jueves, 1 de abril de 2021

Juana de Arco: la manipulación del proceso y la independencia judicial como base de la Justicia

 

Juana de Arco (1412-1431) fue una campesina francesa que se vio abocada a un destino increíble: ponerse al frente de un pueblo sometido por el invasor, y obtener un práctico resurgimiento en una situación de inferioridad de condiciones. Inglaterra se había convertido en la potencia dominante sobre Francia, y salvo muy contados bastiones, existía un control de hecho y de derecho sobre el territorio galo por parte de los ingleses. La corona francesa se encontraba muy debilitada; y llegando la noticia (amparada por ciertas historias y profecías según las cuales una joven liberaría al pueblo del invasor) de que la hija de unos campesinos había solicitado, siguiendo una serie de designios y visiones místicas, tener una audiencia con quien posteriormente sería coronado como Carlos VII de Francia, fue recibida y de forma desesperada enviada a Orleans para tratar de hacer frente a los ingleses que pretendían hacerse con uno de los pocos reductos libres. Juana, vistiendo armadura masculina y portando estandarte, se puso al frente del ejército francés y de forma milagrosa consiguió la retirada de los ingleses del llamado sitio de Orleans, dando lugar a una importante victoria para una Francia prácticamente derrotada en la Guerra de los Cien Años y que había sufrido las consecuencias calamitosas de la pandemia de la peste negra. Así, Carlos VII fue coronado rey de Francia y a ello siguió una tregua ficticia con Inglaterra, que terminó con una emboscada de los ingleses y la captura de Juana de Arco, quien fue retenida y juzgada por un tribunal eclesiástico, resultando condenada, entre otros delitos, por herejía y travestismo y penada a morir en la hoguera.

El desarrollo de este juicio (al que se le puede dar esta denominación sólo a efectos dialécticos) nada tuvo que ver con la acción de la justicia, sino que constituyó una auténtica obra teatral en la que los principios más elementales del Derecho fueron pisoteados para mayor gloria del ánimo de venganza del poder, presentando como una objetiva aplicación de las normas a los hechos lo que no era sino un ejercicio visceral de búsqueda de legitimación para un premeditado ajusticiamiento, esto es, un crimen revestido de mera fórmula, de formalismo procesal. Sin embargo, una somera consideración de su devenir (como de la propia historia posterior) adveran que lo que aconteció en ese acto no fue Derecho, no resistiendo el menor examen riguroso.

De principio, el tribunal fue conformado con una exquisita selección de nobles y religiosos ingleses, esto es, el enemigo en potencia, lo que garantizaba que la decisión que pudiera salir de ese grupo de personas en absoluto sería ajustada a Derecho. Se trata de un elemento esencial de la justicia, para que ésta sea real y se materialice: la independencia del Poder Judicial, extremo que todos los ordenamientos jurídicos modernos plasmaron de forma positiva al reconocer que de nada sirve la existencia de un ordenamiento jurídico que se presuma avanzado si quienes lo tienen que aplicar actúan motivados por pasiones, odio o animadversión, o bien por inclinaciones políticas. Este principio, decisivo para la real impartición de la justicia, no se respetó en el proceso seguido contra Juana de Arco; y la conclusión derivada de ello fue, como antes he referido, que los ordenamientos jurídicos que se consideran modernos han establecido la independencia judicial como un prius para obtener la verdadera justicia; no obstante, a día de hoy no dejan de existir contradicciones, pues junto con las reglas procesales de abstención y recusación conviven fórmulas de integración del órgano rector del Poder Judicial que no son exclusivas de dicho poder, sino que suponen la intervención de ámbitos ajenos al judicial.

En el acto Juana de Arco no tuvo asistencia letrada, algo que ya entonces, conforme al Derecho Canónico, era ilegal, y tuvo que autodefenderse; además no existían pruebas de cargo, por más que el propio tribunal encargó su búsqueda, siendo finalmente fabricadas en su contra; y los interrogatorios, absolutamente guiados por un ánimo sugestivo y capcioso, tampoco arrojaron un resultado incriminatorio, pues Juana supo defenderse bien ella sola, pese al menosprecio al que fue sometida, al entender que era una campesina analfabeta, poseída por el diablo o aquejada de una enfermedad mental. En definitiva, un completo despropósito de actuación, en la que se vulneró y desprestigió al Derecho como instrumento para la impartición de la justicia, lo que constituye su única razón de ser. Por supuesto, todo ello sirvió para justificar su condena a muerte en la hoguera, siendo posteriormente quemado varias veces el cadáver de Juana para evitar la veneración de sus restos, en la consumación de la más completa ignominia.

Tales prácticas fueron objeto de posterior revisión, bajo el amparo de un tribunal independiente y con respeto a los principios del proceso, que terminó con una anulación de aquel crimen, la condena por herejía del conciliábulo al que se le denominó tribunal, la consideración de Juana de Arco como una mártir y su canonización por Benedicto XV a principios del siglo XX.

