargo, le sorprendía mucho que su padre no le dijera cómo había muerto ni que él mismo lo supiera. Por eso, la mejor forma de poder saber algo más era estar en el sitio en el que su querida Ofelia había pasado sus días.
No tuvieron problemas durante el viaje mientras fueron por la autopista, si bien al llegar al primer núcleo urbano tuvieron que empezar a transitar por vías secundarias y finalmente por un camino rural, en pendiente y mal asfaltado, por el que apenas entraba el coche, y que lindaba con un precipicio en cuyo fondo se veía discurrir el río Sil y algunas poblaciones como pequeñísimos puntos de luz, pues estaba ya anocheciendo. El camino rural tampoco estaba bien iluminado; por lo que pudieron intuir ambos, se destinaba al paso de ganado durante el día, o al paseo de los aldeanos de la zona, pero no estaba habilitado realmente para el tráfico rodado. Además, daba la sensación de no estar muy transitado, pues lo cierto es que se trataba de un paso con peligro de desprendimiento y ciertamente estrecho, con abundante maleza por el flanco opuesto al precipicio y al que Luis se tenía arrimar mucho con el coche mientras iban ascendiendo por el monte.
Sobre las nueve de la tarde/noche pudieron ver al final del camino el pazo de Ofelia. Emergía entre los frondosos árboles y el sonido de las aves, de una forma imponente. Se trataba de una magnifica construcción de piedra, muy propia de Galicia, dotada de dos plantas y de una torre aledaña en la que destacaba un escudo heráldico, por lo que Sara supo entonces que su familia incluso había tenido antepasados nobles.
Accedieron a través de la entrada al edificio desde el camino a un patio, en el que había una fuente labrada de piedra de la que no brotaba el agua, parecía que desde hacía mucho tiempo, y Luis estacionó allí el coche, bajando ambos del mismo y empezando a caminar por aquel patio. Había mucha vegetación que crecía allí de forma libre y que había tomado incluso zonas del inmueble a través de los muros de la fachada. A Sara su padre le había dicho que la familia se estaba encargando del cuidado del pazo, pero, a priori, no se lo parecía. Más bien estaba en una situación de abandono.
Cuando Sara y Luis se aproximaron al portón de entrada del pazo, se sorprendieron al comprobar que, si bien externamente parecía que estaba sin cuidar o que nadie había ido por allí desde hacía años, en la puerta no había un mero cierre con llave normal (Sara tenía unas llaves que su padre guardaba en casa), sino que estaba cruzada con varias cadenas y tenía un candado de grandes dimensiones, de apariencia antigua, sobre el que se sobreponía otro que parecía que alguien había puesto recientemente. Además, miraron hacia los lados y hacia las ventanas de arriba y vieron que estaban aseguradas con maderas, pero desde dentro del propio edificio.
Lo que pensaron entonces, por lógica, fue que la familia de Sara se había encargado no tanto de cuidar el inmueble como de asegurar que no hubiera ninguna ocupación por terceros de aquel lugar, lo que podía tener su justificación, pese a que el pazo no estaba precisamente en un lugar accesible.
Sara le dijo a Luis que tenían que entrar en el pazo, pues para eso estaba ella allí, y que le ayudase a abrir el portón rompiendo aquellos dos candados enormes que estaban puestos y que le impedían utilizar la llave. Luis fue al coche y del maletero sacó una herramienta que llevaba para cambiar las ruedas del vehículo e intentar con él forzar aquellos dos grandes cierres. Después de aplicar mucha fuerza y de varios golpes, Luis consiguió que los dos cierres cayeran, quitó las cadenas y Sara pudo meter la llave en la cerradura.
Una vez dentro del inmueble y con unas linternas encendidas, pues allí no había electricidad, lo que vieron fue una especie de situación congelada en el tiempo: todo en aquella casa había quedado como seguramente Ofelia lo dejó cuando emprendió aquel viaje del que nunca volvió. En la primera planta había un amplio comedor con muebles de madera de nogal repletos de libros sobre medicina, filosofía, literatura e historia. El comedor estaba presidido en la pared frontal por un retrato de grandes dimensiones de una mujer alta, de pie, de rasgos bonitos, amplia melena de color negro y mirada tan serena como profunda, que apoyaba una de sus manos en un cráneo humano y en la otra portaba un libro. Sara la identificó inmediatamente, era Ofelia. Y así lo hizo, no solo por ver que se trataba del clásico retrato de un médico de su época, sino porque entre ellas se notaba el nexo familiar. Eran dos gotas de agua. Luis estaba admirado por el parecido que guardaban ambas. 
En la pared de enfrente de aquel retrato había un cuadro muy llamativo de un castillo. En un primer momento Sara pensó que era un óleo del propio pazo, puesto que no podía verlo con claridad, pero más tarde se dio cuenta que no era así. Debajo de ese cuadro había una estantería con más libros, pero exclusivamente sobre la temática de viajes y de geografía, y con un predominio muy notable de los referentes a los países del este de Europa, destacando entre todos la gran cantidad de volúmenes sobre Rumanía y Transilvania. Era algo que cuadraba con lo que Sara sabía: su bisabuela fue muy viajera. Le pidió a Luis que iluminase con su linterna aquel cuadro del castillo para intentar ver mejor de qué se trataba. Con más luz sobre el óleo, comprobaron que era una pintura del célebre castillo transilvano de Bran. Además, ambos se dieron cuenta de otra cuestión: ese cuadro estaba puesto sobre una pared que no era del mismo tipo de piedra que la del resto del pazo. Parecía un falso muro, como una especie de puerta cegada que se había disimulado externamente al poner allí la estantería y el propio cuadro.
Sara y Luis siguieron recorriendo el interior del pazo, que estaba en un completo silencio. El resto de las habitaciones del inmueble se encontraban en un estado de conservación equivalente al del gran comedor. Había un dormitorio, un laboratorio en el que seguramente Ofelia estudiaba y atendía a los pacientes, una cocina con abundante menaje, dos aseos (algo peculiar para el momento en el que Ofelia vivió, pero que encajaba perfectamente con la condición de sanitario que la bisabuela tenía) y otras estancias. En definitiva, se trataba de una casa muy recogida, muy cuidada y elegante, fiel reflejo de la personalidad de su dueña.
Eran las once y media de la noche. Sara y Luis decidieron, dada la problemática para volver por aquel lugar bastante intransitable a alguna de las aldeas más o menos cercanas, quedarse allí a pasar la noche y sacaron algo para cenar y unos sacos de dormir, ubicándose en el propio comedor, que era la zona más amplia de todo el inmueble. Una vez que apagaron las luces de las linternas y empezaron a quedarse dormidos, el silencio que hasta entonces había cubierto su anterior transitar por las habitaciones se quebró.
 
                                                                    III
 
En la oscuridad, Sara y Luis empezaron a escuchar unos fuertes golpes que, como llamadas, resonaban en todo el gran comedor. En un primer momento no supieron localizar el origen del sonido, pero tenían claro que no podía obedecer a ninguna causa a priori explicable, pues el pazo, por una parte, estaba completamente aislado en un monte, de modo que nadie cercano podía estar produciendo esos ruidos desde fuera del edificio; y por otro lado, los muros de piedra del inmueble imposibilitaban la producción de un sonido como el que estaban oyendo, aparte de que, al no contar con suministro de agua ni de ningún tipo, difícilmente podía atribuirse el sonido a viejas cañerías o ser fruto de la dilatación de algún elemento físico. Ambos se levantaron y empezaron a dar vueltas en la habitación para intentar localizar el lugar preciso del que procedían los golpes. De inmediato, Sara se detuvo frente a la pared en la que estaba el cuadro del castillo de Bran y puso su cabeza pegada al muro. Aquello venía de ahí y, además, quedaba claro que detrás de ese muro había algo, ya que sonaba hueco. Instantáneamente le dijo a Luis que buscase alguna herramienta que le permitiera abrir un espacio en aquella pared, porque claramente detrás de ella había algo más.
Luis fue a una de las habitaciones de la casa, dedicada a los empleados de servicio, en la que antes había visto algún efecto de trabajo y labranza, y cogió una pala y un martillo de grandes dimensiones. Ente los dos separaron la librería y descolgaron el cuadro. Los golpes seguían, entretanto, escuchándose, hasta que Luis dio el primer martillazo contra la pared. El muro empezó a ceder con facilidad. Luis siguió demoliendo aquella pared, alternando el martillo y la pala para separar los escombros, y lo hizo hasta obtener un agujero amplio por el que los dos pudieron mirar hacia el interior. Vieron unas escaleras muy pronunciadas hacia abajo, que probablemente llevarían al sótano del pazo. Con miedo, los dos atravesaron aquella oquedad y se dispusieron a bajar cuidadosamente por las empinadas escaleras, provistos de sus linternas.
Al llegar al final de las mismas, se encontraron con una puerta de madera maciza en la que había pintado un pentagrama invertido. Entre los dos empujaron aquella puerta que, poco a poco, se fue abriendo. Y accedieron a través de ella.
En el interior de aquella estancia, solo iluminada por la luz de las linternas de Sara y Luis, empezaron a ver una gran cantidad de estanterías con libros hasta el techo, que cubrían las cuatro paredes del lugar, y en su centro, una mesa alargada que, por las penumbras que envolvían la habitación, no podían distinguir completamente hasta el final. Sara se acercó a una de las estanterías y comprobó que la temática de aquellos libros era la alquimia, la magia negra y el contacto con seres de otros planos. Estaba ante una fabulosa biblioteca de temática esotérica. De pronto, los golpes volvieron a oírse, y procedían del final de aquella enorme mesa que no podía verse desde la entrada de la habitación.
Sara empezó a acercarse lentamente hasta la presidencia de la mesa. Luis permanecía en la puerta. A medida que se iba aproximando, sus ojos empezaron a percibir que alguien estaba sentado allí. Cuando finalmente llegó a aquel extremo de la mesa, Sara comprobó horrorizada que se encontraba ante el cadáver de una mujer de larga cabellera negra, cuyos ojos ya carentes de vida miraban desafiantes hacia la puerta de entrada. Era Ofelia.
Ante los gritos de Sara, Luis se acercó corriendo hasta donde ella estaba y, al ver aquella tétrica escena, perdió el conocimiento y cayó desmayado.
Ofelia tenía en sus ahora huesudas manos un papel escrito de lo que parecía su puño y letra. Sara, con una mezcla de terror y de respeto, lo cogió y empezó a leerlo:
 