En definitiva, la conclusión que se extrae de la historia jurídica de Juana de Arco (que, por cierto, recuerda al pseudo-proceso al que fue sometido Jesús de Nazaret, también con infames consecuencias) es que la independencia judicial constituye el pilar maestro para la obtención de la justicia verdadera, siendo éste incluso un postulado ético, propio del Derecho Natural, de modo que su contravención origina un resultado perverso: blanqueado por las formas, pero pútrido en su fondo. Y el Derecho, como segunda consecuencia necesaria, existe para garantizar la materialización de la justicia, para servir de freno y no para arropar o justificar los actos viles del poder, que lo instrumentalicen en su propio beneficio. 

 Dices que eres mi juez. ¡No sé si lo eres! Pero te digo que debes tener mucho cuidado de no juzgarme erróneamente, porque te pondrás en gran peligro”.

 

 “Mejor la integridad en las llamas que sobrevivir en la retractación de la verdad”. 

“Sacrificar lo que uno es y vivir sin creer es un destino más terrible que morir”.



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


lunes, 1 de marzo de 2021

Francisco de Quevedo: ingenio crítico y Derecho

 

Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) es uno de los autores más importantes de la literatura española, exponente del Siglo de Oro y hombre polifacético, pues no solo se dedicó a la poesía (faceta por la que es más conocido) sino también al teatro y a la prosa, con textos de carácter filosófico, histórico, político o moral. De una gran inteligencia natural desde niño, avanzado en los estudios pero muy peculiar en lo doméstico y para la vida ordinaria, Quevedo pronto dio muestras de una profunda inquietud por la realidad social de su tiempo que, junto con su riqueza léxica, generaron una obra marcadamente crítica, en ocasiones feroz, pero siempre libre, acompasada con una personalidad de fuerte temperamento que él mismo aplacaba con la lectura de la filosofía estoica, para evitar, conocedor como era de su propio carácter, que la fogosidad de su producción supusiera un incendio imposible de apagar. La acidez de los escritos de Quevedo originó reacciones inmediatas, pues así como tuvo la admiración de Lope de Vega o Cervantes, se ganó un nutrido grupo de enemigos, de todos los sectores: desde la literatura, la iglesia, la monarquía y la política. Sus textos eran muy populares, a pesar de que en vida contaron con dificultades para ser publicados, precisamente por referirse de forma contundente, entretejida con recursos literarios de una gran calidad, a aquellos asuntos que se sabían incorrectos pero no trascendían, tal y como realmente eran, por temor a represalias. De hecho, tuvieron para él, ya mayor, la consecuencia de un encierro en León, en el entonces Convento de San Marcos, actual Parador Nacional de Turismo, por un envolvente político hacia su persona implicándole en falso en actos de traición a la Corona, acusado de presunta filtración de información a Francia. Quevedo expresaba, de hecho, que había sido llevado preso, enfermo y con heridas, sin juicio de ningún tipo, a una tierra de invierno permanente y con un río como vecino (el río Bernesga, que, efectivamente, discurre al lado del Parador-Hostal de San Marcos).

Francisco de Quevedo, al abarcar en su obra todos los aspectos de la vida de su tiempo, también se refirió al Derecho, y particularmente en la dimensión de la impartición de la justicia, proyectando su opinión sobre esta faceta humana. Así, es suyo el siguiente soneto, titulado A un juez mercadería

Las leyes con que juzgas, ¡oh Batino!,

menos bien las estudias que las vendes;

lo que te compran solamente entiendes;

más que Jasón te agrada el Vellocino.

 

        El humano derecho y el divino,        

cuando los interpretas, los ofendes,

y al compás que la encoges o la extiendes,

tu mano para el fallo se previno.

 

No sabes escuchar ruegos baratos,

y sólo quien te da te quita dudas;

no te gobiernan textos, sino tratos.

 

Pues que de intento y de interés no mudas,

o lávate las manos con Pilatos,

o, con la bolsa, ahórcate con Judas.

 

La opinión de Quevedo sobre la aplicación del Derecho es claramente muy desfavorable y expresa una completa desconfianza en la objetividad de la decisión que pueda adoptarse. Exterioriza un concepto decadente de la materia jurídica en el momento en el que el autor vivió, que incluso sufrió a título personal, y le genera un rechazo visceral.

Desde el prisma iusfilosófico, el soneto se centra en la práctica del Derecho, no así en la propia ley, que viene a reflejarse como una víctima más (aparte del particular que sufre concretamente la injusticia) de la anómala actuación desarrollada por quien tiene el deber de aplicarla con rectitud. Esto es: si resulta esencial que la ley positiva se fundamente en un Derecho Natural que le atribuya los parámetros de legitimidad necesarios para su auténtica fuerza vinculante, también este Derecho Natural debe estar, a título personal, en el aplicador del Derecho. Quien teniendo el deber de aplicar la norma y resolver los conflictos se separe de los valores de moralidad e integridad que tienen que encontrarse en su interior, en el momento de dar una solución al caso concreto, producirá un resultado ilícito, contrario a Derecho, perjudicando a quien ha acudido pidiendo justicia, y a la propia ley. En definitiva, la conclusión que se extrae es que de nada sirve contar con leyes perfectas en forma y fondo, en estructura y legitimidad, si quien las aplica no cuenta con los mismos valores éticos que han fundamentado a la ley, del tipo que sea, como expresa el soneto. El denominado Derecho Natural se revela así como la verdadera causa eficiente de la correcta impartición de la justicia, pues se debe presentar de forma doble: en el Derecho Positivo y en su aplicador, a quien le corresponde argumentar jurídicamente y decidir. La ausencia de este ingrediente primigenio en cualquiera de los dos planos, o conjuntamente en ambos, determina siempre un resultado perverso.