Querida Sara:
Te sorprenderá que te llame por tu nombre. Te conozco desde que naciste. He estado muy pendiente de ti desde que estás en el mundo de los vivos. Por fin has venido. Siempre he propiciado que tu mente no me olvidase, que tuvieras una curiosidad creciente por saber qué me ocurrió. Todo lo que te dijeron sobre mí no era incierto, pero la verdad completa es solo mía y ahora también tuya. Mis viajes al este de Europa estaban motivados por la búsqueda de una solución definitiva a todos los males de este mundo. Mientras estuve viva me apoyé en la medicina para cuidar y salvar a todos los vecinos que pude de esta tierra. Pero era consciente de que la raíz del mal estaba ubicada en ciertos lugares y sujetos. Sara, no soportaba más que mis queridos vecinos murieran en mis brazos porque los gobiernos no fueran capaces de suministrarme la medicación que les pedía; no soportaba más ver la muerte injusta de tantas buenas personas en las guerras que viví: las dos grandes mundiales y la atroz civil que se cebó con nosotros. No soportaba más la mentira ni el cinismo. Este mal radicado en el poder que, en vez de velar por la paz y el bien de los ciudadanos, busca solo su propio beneficio, debe ser erradicado como un cáncer. La humanidad no se merece esto. En mis viajes, encontré la vía de sanar a este mundo, y la traje aquí conmigo. He sido su guardiana y custodia. Mi vida bien merece este sacrificio. Sobre la mesa está un vestigio, para mí una reliquia, que obtuve en Transilvania, de un dirigente que lo hizo todo por su pueblo y que ha pasado a la historia por ello, pese a las calumnias del poder. Él abrirá las puertas a una nueva era. Por eso estás aquí. Tú eres la esperanza de este mundo, y el volverá de tu mano.
Vlad vulgo Dracula dicitur Wayvoda Wallachiae.
Con amor, tu bisabuela Ofelia.
 
Sara terminó de leer la carta y, tras pronunciar su última frase, desde el centro de la mesa en la que se encontraba un pequeño frasco con un líquido de color rojizo, comenzó a emanar un denso humo que se dirigió hacia el cuerpo inerte de Luis y penetró en él a través de su boca y fosas nasales. De forma inmediata, Luis se incorporó rodeado de oscuridad y Sara pudo intuir que aquel que tenía a pocos metros ya no era su amigo.
Frente a ella, progresivamente, con un caminar lento, apareció un hombre alto, elegantemente vestido con un regio ropaje de una época muy remota, de pelo negro con mechones canosos en los lados, cuidada barba, atractivo y poderoso, de una mirada enrojecida por la cólera, dotado de una personalidad fortísima forjada en el dolor y en la experiencia, que le dijo lo siguiente:

—Hace siglos que fallecí. En mis tiempos fui uno de los regentes del este de Europa más temidos y respetados. Mis métodos exudaban una rabia sin límites. Disfrutaba contemplando el dolor de los enemigos desde la torre del castillo de Bran, en el que residía con ocasión de mis campañas contra los invasores.
»Me habéis llamado de múltiples formas. Gracias a vosotros seré por siempre el «Empalador» y el «Dragón». Y cierto es que tales denominaciones no son desacertadas, no. En efecto: yo soy oscuridad, soy sombra.
»No he estado físicamente entre vosotros, pero nada me impidió ser testigo del proceder del ser humano en los siglos que tras mis tiempos se han venido sucediendo. Soy capaz de observaros y de valorar lo que estáis haciendo. Estoy perfectamente legitimado para enjuiciar vuestra conducta… Al fin y al cabo, vosotros también lo hacéis conmigo.
»La lucha por el poder, las sanguinarias guerras que propiciáis, la opresión del débil, la rotunda falsedad en vuestros quehaceres, una falsedad, sí, que sustenta como un pilar maestro los viles actos que efectuáis sin misericordia… ¡Qué gran tributo me rendís!
»Os atrevéis a calificarme de cruel en virtud de mis cometidos. Vuestro día a día, a pequeña y a gran escala, está guiado por un gélido fundamento, un principio de todo al que ya se refirió Dante, ese visionario que transitó los sórdidos emplazamientos del infierno en un relato al que llamó Divina Comedia. El más profundo de los lugares del inframundo no está azotado por el fuego atemporal. No es sitio de azufre y llamas. Es un lugar helado. En él se siente un frío eterno. Es el círculo de la traición, y os está dominando por completo.
»Veo y siento la frialdad que caracteriza las situaciones cotidianas de la vida. No obedecéis a lealtad alguna, no existe la fidelidad. El mundo se ha vuelto un lugar desconfiado, aunque cínicamente aseguréis lo contrario.
»En mi época, pese a ser un regente muy temido, se sabía que aquel que se opusiera a mí y en consecuencia a los intereses de mi pueblo, recibiría el castigo correspondiente, mas en mi proceder existía cierta honestidad. No actuaba de una manera contraria a mi pensamiento ni nada escondía. De hecho, en mi tierra se me considera un héroe nacional.
»Por eso, no puedo permitir la funesta deriva que estoy contemplando. Es preciso que haga algo, pues todo mal ha de tener un límite. No puedo consentir un mal superior al mío. No toleraré que la traición y la falta de honestidad y de principios se adueñen de la humanidad.
»Hoy, a la caída del sol, el reloj que marca el tiempo de guerra e injusticia que se ha cernido sobre el mundo se detendrá. El imperio de la falsedad y de la traición toca a su fin. Mi castillo me espera. Vuelvo a casa. El Dragón se hará sentir de nuevo. 
Y dicho lo anterior, aquel imponente ser emitió un poderoso grito y, descomponiéndose en una enorme bandada de murciélagos, abandonó la estancia a gran velocidad, atravesando la puerta, las escaleras y el pazo, y puso rumbo hacia el horizonte bajo la fría luz de la luna.
En ese momento, el techo de aquella habitación empezó a ceder, como si la razón de ser de la estancia hubiera desaparecido, y la puerta se cerró herméticamente. Aunque Sara intentó abrirla de forma desesperada, no pudo hacerlo. Así que, sin otra alternativa, se sentó al lado de los restos de su bisabuela y las dos se quedaron juntas para siempre.

domingo, 1 de diciembre de 2024

Apio Claudio "El Ciego": tienes aquello que te mereces

 

Apio Claudio, apodado “El Ciego” (340 a.C. – 243 a.C.) por haber perdido la vista en su vejez, o “El Censor” por uno de los cargos que más representativamente asumió, fue un político, escritor y orador romano de la época de la República. En muchos aspectos fue un pionero, tal vez un tanto soterrado en la historia por la sucesión posterior de insignes figuras que adquirieron una mayor fama con los años y los siglos, si bien su nombre y obra a través incluso de quienes le siguieron en el devenir de los tiempos fue puesta en valor.

Apio Claudio tuvo una carrera meteórica en el ámbito político romano, atravesando el cursus honorum prácticamente en su integridad (edil, senador, cónsul, dictador, interrex, y por supuesto, censor). Su idea fue integrar en el Senado a las clases que se consideraban inferiores, entre ellas a los libertos, y a través de su cargo de censor, al confeccionar las listas al Senado, obtener la vía de acceso al mismo de estas clases, lo que generó cierto escándalo entre los patricios, esto es, el estatus nobiliario, dando muestras Apio Claudio de fuerte personalidad al no doblegarse ante las presiones políticas para que dimitiera. Al contrario, su plan era que las clases sociales a las que él les abría las puertas le alzasen en su carrera, cosa que consiguió.

Esta inteligencia política también la trasladó al ámbito militar, obteniendo éxitos notables, y en materia de obras públicas, acometió la construcción de importantes infraestructuras, como la Vía Appia, o el primer acueducto de Roma.

Gran orador, cuyas palabras fueron ensalzadas por Cicerón, en la materia jurídica sus contribuciones fueron esenciales. A un nivel teórico, Apio Claudio es el autor del que puede considerarse uno de los primeros tratados de Derecho, despojando de su exclusividad a quienes hasta entonces en Roma manejaban los asuntos jurídicos, los pontifex. Así, escribió una obra sobre la interrupción de la prescripción adquisitiva o usucapión, titulada De usurpationibus, y redactó las Legis Actiones, esto es, las normas procesales de la época, en su afán de hacer los asuntos jurídicos más próximos al pueblo, para que se pudiera contar con algún tipo de manual que diera las pautas para saber cómo dirigirse al poder impetrando la acción de la justicia. En este afán de aproximación de la justicia a todos, Apio Claudio creó un calendario de “días hábiles” para conocer cuándo, qué días concretos, se administraba justicia. En fin, estamos ante la semilla de lo que hoy llamamos seguridad jurídica.

Hay una faceta de su personalidad a la que me quiero referir en especial. Como ocurre con los grandes intelectuales, su genialidad no estaba limitada a un solo plano del conocimiento, sino que nos encontramos ante un hombre polifacético, pues, más allá de lo político, lo jurídico o lo militar, Apio Claudio fue también escritor y moralista, siendo así un nuevo ejemplo de jurista pleno: aquel que no puede entender el Derecho al margen de la ética, al formar un todo unitario.

Escribió, en formato de aforismos, una serie de sententiae en las que trasladaba brevemente sus pensamientos sobre la vida, la libertad y la responsabilidad. Entre ellos para mí tiene una significativa importancia el siguiente: “faber est suae quisque fortunae”, es decir: “cada uno hace su propia fortuna”.

Es importante que Apio Claudio ya refiera en su época, como realidad irrefutable, que, según como cada uno actúe y se comporte en la vida, así tendrá los resultados que merezca. No dependerá de los hados ni de los dioses, sino del proceder y de la actitud personales. La pérdida de oportunidades, el alejamiento definitivo de personas, serán la consecuencia de los actos o de las omisiones propias, de la pasividad o del silencio voluntarios.