Y desde la perspectiva del Derecho Penal, es incuestionable que Quevedo está describiendo a la perfección y literariamente una acción integrativa, al menos, del delito de prevaricación del artículo 446 del Código Penal, revistiendo ésta todos los elementos típicos, objetivo y subjetivo, del injusto: la aplicación arbitraria de la norma, dolosamente asumida a través de una voluntad desviada que se manifiesta externamente por medio del cobro de comisión o soborno (que en el soneto metafóricamente se encuentra bajo la referencia al mítico vellocino de oro) y cuyo fin no es otro que producir una injusticia manifiesta y no justificable en Derecho desde ninguna hipótesis interpretativa. 

Por lo tanto, la visión del Derecho y especialmente de su aplicación que ofrece Francisco de Quevedo revela la importancia decisiva de que el quehacer jurídico se asiente sobre los pilares de la ética, por medio de un Derecho Natural que, como un mar que alcanza con su oleaje a todos los ordenamientos jurídicos y les da vida, también llegue a las costas de quienes personalmente ostentan el honor y la alta responsabilidad de aplicarlos.

“A 7 de diciembre, víspera de la Concepción de nuestra Señora, a las diez y media de la noche. Fui traído en el rigor del invierno, sin capa y sin una camisa, de sesenta y un años, a este con­vento Real de San Marcos, donde he estado todo este tiempo en rigurosísima prisión, enfermo con tres heridas, que con los fríos y la vecindad de un río que tengo a la cabecera, en tierra donde todo el año es invierno rigurosísimo, se me han cancerado, y por falta de cirujano, no sin piedad me las han visto cauterizar con mis manos; tan pobre, que de limosna me han abrigado y entretenido la vida. El horror de mis trabajos ha espantado a todos.”

“Donde hay poca justicia es un peligro tener razón”.



          Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
          Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación


lunes, 1 de febrero de 2021

Pico della Mirandola: escultor de la dignidad humana como valor supremo del Derecho

 

Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), fue un filósofo italiano cuya juventud no le impidió llegar a las más altas cotas de popularidad en su época. Hombre de vastísima formación, aglutinó en su persona amplios conocimientos de todas las ramas del saber, desde la filosofía clásica de Platón, pasando por un Aristóteles tamizado a través de los pensadores árabes, la escolástica o el hermetismo. Conocedor de varios idiomas, Pico della Mirandola sorprendía por su intelecto superior y prematuro, y pronto su conocimiento sincrético, conformado por tantas líneas de pensamiento, cristalizó en una posición propia y, como era de esperar, revolucionaria, por la que se ganó la enemistad de importantes núcleos de poder civil y eclesiástico, acomodados en una concepción de la vida que les beneficiaba, rodeada de unas penumbras que no permitían el acceso de ningún atisbo de luz sobre unas inteligencias sedadas a base de grandes dosis de miedo y dogmas. No extraña, por lo tanto, que el filósofo fuera pronto declarado hereje y muriera a la edad de treinta y un años en circunstancias muy poco claras.

Si bien Pico della Mirandola no trató, de forma específica, las cuestiones normativas, sí lo hizo, y de manera determinante, a través de los aspectos filosóficos en los que se centró. Como quiera que, desde mi punto de vista, Derecho y Filosofía no pueden en modo alguno considerarse ciencias separadas, sino saberes necesariamente unidos, es incuestionable que los planteamientos filosóficos de Pico, adelantados a los tiempos que estaban por venir, han influido, muy positivamente, en nuestra actual concepción de la materia jurídica.

Obra esencial del filósofo fue la implantación de un original y rompedor concepto de dignidad humana, que hasta él no se había dado. Pico estaba muy influido por Platón, y en consecuencia partía de una noción ideal de dignidad, toda vez que ésta se presenta, por su naturaleza, como un valor inmaterial, no por ello en absoluto carente de una necesaria protección jurídica. Es más, no se trata de que sea un bien que debe ser tutelado como cualquier otro, sino que se presenta como la base de todos los demás. La dignidad es para Pico della Mirandola el fundamento del propio hombre, de la filosofía (que adquiere una dimensión antropocéntrica) y, en consecuencia, de todas las relaciones jurídicas, sobre las que el Derecho establece su regulación.

Quiere con ello decirse que todo Derecho debe estar fundamentado en el valor superior de la dignidad humana para ser tenido por tal. La dignidad es para el hombre su propia naturaleza, la razón de su existencia; es, en sí misma, el Derecho Natural que legitima a la norma jurídica positiva. Ahora bien, esta dignidad de Pico della Mirandola tiene un matiz novedoso decisivo; pues a su vez, la dignidad no es un valor impuesto en la naturaleza del ser humano desde una fuente externa al mismo, sino que procede de su interior y se fundamenta, a su vez, en un principio esencial: el libre albedrío. Es la libertad del ser humano para escoger su camino, para construirse, lo que confiere el estatus de dignidad al hombre.