Para el Derecho, esta primacía de la voluntad y no de lo aleatorio es esencial, pues de aquí se derivan la culpabilidad en el ámbito penal o los efectos en los negocios y relaciones jurídicas en lo civil; siendo de estricta justicia el que cada uno reciba lo suyo, conforme a lo que merezca y haya hecho, como Ulpiano estableció dando lugar a una de las máximas nucleares de la ciencia jurídica.

Desde la Filosofía, la capacidad para hacerse responsable de los propios actos ha sido uno de los pilares maestros para alcanzar una concepción verdadera del ser humano, independiente de fuerzas superiores a las que atribuirles las negativas consecuencias de su mal hacer. El reconocimiento de los efectos de los propios actos define al superhombre, asumiendo que la libertad implica responsabilidad y consecuencias en la propia vida, en el entorno y también genera una lógica respuesta en el semejante.

Una relevante tesis de Apio Claudio que ha tenido su eco incluso en la literatura universal, pues Miguel de Cervantes llevó esta enseñanza al Quijote: Alonso Quijano replicó a Sancho, cuando éste le decía que la fortuna era una mujer que, se comentaba, tenia un proceder muy caprichoso y que, por motivos desconocidos e incontrolables, actuaba de una forma diferente dependiendo de la situación, que eso no era así, que no se equivocase, pues cada uno de nosotros, según se comporte, forja su propia suerte, su propio destino, su propia aventura vital.

"Apio, irguiéndose de inmediato, dijo: Hasta aquí romanos, soportaba penosamente la suerte de mis ojos, pero ahora me duele no ser sordo además de ciego y escuchar en cambio vuestros vergonzosos decretos y resoluciones que demuelen la gloria de Roma. ¿Dónde está pues aquel renombre vuestro, susurrado constantemente a todos los hombres?”

 


Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 

 

viernes, 1 de noviembre de 2024

William Shakespeare: una justicia atemperada por la equidad

 

William Shakespeare (1563-1616) es, sin duda, uno de los más grandes escritores de la historia de la humanidad. Nacido en la localidad inglesa de Stratford-upon-Avon, su legado en la literatura es inmenso. Si bien comenzó siendo, esencialmente, un dramaturgo, toda su obra tiene tal cantidad de facetas y de posibilidades de abordaje y estudio que hacen de Shakespeare un sabio. No se trata de un autor que tenga por objetivo tanto el adoctrinar o lanzar mensajes moralizantes como el exponer la naturaleza humana, con todas sus luces y sus sombras, con sus contradicciones, a nivel ético e incluso jurídico. Su producción, por ello, también tiene un corte genuinamente filosófico, pues permite al lector abrir una puerta hacia el pensamiento y llegar a su propia conclusión acerca del buen o mal hacer de los personajes, tomar posición en ese debate moral, y ver también cómo la injusticia está presente en las preocupaciones del autor, pues el Derecho no deja de ser una emanación del ser humano, y por ende va a participar de su propia condición, aunque a las normas jurídicas se las pretenda dotar de un carácter aséptico u objetivo: así es en apariencia, pero no podemos discutir el que la realidad de la razón de ser de las leyes -y cada vez con una mayor y más patente constancia- no siempre responde a un interés o bien general, sino a uno muy particular, con efectos que, por su perversidad, así lo ponen de manifiesto.

Debe tenerse en cuenta que el contexto de la vida y obra de Shakespeare es el del tránsito hacia el Estado Moderno, con una auténtica revolución intelectual que tiene sus muestras en el arranque de la idea de la separación entre el poder civil y el eclesiástico, en medio de tensiones lógicas para que esto tuviera efectivamente lugar, con una Inquisición que seguía operando; un giro intelectual progresivo hacia el hombre y no tanto hacia lo divino, surgiendo un concepto de ética y de derecho natural ubicado en la razón, y causa matriz del contrato social para llevar a cabo la convivencia de los pueblos; el nacimiento de un Derecho Internacional Público precisamente inspirado en estos derechos primigenios de base ética, filosófica; y la entrada de un ánimo revolucionario ante la ley injusta por no obedecer, de base, a la motivación de ética pública que la debe inspirar. En definitiva: son tiempos en los que el empuje de la razón se abre paso entre las penumbras del dogma, con las consabidas resistencias del poder, y las obras de Shakespeare así lo reflejan, también, desde luego, en lo que hace a la cuestión de la justicia, algo de especial relevancia para el autor; prácticamente en todas ellas hay un reflejo de la aplicación de la ley y de sus consecuencias, atendiendo a la intención del legislador más allá de las apariencias de objetividad y conjugado con la aplicación de esa norma al caso, que produce resultados que chirrían desde un punto de vista ético, dejando aparte las ambigüedades de los personajes. El paradigma de ello son obras como El mercader de Venecia o Hamlet, pero este asunto de la injusticia subyace como uno de los grandes temas en toda su producción, siendo en este punto coincidente con los genios Miguel de Cervantes o Lope de Vega, en España.

Si hay una cuestión de especial relevancia en lo que hace a lo jurídico en el autor inglés es la concerniente a la equidad. No es una nueva idea, pues la aequitas tiene su origen en el Derecho Romano, pero si Shakespeare lo trae a colación es debido a la necesidad de buscar un elemento que impida que, bien la aplicación de la ley a un caso, o bien la interpretación que de la misma se pueda hacer en particular, lleve a unos efectos manifiestamente injustos, con condenas que incluso puedan suponer la muerte física o civil del justiciable. La equidad es aquí un concepto ético, que debe ser aplicado en el Derecho, y ello por razones no tanto jurídicas como humanas, pues la condición del ser humano tiene sus ambivalencias y sus escalas de grises; no todo es blanco o negro, y según cada supuesto, la ley debe adecuarse y su aplicador debe ponderar todos los derechos existentes y valorar los hechos desde una perspectiva individualizada y adecuada. La justicia no trata de dar a todos lo mismo, sino de dar a cada uno lo que le corresponde. Y esto, si no se atiende a la equidad, puede no tener lugar en el caso de una aplicación en sentido estricto de la ley.

En el juicio de El Mercader de Venecia, o en la historia de Hamlet, Shakespeare nos llama a ver los hechos desde una perspectiva abierta, no limitada a lo estrictamente jurídico, y a entender desde lo humano las razones que, por ejemplo, llevan a Hamlet a tener el sentimiento de venganza por el asesinato de su padre a manos de su tío para hacerse con el poder, y a dudar de lo que es correcto o no lo es, incluso valorando su propio suicidio, teniendo en cuenta la inadecuación y desproporción de los medios en uno y en otro caso para conseguir un fin; o a valorar el reclamo de Shylock a Antonio por prestarle 3.000 ducados y no devolvérselos (una libra de su propia carne, cercana al corazón), que más tarde se vuelve de cumplimiento imposible al no poder derramar la sangre del prestatario y en virtud de ciertas argucias darse la vuelta completamente la situación, en un claro ejemplo de contrato leonino (si empleamos la terminología que nuestra veterana Ley Azcárate, muy atinadamente, estableció y a día de hoy pervive) y por ende injusto.

La visión filosófica y crítica de la ley es, por lo tanto, la única vía auténtica para poder alcanzar la verdadera justicia, y solo con la ética, a través de la equidad aplicada a cada caso, podremos obtener resultados que puedan llamarse justos, lo que lleva a concluir que no todo lo legal es legítimo y que el bien común en muchas ocasiones precisa de la intervención de una ponderación sensata y sana de las circunstancias propias de cada caso, no pudiendo desligar la Filosofía de la teoría y la práctica del Derecho.

 

"No    debemos    hacer    de    la    ley   uno   de   esos   espantajos   que   se   plantan   en   tierra   para   asustar   a   las   aves   de   rapiña;   ni   dejarla   siempre   en    la   misma   actitud   inmóvil,   o   el   hábito   acabará   por   hacer   de  ella   su   percha   y   no   el   objeto   de   su   terror."

“En extrema justicia ninguno de nosotros encontrará salvación.”

"El   cetro   puede   mostrar    bien    la   fuerza   del   poder   temporal,   el   atributo   de   la   majestad,   y   del   respeto   que   hace   temblar   y    temer    a    los    reyes.     Pero    la   clemencia    está   por    encima    de   esa   autoridad    del    cetro;    tiene    su    trono    en    los    corazones    de    los    reyes;    es   un   atributo    de   Dios   mismo,    y   el   poder   terrestre    se    aproxima    tanto    como    es   posible    al   poder    de    Dios   cuando    la    clemencia   atempera    la    justicia". 

“El mismo diablo citará las sagradas escrituras si viene bien a sus propósitos.”

“Toda noche, por larga y sombría que parezca, tiene su amanecer.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


martes, 1 de octubre de 2024

Miguel Hernández: poeta de la injusticia

 

Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!

 

Miguel Hernández (1910-1942) fue uno de los más grandes poetas de España. Tuvo una vida dura, difícil. Su familia era muy humilde, y pudo estudiar oficialmente hasta que las necesidades hicieron preciso que ayudase a sus padres trabajando como pastor. El poeta de Orihuela era intelectualmente inquieto, y así, de forma autodidacta, leyó de forma constante a los clásicos, forjándose una gran cultura literaria que fue el instrumento esencial para canalizar la belleza de sus sentimientos a través de la poesía.

Su calidad como escritor le llevó, precisamente, a viajar a Madrid y a moverse en los círculos culturales del momento, en los que fue muy apreciado. Pero la política y la guerra civil detonaron la precipitada desaparición, jovencísimo, del poeta. Sus ideas, no compatibles con el régimen que devino tras el conflicto armado, le colocaron en una situación personal crítica, a lo que se añadió el fallecimiento de uno de sus hijos. Tras ser condenado a muerte, su pena fue conmutada por la de treinta años de prisión, y falleció en la cárcel, como consecuencia de la enfermedad de la tuberculosis.