Por esta razón, Pico della Mirandola concibió al ser humano como el escultor de sí mismo, sin injerencias políticas o religiosas; lo que de trascendente tiene el hombre se halla en su propia superación, en ser el creador de su destino, dotándose de un cincel con el que, esforzadamente, perfila los rasgos de su propia existencia, depurándolos hasta la perfección o dejándolos en un mero y desdibujado boceto; no es el resultado final de esta autorrealización humana la base de la dignidad, sino la capacidad libre para escoger el camino. El Derecho positivo se debe fundamentar, pues, en la dignidad así entendida, que hace al ser humano superior respecto de cualquier otra obra de la creación.

No es discutible que esta noción filosófica de la dignidad ha sido determinante en la evolución de los pueblos y en la historia del Derecho; las constituciones modernas tienen como punto de partida precisamente la dignidad, como un río del que nacen múltiples afluentes. Pico della Mirandola abrió la puerta de la futura Ilustración y anticipó el constitucionalismo moderno.

Como no podía ser de otro modo, un filósofo que propugnaba el valor de la dignidad, a su vez cimentada en la absoluta libertad para decidir el destino personal, tuvo una segunda y lógica vertiente en su pensamiento: la tolerancia.

En Pico della Mirandola, a la edad de veintidós años, nació la necesidad intelectual de convocar una suerte de concilio universal al que acudieran todos los pensadores de la época para poner en común sus tesis filosóficas, que no se pudo celebrar finalmente, si bien los postulados del filósofo se reunieron en la obra Conclusiones filosóficas, cabalísticas y teológicas, también conocida como Las 900 tesis, algunas de las cuales fueron consideradas heréticas y supusieron el principio de la persecución a la que fue sometido, actuando a modo de  perfecta justificación o cobertura para hacer posible la más pronta desaparición de Pico del ámbito público, y por extensión de la historia del pensamiento, por quienes así lo ansiaban desde que empezó a dar muestras de su brillantez. El prefacio de esta obra, conocido como el Discurso sobre la dignidad humana, lo considero como uno de los documentos más importantes de la filosofía jurídica.

Los planteamientos de dignidad, libertad y tolerancia, como valores superiores del hombre (y por lo tanto, como elementos configuradores del Derecho Natural que debe legitimar a la norma positiva), en el contexto de una humanidad culta y conocedora de las diversas fuentes del saber, creadora del espíritu crítico y personal hacia la realidad, sin dejar de respetar todas las opiniones e ideas, hicieron que Pico della Mirandola fuera apodado en su época (haciéndose extensivo a la actualidad) como el Príncipe de la Concordia, siendo, de este modo, uno de los pensadores cuyo legado habría de fomentar en la actual sociedad un noble espíritu de emulación, con el fin de garantizar su supervivencia y progreso.

“No te he dado una forma, ni una función específica, a ti, Adán. Por tal motivo, tendrás la forma y función que desees. La naturaleza de las demás criaturas la he dado de acuerdo a mi deseo. Pero tú no tendrás límites. Tú definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu libre albedrío. Te colocaré en el centro del universo, de manera que te sea más fácil dominar tus alrededores. No te he hecho mortal, ni inmortal; ni de la Tierra, ni del Cielo. De tal manera, que podrás transformarte a ti mismo en lo que desees. Podrás descender a la forma más baja de existencia como si fueras una bestia o podrás, en cambio, renacer más allá del juicio de tu propia alma, entre los más altos espíritus, aquellos que son divinos.”

“Nunca he filosofado sino por el amor a la pura filosofía; ni he esperado ni he buscado nunca en mis estudios y en mis meditaciones ninguna merced ni ningún fruto que no fuese la formación de mi alma y el conocimiento de la verdad, por mí supremamente ansiada. He sido siempre amante tan apasionado de la verdad que, dejada toda preocupación de los asuntos privados y públicos, me he dedicado por entero a la paz contemplativa.

De esta, ni las calumnias de envidiosos ni los dardos de los enemigos han podido hasta aquí ni podrán nunca apartarme. Ha sido la filosofía quien me ha enseñado a depender de mi sola conciencia más que de los juicios de los otros y a estar atento siempre no al mal que se dice de mí, sino a no hacer o decir algo malo yo mismo.”

“Hay quienes (como esos perros que siempre ladran a los extraños) condenan y detestan siempre lo que ignoran.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



viernes, 1 de enero de 2021

San Juan Pablo II: el respeto a la persona, epicentro del Derecho y razón de ser de la actividad política

 

Karol Wojtyla (1920-2005), nombre secular del Papa Juan Pablo II, quien dirigió la Iglesia Católica entre los años 1978 a 2005 y fue canonizado, por práctica aclamación popular, en 2014, ha pasado a la historia como uno de los papas más influyentes en la sociedad, no sólo desde la perspectiva religiosa (dejando un recuerdo cariñoso e imborrable en la generación que nació y creció con él como Papa, pudiendo atestiguar su cercanía, especialmente con la juventud) sino también desde el prisma de la política y el Derecho, siendo definido como uno de los dirigentes más importantes que han existido en el mundo.

Juan Pablo II fue una personalidad poliédrica, y como filósofo del Derecho propugnó una serie de postulados que deben ser tenidos en cuenta con independencia de las cuestiones referentes a la fe cristiana, sin desconocer que, como es obvio, en una serie de aspectos de su filosofía jurídica necesariamente ha de encontrarse la doctrina de Jesús de Nazaret. Pero más allá de este extremo, el pensamiento del Papa Magno sobre el Derecho ostenta una practicidad y atemporalidad que posibilita su aplicación en cualquier momento de la vida de la sociedad. Como intelectual, siempre consideró que una de las ramas más sublimes del conocimiento y del humanismo era, precisamente, la jurídica, por la combinación de saberes que debían conjugarse para su correcta aplicación.

Para San Juan Pablo II la tendencia creciente hacia una racionalización u objetivismo radicales en la aplicación de las normas jurídicas, desconectada de una serie de valores inherentes a la persona, genera un Estado de Derecho, encargado de materializar dicha puesta en práctica, que no cumple con su verdadera función, consistente, de forma esencial, en servir a la persona (como una Administración Pública no es sino una prestadora de servicios a los ciudadanos, mutatis mutandis), y proteger sus derechos subjetivos más primarios e inherentes, que se ubican en un plano ajeno al jurídico, el propio de la ética. Por lo tanto, este pensamiento iusfilosófico no se caracteriza, como pudiera a priori esperarse, en la consideración de que la fuente legitimadora del Derecho se origina extra muros del mismo, sino que, muy por el contrario, el Derecho no es sino el instrumento para el ejercicio de una justicia, que como valor moral y metajurídico, se origina en la propia dignidad de la persona y en la defensa de dicha dignidad por parte del Estado de Derecho y de los diferentes poderes públicos que, de forma necesariamente separada, lo integran. La legitimidad y obligatoriedad del Derecho no proceden de una fuente exógena o de la revelación, sino que tienen una naturaleza inherente a la persona; y es a partir de este individualismo desde donde nace el Derecho, protegiendo los intereses personales en relación con los de los demás individuos, dando lugar, de este modo, al imprescindible principio de solidaridad, convertido en el pilar maestro no solo de la convivencia privada intersubjetiva, sino de la relación jurídico-pública pacífica entre los estados.

El Derecho, en definitiva, nace en la persona individualmente considerada, con la finalidad de atender a la protección de sus valores o derechos fundamentales, y se proyecta así al conjunto de la sociedad. No a la inversa. Se puede advertir, en consecuencia, que este iusnaturalismo no es de un carácter netamente teológico, basado en la revelación divina impuesta sobre la ley positiva, sino que, más bien, está ubicado en el iusnaturalismo racionalista, aunque tamizado con una serie de principios filosóficos y éticos de carácter sagrado que principian en el interior de la persona y la configuran. Se trata de un innatismo que aproxima esta filosofía jurídica de San Juan Pablo II más a Descartes que a Santo Tomás de Aquino, sin dejar de afirmar, por supuesto, que el origen de estos valores personales que el Derecho se encarga de proteger (conformándolos técnicamente como derechos fundamentales o humanos a partir de la vida y la dignidad) y con ello hacer cristalizar la acción de la Justicia, se encuentra en Dios. Así, se conjugan dos líneas de pensamiento sobre el Derecho (la racionalista y la cristiana) que habilitan una teoría jurídica que, sobre un fundamento religioso, aplica la razón y la experiencia derivada de la vida social y de la actividad política de los estados, obteniendo una posición en absoluto radical, sino, desde mi punto de vista, moderada y sensata, que une armoniosamente religiosidad y razón, moral y Derecho; esto es, la propia imagen del ser humano, en su doble faceta: material y espiritual, o si se prefiere, jurídica y ética. Extremos que resultan inseparables. La verdad a la que siempre se refirió San Juan Pablo II como luz de guía de la humanidad, en el caso del Derecho, arranca desde el interior de la persona y se refleja en la necesidad de conformar los ordenamientos jurídicos y los sistemas políticos como fortalezas defensoras de la dignidad, la vida y los derechos que definen jurídicamente a la persona.

De este modo el Papa Wojtila advirtió del peligro de que un nominal Estado de Derecho no tuviera como punto de partida el elemental respeto a los derechos básicos de la persona y en lugar de servir a la defensa y protección de dichos derechos (lo que constituye su razón de ser) se convirtiera en un sistema de corte totalitario que, o bien abiertamente no protegiera en absoluto estos primeros derechos o valores esenciales, o bien los enarbolara de una manera meramente simbólica o semántica, como vehículo para legitimar falsamente los actos del poder político. Son cuestiones que San Juan Pablo II se encargó de poner de manifiesto en diversas encíclicas y en comunicaciones que personalmente realizó ante las más importantes organizaciones internacionales.

Es evidente que nos encontramos ante un nuevo exponente de la necesaria imbricación entre Derecho Natural y Derecho Positivo, siendo aquél la imprescindible fuente de valor de la norma jurídica, desde un plano diferente al positivo. Estos valores personales legitimadores de los sistemas jurídicos son los denominados derechos fundamentales o derechos humanos, y es aquí donde el pensamiento cristiano se materializa, pues estos derechos inherentes y primordiales tienen su razón de ser en la compasión, la generosidad y el amor. Sobre estas premisas se sostiene el respeto interpersonal de los derechos fundamentales de carácter individual y se justifica la existencia de un verdadero Estado de Derecho que vele por su reconocimiento y aplicación.

 Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.”

Los desafíos que tiene que afrontar un Estado democrático exigen de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, independientemente de la opción política de cada uno, una cooperación solidaria y generosa con la edificación del bien común de la Nación.”

Hasta que quienes ocupan puestos de responsabilidad política no acepten cuestionarse con valentía su modo de administrar el poder y de procurar el bienestar de sus pueblos, será difícil imaginar que se pueda progresar verdaderamente hacia la paz.”      

“Los medios de comunicación han acostumbrado a ciertos sectores sociales a escuchar lo que les halaga los oídos.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


martes, 1 de diciembre de 2020

Julio Verne: un visionario del Derecho

 

Julio Verne (1828-1905) fue un gran escritor francés, cuya prolífica obra se caracterizó por una sorprendente capacidad para vislumbrar adelantos de la ciencia y pasos decisivos de la humanidad que no se materializarían hasta muchos años después de su muerte. Jurista de formación y escritor de vocación, impulsado en esta faceta por Alejandro Dumas padre, sus Viajes Extraordinarios son el referente en la ciencia ficción novelada, y entre sus múltiples y conocidos libros Veinte mil leguas de viaje submarino destaca por referirse a la ría de Vigo y a la histórica batalla de Rande, adentrándose el capitán Nemo y su Nautilus en aguas gallegas en búsqueda del legendario tesoro hundido tras aquel enfrentamiento naval. Verne recaló personalmente en Vigo, años después de escribir la novela, y quedó prendado de la ciudad y de su vida social, recorriendo, como un vigués más, la Plaza de la Constitución o la actual Alameda. La ciudad olívica le ha dedicado una hermosa estatua en el paseo náutico, considerándole un embajador literario.

La novela de Verne que me merece una reflexión especial fue escrita en las postrimerías de su vida, dotada de un carácter pesimista, pues el autor a través de ella llegó a concebir cómo sería la sociedad del futuro, a nivel de gobierno, cultura y tecnología. Dicha obra tuvo problemas para ser publicada, ya que su editor habitual se dio cuenta del cambio de la narrativa, antes luminosa y esperanzadora, por otra de un semblante oscuro, y consideró que no iba a tener el éxito de las precedentes. No obstante, la novela sí se publicó, bajo el título París en el siglo XX. En esta obra (a la que en la actualidad se hace referencia como la novela oculta de Verne), el protagonista se mueve en una ciudad en la que existen las telecomunicaciones (actual internet), así como importantes ingenios científicos que han facilitado la vida humana; pero al mismo tiempo la ciudad ha perdido su alma; el poder rector de la misma se fundamenta en un principio científico puro, que ha hecho de la ciencia la razón primera y última de la humanidad, trasponiendo las doctrinas positivistas a la vida, renunciando así a cualquier fundamento de moral o religión, siendo, en efecto, la ciencia la única religión posible; y junto con los mecanismos de telecomunicación el poder ha creado también la silla eléctrica. Al mismo tiempo, del sistema educativo se han eliminado el latín y el griego, en definitiva la formación clásica, base del sentido crítico, generando una ciudadanía adormecida desde sus cimientos, subordinada, sin capacidad de alzamiento o resistencia alguna, al poder y absorbida por una ciencia erigida en el alfa y el omega de la existencia humana. 

No cabe duda de que Verne se adelantó también en este caso. La novela plasma el peligro de un cientificismo o positivismo radical instaurado en el poder, que intencionadamente se separa de los principios más esenciales de la moral (definidores de la humanidad) para establecer el control social mediante la tecnología, que se asegura a través de cercenar la educación en sus pilares maestros, primando las materias que no conllevan el conocimiento crítico necesario para rebelarse ante la injusticia. Ese poder además aplica castigos y dirige la vida de la sociedad sobre la base de un Derecho que se encarga de constituir atendiendo a premisas económicas retroalimentadas en la obtención de cada vez mayores recursos tecnológicos.

Un Derecho así construido no es Derecho, sino una apariencia del mismo. Al no contar con el fundamento esencial que lo debe determinar, y que trasciende a la norma jurídica escrita, este Derecho únicamente cumple la función de legitimar los actos del poder, que se ha encargado de no tener rivales ni de encontrarse con la incómoda situación de que la sociedad despierte del narcótico administrado en dosis masivas de tecnología, internet y renuncia a la educación humanística. El propio Verne, que fue un defensor del cientificismo (cuya plasmación en el ámbito jurídico se encuentra en el iuspositivismo, conforme al cual el ordenamiento jurídico existe en sí y para sí mismo, sin fuentes legitimadoras externas) temió la radicalización de este movimiento de base progresista, capaz de convertirse en un monstruo destructor de la humanidad. Esto es, Julio Verne atisbó el peligro de la desaparición del Derecho Natural; de la instrumentalización por los gobiernos del Derecho Positivo, despojado de todo componente ético; del sometimiento de una sociedad acrítica y, en definitiva, de un Derecho sin alma.

“La consecuencia de inventar máquinas, es que los hombres serán devorados por ellas.”

“La Tierra no necesita nuevos continentes, sino nuevos hombres.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


domingo, 1 de noviembre de 2020

Novalis: romanticismo y Derecho

 

Georg Philipp Friedrich von Hardenberg, conocido como Novalis (1772-1801) fue una de las figuras más relevantes del romanticismo alemán. Su vida estuvo marcada profundamente por una concepción trascendental de la existencia, que plasmó en su obra poética, en especial en sus Himnos a la noche y en los Cantos espirituales. La muerte de su jovencísima prometida originó en Novalis un estilo y pensamiento en el que la luz que él podía aportar con su inteligencia hacía que realmente la oscuridad tuviera un papel destacado, pues esa luz ponía de manifiesto la inmensidad de un mar ominoso que la rodeaba y en cierto modo la justificaba, al no poder existir la una sin la otra. Por ello, la noche, la oscuridad, la muerte, son en Novalis el puente metafísico e imprescindible para llegar a la verdad, y su canto se dirige a esa oscuridad inevitable que le permite alcanzar la esperanza en una existencia última verdadera y feliz.

No puede esperarse en Novalis, por lo tanto, una filosofía empírica o positivista. En absoluto; muy por el contrario, su pensamiento se enmarca en el idealismo mágico, contrapuesto a la razón estricta y a la lógica. Novalis es un poeta y un filósofo, que rompe con el clásico planteamiento ilustrado en el que la razón estricta es la rectora de todos los quehaceres del ser humano.

Los cantos a la oscuridad de Novalis, su romanticismo trascendental, también se vislumbra en su concepción del Derecho. Debe tenerse en cuenta que cursó estudios legales en Jena, y que una de sus obras, los Fragmentos, contiene, en forma de aforismos, sus ideas sobre el fenómeno jurídico, de una manera críptica y enigmática, abierta a interpretaciones, pero que sí permite apreciar la metafísica aplicada las normas jurídicas, como fundamento final de su razón de ser.

Dos de los fragmentos de Novalis son ilustrativos de lo anterior:

“En nuestro sentido jurídico la propiedad es solamente una noción positiva, es decir, que cesará con el estado de barbarie. La propiedad es aquello que brinda la posibilidad de exteriorizar la libertad en el mundo de los sentidos”.

Puede comprobarse que para el autor los conceptos jurídicos clásicos (la propiedad es uno de ellos) están sujetos a la materialidad, algo que considera impuro, y que su extinción tendrá lugar con el propio fin del estado físico de la realidad tangible. Se trata de la trasposición directa de sus Himnos a la noche al ámbito jurídico: el canto a la oscuridad por ser el camino inexorable que conduce a una feliz vida. Para Novalis esta realidad positiva es bárbara, abrupta, un mero reflejo desvirtuado de una verdad superior. Por ello, al afirmar que la propiedad permite exteriorizar la libertad en el mundo de los sentidos, ratifica la limitación del concepto a lo estrictamente físico, y este patente idealismo trae de vuelta al padre de esta forma de pensamiento: Platón y su mítica caverna, en la que la realidad material o positiva es una mera sombra, proyectada en la pared, de la verdadera existencia, en la que radican los entes puros y superiores, por lo que el concepto de propiedad, para Novalis, es algo que permite, con muchos límites, expresar un tímido reflejo de libertad individual frente a la de los demás en el mundo sensible, a través de una esfera propia e inatacable. Así, los imperativos categóricos kantianos se circunscriben a la realidad material, avanzando Novalis con su pensamiento hacia otro plano distinto, y la única forma de superar la barbarie en el mundo físico, durante su vigencia, será mediante la entrada en él de valores procedentes de esa dimensión superior e ideal de la existencia. Es esta una cuestión importante para el Derecho, pues supone la apertura del sistema jurídico a los principios de la ética, y solo mediante el enlace de la norma jurídica positiva (reflejo de la verdad) con los valores iusnaturalistas (la realidad trascendente) se obtendrá un Derecho dotado de legitimidad y de una original potencia vinculante.

“La teoría del Derecho no es más que lógica política. De la misma forma que la lógica no es otra cosa que filosofía jurídica. La metafísica se comporta respecto a la lógica como la ética respecto de la filosofía del Derecho”.

Un fragmento como el anterior concentra toda la filosofía jurídica de Novalis, y no es sino la plasmación de la necesidad de que la ética fundamente al Derecho. Nos encontramos ante la eterna dicotomía y complemento entre el Derecho Natural y el Derecho Positivo. Novalis concibe las normas positivas como elementos desprovistos de alma, en cierta forma huecos, asentados en una lógica material y limitada, cuya importancia, legitimidad, eficacia y auténtica razón de ser surgen en el momento en el que el factor metafísico, el elemento ético, incide en el sistema jurídico positivo, dotándole, siquiera sea de modo reflejo, de una grandeza que procede de un ámbito superior al material, en el que se encuentran, entre otros, los principios inmanentes y eternos del Derecho Natural. El autor concluye que el plano en el que se hallan estos principios universales, aun siendo misterioso, ni está lejos ni resulta ser ajeno a la naturaleza humana, pues radica en el interior de la persona.

Todo el pensamiento de Novalis giró, en definitiva, en torno a una verdad trascendente a la materia que dejó entrever desde los prismas poético, filosófico y también jurídico, iniciando así un movimiento literario esencial, como fue el romanticismo alemán; erigiéndose en uno de sus miembros más ilustres, e incluso personalizándolo, al experimentar no sólo la decisiva muerte de un ser querido, que tanto le marcó, sino al abandonar él mismo este mundo a la temprana edad de 28 años.

“El camino misterioso va hacia el interior. Es en nosotros, y no en otra parte, donde se halla la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro.”

“Cuando veas un gigante, examina antes la posición del sol; no vaya a ser la sombra de un pigmeo.”


Enlace al artículo publicado en Literatura Abierta, nº 7, noviembre de 2021, págs. 34-35:  
          



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 

jueves, 1 de octubre de 2020

Ernest Hemingway: la lucha por la vida, la lucha por el Derecho

 

Ernest Hemingway (1899 – 1961), periodista y escritor norteamericano, ha dejado un legado literario fundamental en siglo XX, inspirador de múltiples obras posteriores. Ganador del Premio Pulitzer y del Nobel de Literatura, con fuertes vínculos con España, sus novelas y cuentos tienen un poso muy relevante de sus propias vivencias, como combatiente y corresponsal de guerra, escribiendo obras maestras como Por quién doblan las campanas, Las nieves del Kilimanjaro o El viejo y el mar, novela a la que quiero referirme especialmente.

El argumento de El viejo y el mar es conocido: el viejo pescador Santiago, ya cansado y deprimido por el escaso éxito de sus últimas incursiones en el mar, decide un día emprender una nueva jornada de pesca, y un imponente marlín pica el anzuelo. En ese momento comienza la primera parte de una épica batalla entre el pescador y su presa, que concluye con la captura del enorme pez por parte de Santiago. Sin embargo, la verdadera lucha está por venir: de regreso con su captura, el barco de Santiago es asediado por tiburones que consiguen, poco a poco, devorar a la presa, al mismo tiempo que el pescador consigue bien matar, bien ahuyentar a los escualos. Cuando Santiago llega a puerto, completamente abatido, lesionado y cansado de la batalla, lo hace solo con el esqueleto de un pez de proporciones colosales, que, a pesar de ello, fue objeto de admiración por todos y la consecuencia de que el respeto y la confianza que, por parte de algunos, había perdido el viejo pescador, se reestablecieran.

Esta historia tiene, incuestionablemente, un carácter metafórico. En la novela se está describiendo la vida. La mar a la que se enfrenta épicamente Santiago es el mundo real y el viejo pescador somos cada uno de nosotros frente al mundo del que dependemos y al que debemos enfrentar en el día a día, resultando victoriosos en esta vida aquellos que jamás se dan por vencidos, aunque el resultado de la batalla personal no sea el que en un principio nos proyectamos. La conclusión de la obra es ésta: la perseverancia es la clave del éxito vital, el elemento que puede con todo y con todos, acabando con las adversidades, sino ya de forma activa, sí de un modo pasivo, por imposibilidad, abatimiento o aburrimiento de quienes detentan en nuestro camino una posición antagónica.

La trasposición de la moraleja de esta obra al Derecho tiene dos vertientes.

La primera batalla de Santiago contra su presa, el mastodóntico marlín, es la plasmación literaria del opositor respecto de su meta vital, aprobar la oposición. El camino es sumamente complicado, en ocasiones desesperante, y requiere de grandes dosis de entereza, esfuerzo e implicación, hasta el punto de llegar a generar una fuerza insospechada, que se traduce en la revelación de llegar a dar lo mejor de uno mismo, superando los propios límites, a pesar de considerar que ya no se puede llegar más lejos. Esta es una experiencia vital que quienes hemos sido opositores conocemos muy bien. Es una lucha incansable con uno mismo,  y con una meta compleja, que a veces parece imposible, pero bien es cierto que no lo es. Las renuncias personales y la dedicación plena a este cometido tiene además un efecto transformador; quienes nos dedicamos a estudiar empezamos de una manera el camino y lo terminamos de otra forma muy distinta. La batalla nos ha curtido, y mucho, para las siguientes que se avecinan.

Y la segunda derivada de la lucha que relata El viejo y el mar, el enfrentamiento de Santiago contra los elementos que quieren apoderarse de su captura, tiene la evidente traducción en el día a día del quehacer jurídico, en el mantenimiento y defensa de la posición procesal a través de la estrategia correspondiente, no exenta de dificultades tanto jurídicas como metajurídicas (algunas veces rayanas en lo insoportable a muchos niveles) si bien la conclusión es y será siempre la misma: quien persevera, antes o después consigue un objetivo, sino ya pleno, sí próximo a su pretensión. En definitiva, la resistencia también es, en el Derecho, la clave tanto del éxito, materializado en el reconocimiento final del trabajo hecho, aun cuando éste tenga una forma de presentarse distinta de la inicialmente proyectada, como de la derrota de quienes obstaculizan maliciosamente el camino de la vida.

“Ahora me han derrotado –pensó-. Soy demasiado viejo para matar tiburones a garrotazos. Pero lo intentaré mientras tenga los remos, la porra y la caña”.

“¡Les demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar!”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.