El autor de El rayo que no cesa, Viento del pueblo o el Cancionero y romancero de ausencias, denota en su obra una profunda melancolía. La guerra determinó de forma radical la sensibilidad del poeta, como se manifiesta en el soneto que da principio a este artículo, y del que se desprende la profunda emoción que genera la injusticia. Miguel Hernández, patriota, hombre valiente y a la vez de gran sensibilidad, expresa la pena, una tristeza prácticamente existencial, que se corresponde, de forma incuestionable, con sus vivencias, y en especial con la guerra civil: la metáfora bélica, por medio de una explosión que tiñe de negro el alma del poeta (la pena que tizna cuando estalla) evoca una imagen terrible del conflicto que presenció y que permanece en él imborrable, encadenándose a las pérdidas personales, al hambre de los suyos, a la prisión y, al final, a la injusticia experimentada en sus propias carnes, por medio de una aplicación de la norma que le sentencia ignominiosamente, por el único hecho (convertido, a la sazón, en delito) de pensar de una manera distinta, por creer en valores de igualdad y de libertad.

La sentencia condenatoria de Miguel Hernández es una manifestación clara de la divergencia entre moral y Derecho. Supone el ejemplo de la separación de las más básicas normas de la ética en la aplicación de ley, para así justificar una atrocidad, y arropar técnicamente una voluntad específica de eliminar cualquier manifestación de una idea distinta a la del poder, atemorizando a través de la brutal sanción. Es más: la ética que debe servir de límite a los actos del poder (aunque aparezcan legalmente arropados) también puede ser manipulada por éste, creando una moral ad hoc que justifique las razones más primarias de esa aplicación de la ley, sustituyendo los derechos humanos por un pretendidamente elevado fundamento que ampare las intenciones, aun criminales, de quien detenta el mando y controla todas las facetas de un estado.

Es por ello que la evolución del denominado Derecho Natural, como acervo de normas éticas que han de fundamentar a la ley positiva, ha llevado a desligarlo de fórmulas personalistas, metafísicas o trascendentales, evitando que pueda generarse una nominativa ética que solo responda a intereses transitorios, con el peligro cierto de derivar en una producción normativa cuyos efectos sean tan injustos como catastróficos, pues los intentos futuros de reparación de esas consecuencias se quedarán solo en eso, en intentos, al existir males que ya no admiten reparación.

Ningún poder debe ni puede dar lecciones de moral, ni inocular sus ideas en ámbitos que no le corresponden; toda ética debe ser el único fruto de la razón social, de aquellos elementos intocables y comunes para todos que nos hacen seres humanos y nos erigen en lo que llamamos civilización. Tristes precedentes como el del poeta de Orihuela (no único en la historia, pues la instrumentalización de las normas para fines perversos -por todos los lados ideológicos- se han repetido, dando lugar a épocas muy oscuras) deben servir para reflexionar sobre los límites de la ley, sobre la posición y contenido de la auténtica ética y sobre los responsables de la injusticia final derivada de la manipulación de ambos mundos: Derecho y moral.

 “Quien se para a llorar, quien se lamenta contra la piedra hostil del desaliento, quien se pone a otra cosa que no sea el combate, no será un vencedor, será un vencido lento.”

“Cantando espero a la muerte, que hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas.”

“España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos de dolor y de piedra profunda para darme: no me separarán de tus altas entrañas, madre.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




domingo, 1 de septiembre de 2024

Calderón de la Barca: ¿sueño o teatro?

 

El Siglo de Oro español dio a la literatura grandes e inmortales nombres. Entre ellos, Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), cuyas obras abordaron una pluralidad de temas, desde la historia, el honor, la mitología o la comedia. Especialmente como dramaturgo, el legado de Calderón marca un momento de las letras hispanas de una gran brillantez. Bachiller en Derecho Civil y Canónico,  pronto su estilo y la amenidad de su obra llamó la atención incluso de la corona, adquiriendo una fama muy notable por lo entretenido de sus piezas teatrales, que, al mismo tiempo, trasladaban un mensaje de profundidad filosófica, que a día de hoy no ha perdido en absoluto su vigencia. A través de una culta puesta en escena, las reflexiones calderonianas sobre la condición humana, sobre la sociedad y la justicia son aplicables a lo que hoy tenemos.

El autor de tantas obras maestras empleó el vehículo de la literatura para plasmar una serie de moralejas sobre el comportamiento humano que, independientemente del momento en el que se lean, trascienden las variables de su tiempo y espacio. Sabiendo separar las formas expresivas acordes a su época, lo cierto es que Calderón estaba formulando tanto una consideración filosófica del comportamiento de la sociedad como sobre las implicaciones de tal forma de proceder en campos como el de la justicia. Ello es así hasta el punto de que Calderón de la Barca también se transforma en un auténtico filósofo del Derecho.

Hay dos obras que, desde mi punto de vista, pese a su diferencia estilística y temática, se conectan para proyectar una misma idea sobre la existencia cotidiana y el Derecho. La vida es sueño y El gran teatro del mundo tienen unas premisas similares. Y es que la apariencia de justicia no equivale a la verdadera justicia. Es, en efecto, esa simulación, ya sea a través de lo involuntario (el sueño) o de lo provocado (el gran teatro) el elemento clave a despejar para obtener un verdadero conocimiento de lo que se halla tras el velo que cubre el día a día. Podemos encontrar, en ese espacio escondido, tanto lo peor del ser humano (las motivaciones insidiosas, la envidia, la burda utilización interesada) como también lo mejor, y es aquí donde Calderón ubica a la ética, a la equidad, a los valores que fundamentan filosóficamente la resolución de los conflictos y hacen prevalecer a la verdadera justicia. 

Por lo tanto, no se trata de un pie material, estrictamente normativo o positivo, sino radicado en un plano de trascendencia, aquello que hace posible una decisión o acto que pueda calificarse de justo.

En La vida es sueño, la eliminación de la libertad como valor superior del ser humano hace que éste se brutalice, deje atrás las características propias que lo diferencian de un animal. El poder arrebata la libertad, aunque nominativamente (esto es, como en un sueño) crea el esclavo que no tiene cadenas porque de forma sistemática se le dice que no las tiene o se inocula la idea de que esas cadenas son la mejor opción pues el poder ya se encarga de pensar por los demás y de crear su propio mundo fantástico de libertades, que no es sino un reino de opresión y de caciques. En El gran teatro del mundo, plasmación de una noción filosófica antiquísima, todos desempeñamos un papel sobre la faz del planeta Tierra, y la mascarada forma parte de la vida, jugando todos a que vivimos en un contexto de garantías y de derechos, cuando la verdad es que no es así, participando de esas mismas dotes actorales y teatralidad las leyes que se dicen justas, al tiempo que el poder que las crea las presenta como tales y sus destinatarios, incapaces de pensar, por otra parte, lo contrario, entran en ese juego y acatan las normas acríticamente en la convicción de que respetan sus derechos y libertades.

Podrá entenderse, por lo tanto, que Calderón presentara un concepto muy propio y personal en este ámbito: la denominada justicia de conciencia. No puede existir verdadera justicia en donde, aun cuando existan leyes, los resultados de su aplicación práctica son atroces, generadores de desigualdad o manifiestamente ineficaces en la defensa de los intereses generales, al proteger no a la sociedad y sus libertades, sino a un solo sujeto o grupo de sujetos; eso sí, bajo la apariencia de que es lo mejor para todos. Aquel ser humano que despierte del sueño, o bien atraviese las bambalinas de lo que se presenta delante de los ojos por el poder, adquirirá el conocimiento de la realidad, asumirá los valores del Derecho Natural y surgirá precisamente esa justicia de conciencia, cuya principal manifestación, aunque resulte irónico, será que ese ser humano se enfrentará a la ley injusta, a quienes la crean, será perseguido por el sistema y a él se le tratará de aplicar, con todo el rigor posible, aquella pretendida norma ejemplo de virtud, siendo así un héroe que se inmola por el bien de todos, aunque tristemente los “todos” no sean capaces ni de darse cuenta de ello.

En definitiva, Calderón de la Barca ha dejado un muy claro mensaje jurídico y filosófico en sus obras, y que yo comparto: no estaremos jamás en presencia de justicia si la ley se separa de la ética, de los valores esenciales; el Derecho, para llevar a dicha justicia, tiene que unir ambas dimensiones; y en caso contrario, no podremos nunca aspirar a unos resultados equitativos y verdaderamente justos pues nos mantendremos dormidos o bien encantados con la obra de teatro que nos ha programado, con mucho gusto, el poder, siendo además, todos nosotros, los principales intérpretes de ese desgraciado guión.


¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

 

 

Ya está todo prevenido           
para que se represente          
esta comedia aparente           
que hace el humano sentido. 
Púrpura y laurel te pido.
¿Por qué púrpura y laurel?     
Porque hago este papel.





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 9 de agosto de 2024

Mar eterno

 

Soy desde mucho antes de que el primer hombre pisara la faz del planeta. He precedido a vuestros pensamientos y sueños. Y os he dado la vida.

Cuántas generaciones he visto pasear, a lo largo de los años, por mis extremos, por mis playas. Yo no he cambiado. Vosotros tampoco lo habéis hecho.

Y la pregunta que os hago es ésta: ¿Por qué no aprendéis de mí?

Tenéis que daros cuenta de que reducir la vida a lo superficial os está impidiendo conocer la realidad. Yo no soy solamente las olas que veis venir hacia vosotros mientras me estáis mirando de frente. Ni tampoco soy la enorme superficie azul inabarcable en el horizonte. Esa es mi apariencia para vosotros. Pero debajo de ella hay un mundo entero. No lo conocéis.

Cuando me observáis en calma os confiáis. Os transmito sensaciones de tranquilidad y quietud. Pero eso no quiere decir que en mi interior no albergue otros pensamientos. Mi calma puede ser formal, y en verdad estar a punto de desencadenar la mayor de las tempestades.

No hagáis del momento, eternidad.

Pensad que participáis de mi esencia, y, por lo tanto, quizá no somos tan diferentes.

 

“Entre la oscuridad del cielo y de la tierra, ardía con ferocidad sobre un disco de mar purpura iluminado por el fuego rojo sangre de los destellos, sobre un disco de agua brillante y siniestro. Una llama alta y clara, una llama inmensa y solitaria ascendía desde el océano, y desde su cumbre el humo negro se elevaba continuamente hacia el cielo. Ardía furiosamente, lúgubre e imponente como una pira funeraria prendida en la noche, rodeada por el mar, observada por las estrellas.”

                                                                                                             Joseph Conrad



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación