sábado, 1 de octubre de 2022

Erasmo de Róterdam: el lamento de la paz (una reflexión crítica)

 

Erasmo de Róterdam (1466-1536) fue un humanista, filósofo y teólogo neerlandés que ejemplificó con su vida y pensamiento cuál habría de ser el verdadero modelo de intelectual, cuyas aportaciones para la humanidad sirvieran al bien común y lo hicieran de una forma atemporal. Si hubo un rasgo que definió el pensamiento de Erasmo fue, ante todo, la libertad. A través del estudio de los clásicos de Grecia y Roma, el filósofo generó un espíritu crítico incansable que no se detuvo frente a ningún tipo de poder, ni civil ni eclesiástico. Su independencia era deslumbrante. Profesor universitario, renegó siempre de la imposición doctrinal en las aulas y se separó de los dogmas. Sus ideas fueron muy claras y apuntaron siempre hacia una responsabilidad personalizada y concreta de los causantes de los males de la sociedad. Muchos quisieron que formara parte de sus movimientos bien religiosos, bien políticos. Erasmo los rechazó. Sus obras, que en un principio el propio autor pretendía que fueran discretas, por el componente sumamente rompedor que contenían, adquirieron una notoriedad elevadísima. Fue un gran viajero, un espíritu inquieto. Pronto el éxito de sus incisivos libros, que espoleaban al lector a cuestionar al poder, y por lo tanto a rebelarse, fueron objeto de censura por la Iglesia de entonces y de silencio por parte del poder político, a salvo de ciertos apoyos con los que contó, en el ámbito religioso e intelectual. Fue gran amigo de Santo Tomás Moro. Entre ambos llevaron a la posteridad el paradigma del humanista, del sabio que pone a disposición de la sociedad todo su conocimiento para conducirla por el más próspero camino, empezando por quitar a la humanidad la venda de los ojos que el poder le ha puesto.

Las obras de Erasmo son muy conocidas, especialmente el Elogio de la locura. Pero existe un ensayo que adquiere en la actualidad una resonancia especial. Se trata del Lamento de la paz (Querela pacis undique gentium ejectae profligataeque), en el que el autor habla a través de una Paz que se hace de carne y hueso y, a través de un monólogo desgarrador, expone su sentir sobre la deriva de la humanidad y señala a los responsables de la que será su caída definitiva.

La Paz expresa que nos encontramos en unos tiempos tenebrosos. En ninguna casa se la quiere ni se la respeta. No es bienvenida. En el corazón del ser humano existe un conflicto permanente, primero consigo mismo, y a continuación entre los miembros de las propias familias. La tendencia a la discusión, a la guerra entre hermanos, ya sea por cuestiones triviales o bien por razones de peso, forma parte de la naturaleza humana. La Paz llora al comprobar que es más fácil encontrar la concordia entre los animales que entre los hombres, quienes se atacan entre sí de una forma constante. Expresa que si entre los hombres, las familias y los pueblos no existe puntualmente la guerra no es porque se reniegue con franqueza de ella y se tienda hacia la paz, sino porque la materialización de un escenario belicoso no conviene, en ese momento, a ninguna parte, y especialmente a quien a título personal comanda a ambos bandos, quien no mira por el pueblo ni por las familias, sino sólo por su propio interés.

Es en este punto en el que Erasmo, a través de la Paz encarnada, arremete contra los obispos de su época y sobre todo contra los príncipes, esto es, contra los políticos. Clama contra su hipocresía, su cinismo, su egoísmo. Considera un acto perverso que, enarbolando la razón religiosa y el nombre de Cristo, se lleven a cabo persecuciones y guerras atroces, que atentan contra la misma dignidad humana.

El príncipe, el político, movido exclusivamente por su envidia, por el afán acaparador, instrumentaliza al pueblo y lo lleva a masacres de las que este ningún beneficio obtendrá, excepto la satisfacción de su propia persona. La Paz manifiesta que el buen político nunca conducirá a su pueblo hacia la guerra, pues se preocupará de su seguridad, de administrar debidamente sus propias necesidades internas, y en definitiva velará por el bien común por encima del suyo propio. Aquellos políticos que destinan a sus pueblos a la muerte, en primer lugar ni siquiera son capaces de velar por las necesidades, más básicas, de las personas cuyos destinos dirigen: son incompetentes de base, pues no tienen idoneidad para organizar ni su propia casa: la imprevisión, la actuación a salto de mata, marcan su forma de gobernar; y empeñan la vida de los hombres por un pedazo de terreno, por unas micras de mayor dominación. Arrastran con ellos a sus pueblos, los condenan a las tristes consecuencias de los conflictos armados y en el momento en el que la derrota es un hecho, desaparecen y dejan a la población en soledad. Al tiempo, condicionan la educación, el libre pensamiento, la cultura. Buscan un estado de tensión o de crispación social constante porque les beneficia. La información se manipula, con el fin de obtener una docilidad que facilite la maquinaria belicista en aras a engrandecer egos personales, aun a costa de miles o de millones de vidas.

La ley no es ajena a esta realidad. El Derecho se instrumentaliza, se amolda a las necesidades del político y llega a justificar la atrocidad. Si el poder carece de ética, no es posible esperar una legislación que sea respetuosa (en realidad, no a efectos meramente semánticos) con los derechos humanos. Cuando el poder carece de la auténtica y genuina visión de Estado, que no es otra que la de velar por el bien común, por el interés público, por encima de sus particulares deseos, las normas jurídicas se convierten en una malsana cobertura, en el arma atroz de la injusticia. Si el espíritu de la ley no tiene un carácter generoso, sincero, altruista, culto, humanista en definitiva, la injusticia se asentará y será quien escriba las últimas líneas de la sociedad.

Sólo la vuelta al humanismo, al que Erasmo fervientemente dedicó su vida y mensaje, impedirá que una realidad tan cercana como la que hoy tenemos (basta con mirar alrededor) llegue a sus últimas consecuencias.

“En fin, la paz reside en gran parte en el hecho de desearla con toda el alma. Quien la quiere de veras aprovecha todas las ocasiones favorables, desdeña o ignora cualquier cosa que la obstaculice, y lo soporta todo con tal de preservar una bendición tan grande. Por desgracia, hoy ocurre lo contrario: los príncipes escogen los mejores pretextos para librar una guerra, ocultan convenientemente todo lo que podría mantener la paz y exageran sin pudor todo lo que aboca a la guerra. Me da vergüenza mencionar las espantosas tragedias a que dan lugar sus mentiras, y cuan despreciables y fútiles son las causas que provocan tan grandes catástrofes.”

Enlace al artículo publicado en la revista literaria "Oceanum": 
http://www.revistaoceanum.com/revista/Numero5_10.pdf#page=25



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



jueves, 1 de septiembre de 2022

George Orwell: de 1984 a la eternidad


George Orwell, pseudónimo de Eric Arthur Blair (1903-1950) fue un novelista británico, nacido en India siendo ésta colonia inglesa. Se trata de un escritor muy destacado no solo como, en cierta forma, cronista de los hechos que pudo ver y en los que participó en vida, sino especialmente por su anticipación a lo que, años después, ocurriría en el mundo. Aparte de ser testigo de las dos grandes guerras, intervino activa y voluntariamente en la Guerra Civil Española. Contrario a cualquier tipo de tiranía, aun cuando esta se escondiera tras un aparente Estado de Derecho, una de sus obras, titulada 1984, puede considerarse el ejemplo reciente de narración visionaria.

Escrita entre los años 1947 y 1948, los hechos tienen lugar en una ciudad enmarcada en un inmenso continente, en el que la vida cotidiana discurre de forma calmada (aunque existen conflictos y tensiones internacionales) y el poder mantiene a una gran parte de la población en un estado de letargo, por medio de diversas maniobras, especialmente a través de la economía, el lenguaje y la desinformación, que consiguen que el pueblo, verdaderamente en una situación precaria, considere que desarrolla su existencia de una forma razonablemente buena.  

Desde el poder se actúa asegurando a la población que es libre y que cuenta con derechos plenamente reconocidos; se acude a un neo-lenguaje, creado por el gobierno, en el que se incluyen términos que, aunque incorrectos desde lo gramatical, son contemporizadores y acríticos; la denominada prensa actúa totalmente al dictado de los ministerios existentes, con el fin de presentar la realidad de forma distinta a la cierta (uno de los ministerios, llamado “de la verdad” actúa como un censor e incluso manipula la historia, creando una memoria ad hoc) y al mismo tiempo, el gobierno interviene en la vida de los ciudadanos, controlando sus movimientos, sus recursos, su mente. Actúa sobre todos los campos para que la población asuma que vive en el mejor de los mundos, que ese modo de vida se lo debe al gobierno y así se procura que no haya crítica alguna, al eliminar la posibilidad de que nazca cualquier tipo de ánimo revolucionario al operar desde la misma base del sistema educativo e inocular de forma sistemática la idea de que todo lo que sea crítico es ofensivo. La libertad de pensamiento y de expresión son ficticias aunque se encuentren en normas. El Estado se encarga de minusvalorar, excluir y finalmente destruir al elemento discordante, previo control de cualquier movimiento sospechoso. El protagonista de la novela se rebela contra esta situación, que conoce de primera mano al haber trabajado en el ministerio de la verdad; sufre una persecución, siendo tratado como un rebelde, y castigado de forma atroz, hasta el punto de emplear medios directos de lavado de cerebro para despersonalizarle por completo y convertirle en un número más de los tantos que forman parte de un pueblo completamente dormido y soñando que vive en una sociedad idílica.

Los paralelismos con la actualidad no precisan explicitarse. Sí merece ser tenida en cuenta la gran diferencia entre el concepto de Estado que estableció Tomás Moro en su Utopía y el que se presenta en 1984 de Orwell. Ambos modelos de Estado coinciden en que, si éste tiene que aparecer para regir la convivencia, así será como consecuencia de que la sociedad, por sí misma, no ha sido capaz de organizarse de forma ética. La Utopía de Moro surge del hecho de que aquella sociedad tenía capacidad suficiente por sí misma para articular su convivencia, sin encomendar a terceros el poder de compartimentar u organizar la existencia. El Estado y el Derecho nacen ante el fracaso de un desenvolvimiento exclusivamente ético de la vida de la sociedad, que ha de acudir a otros para no implosionar. El Estado orweliano parte de esa misma imposibilidad de la vida social al margen de un poder que organice, pero avanza algo más: una vez que el Estado ya se ha implantado y un poder político dirige la vida de todos, o este poder se asienta en los principios de la Ética, y tanto su forma de proceder como las normas que dicta se inspiran, verdaderamente, en aquellos principios esenciales, o de lo contrario, bajo una mera apariencia de garante del bien de la sociedad, impondrá su criterio y buscará las fórmulas para mantenerse de esa manera de forma indefinida. No debe olvidarse que desde el plano teórico, existe un tipo de norma constitucional denominada “semántica”, esto es, que existe como norma, pero sirve exclusivamente para poder afirmar que cierto Estado es constitucional, pues en la realidad práctica, el poder actúa al margen de ella y además se encarga, ora de no establecer los mecanismos jurídicos para que los preceptos de esa constitución sean eficaces, ora de implantar esos órganos y sistemas, pero tenerlos controlados también, para procurarse decisiones que no perturben su dinámica constante.

La conclusión, por lo tanto, de la novela de Orwell, desde una perspectiva jurídica, es que si el Estado, como sistema de organización social, debe existir, ya que su ausencia aboca a una situación de anarquía en la que la sociedad, por sí misma, no sería capaz de funcionar, dicha estructura, empezando por quienes la integran y siguiendo por sus frutos, esto es, la normativa dimanante de su competencia legislativa, en modo alguno puede separase de la Ética pública y de aquellos principios que configuran al ser humano como un ser digno, lo que conlleva a un eterno retorno del Derecho Natural como medio imprescindible para la convivencia. A ello habrá de añadirse que tampoco será factible que ningún poder se apropie de aquellos principios e incluya los que a él le convengan dentro de ese acervo superior, o simule un respeto a los valores esenciales a través de la mentira, de eufemismos, del recurso a un lenguaje impropio o de normas meramente semánticas, que postulen el reconocimiento de derechos fundamentales siendo en la práctica una mera entelequia. Si esta situación llega a perpetuarse y afianzarse, el fin del ser humano, entendido como sujeto y titular de derechos, estará llamando a la puerta.

“Si el líder dice de tal evento esto no ocurrió, pues no ocurrió. Si dice que dos y dos son cinco, pues dos y dos son cinco. Esta perspectiva me preocupa mucho más que las bombas.”

“En tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario.”

“Hemos caído tan bajo que la reformulación de lo obvio es la primera obligación de un hombre inteligente.”

“Cuanto más se desvíe una sociedad de la verdad, más odiará a aquellos que la proclaman.”

“Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, imagina una bota aplastando un rostro humano incesantemente.”




          Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
          y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



viernes, 26 de agosto de 2022

Spinoza: un solo Derecho para proteger a la humanidad

 

Baruch Spinoza (1632-1677) fue un filósofo neerlandés de origen sefardí. Se trata de un pensador cuya grandeza se mantuvo, en su momento, pareja al grado de polémica que generó, hasta el punto de ser un autor proscrito por la Iglesia Católica, atendiendo a sus consideraciones sobre la naturaleza y sobre Dios. Verdaderamente, Spinoza fue un librepensador y uno de los más importantes representantes del racionalismo, junto con Descartes y Leibniz.

Spinoza escribió, entre otras obras, un relevante tratado sobre política y especialmente su Ética, de la que dimana una revolucionaria concepción sobre este término. El filósofo no renegó de la divinidad, sino que aportó un innovador concepto, incuestionablemente con matriz en el innatismo cartesiano, pero de perfiles propios y originales. No existe más que una realidad, una sustancia exclusivamente, sin dualidades: el ser humano es uno, razón y alma, y la idea de Dios participa de esta misma unidad: todo, en el mundo sensible, es una faceta de Dios, que se presenta ante la razón por medio de sus atributos como naturaleza, hechos, vida. Dentro de esa unidad esencial, cada ser humano forma parte del todo, y por medio de la razón, realiza concesiones para poder vivir en comunidad. El hombre actúa sobre la realidad de acuerdo con dos premisas: razón e impulso. La primera ha de regir sobre el segundo. La razón lleva a la civilización. Spinoza fue considerado por ello, por algunos, un panteísta, pero su noción unívoca y total sobre Dios y el carácter y participación del hombre en su concepto fue tan nuevo que generó fuertes reticencias.

Desde un prisma jurídico, hay dos cuestiones de relevancia en la filosofía de Spinoza, desde mi punto de vista. Podría referirme a ellas como de tipo introspectivo y de carácter público.

Respecto de la primera, el concepto de unidad esencial de Spinoza, por definición, hace que se deba aplicar también al Derecho. Siguiendo esta línea de pensamiento, no resulta posible considerar al Derecho Positivo y al Derecho Natural como entes separados. Es irrefutable que entre ellos existe una relación de fundamento; más aún, yo estimo que la vinculación existente entre ambos es de trasposición: las normas jurídico-positivas deben ser el reflejo de las normas del Derecho Natural, y siendo ello así, entonces propiamente se podrá hablar de Derecho, pues cumplirá su finalidad: la Justicia. Del mismo modo que no es posible desvincular al hombre de la razón, al ser una unidad, y sin razón el hombre deja de serlo, el Derecho Positivo, sin el anclaje en las normas del Derecho Natural, deja de ser verdadero Derecho para convertirse en una forma hueca empleada para legitimar actuaciones separadas de la Justicia, y por lo tanto generadoras del sentimiento de injusticia.

Pero, además, desde un ámbito externo o, si se prefiere, público, existe en Spinoza un concepto de Derecho Natural que rompe con lo que tradicionalmente se entendía por tal, en el sentido de considerar que, bajo esa denominación, se encuentran únicamente los valores más elevados de la humanidad, esto es, la Ética.

El Derecho Natural es entendido como aquello que el ser humano puede hacer, conforme con sus facultades físicas y racionales. Y aquí está el buen hacer y también el mal hacer. Las conductas malignas, en tanto que al hombre le son posibles, o es capaz de ellas, forman parte de su naturaleza, esto es, se integran en el Derecho Natural. El hombre puede dar vida y puede matar. Es por ello que la humanidad crea racionalmente unos principios, unos valores, que le sirven para limitarse. La Ética se presenta así como una creación del intelecto humano, consciente de su cara tenebrosa, para poner un freno a sus impulsos malvados. Surge así el Derecho, fundamentado en los principios de una Ética que la humanidad construye como creación propia, por medio de la razón, sin que forme parte ab initio de su esencia. Por ello Spinoza refería que tales valores eran arbitrarios, en el sentido de ser creados desde la razón por el libre albedrío del ser humano para confinar a su faz negativa y porque le son convenientes.

A su vez, la humanidad deriva la protección de la convivencia y la ejecución de ese Derecho asentado en los principios de la Ética a estructuras organizativas superiores: los Estados. Dentro de esta Ética construida, el ser humano ha incluido su autolimitación, y la eleva al Estado, para que éste vele por su cumplimiento y sancione a aquellos individuos que no se sujeten a los mandatos necesarios para convivir, primero éticos y luego jurídicos. Spinoza fue el precedente del contrato social de Rousseau, y justificó que el mayor esclavo, el ser más separado de la libertad, aunque considere lo contrario, es aquél que está dominado por sus pasiones, sin ningún tipo de restricción.

La sociedad deposita su total confianza en el Estado, de modo que cuando aquellos que lo representan, o forman parte del gobierno, actúan de forma cínica, falsa o traicionera, sin atender a la sublime misión que se les ha encargado, bien haciendo lo contrario de lo que dicen, bien no haciendo nada o directamente perjudicando a la humanidad, al anteponer sus propios intereses a los generales, para Spinoza su razón de ser deja de existir, y propician algo que quizá ni ellos mismos sean conscientes que están generando: el mayor de los odios, al desatar el lado más negativo de una sociedad que se está restringiendo a sí misma para no desbocarse, resultando además que aquellos que han de velar por la estabilidad de esa sociedad han incumplido el encargo que de ella recibieron. Y llegados a este punto, ninguna palabra grandilocuente podrá evitar que la razón siga su curso.

“El Derecho Natural de cada hombre no se determina, pues, por la sana razón, sino por el deseo y el poder.”

“De los fundamentos del Estado (…) se sigue, con  toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir  y obrar sin daño suyo ni ajeno.” 

“Quienes administran el Estado o detentan su poder, procuran revestir siempre con el velo de la Justicia cualquier crimen por ellos cometido y convencer al pueblo de que obraron rectamente. Y esto, por lo demás, les resulta fácil, cuando la interpretación del Derecho depende íntegra y exclusivamente de ellos. Pues no cabe duda que, en ese caso, gozan de la máxima libertad para hacer cuanto quieren y su apetito les aconseja; y que, por el contrario, se les resta gran parte de esa libertad, cuando el Derecho de interpretar las leyes está en manos de otro y cuando, al mismo tiempo, su verdadera interpretación está tan patente a todos, que nadie puede dudar de ella.”

“La paz no es ausencia de guerra, es una virtud, un estado de ánimo, una disposición para la benevolencia, la confianza, la Justicia.”


    

            Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
            y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


miércoles, 24 de agosto de 2022

Blade Runner: el Derecho ante la Puerta de Tannhäuser

 

Blade Runner es una película dirigida en 1982 por Ridley Scott, protagonizada por Harrison Ford, en el papel de Rick Deckard, y Rutger Hauer, como el replicante Roy Batty, junto con un reparto de gran calidad. El argumento presenta un futuro degradado, decadente, a pesar de enmarcarse en un gran progreso tecnológico, que incluso permitió al ser humano llegar a otros planetas, colonizarlos a consecuencia de la superpoblación, y desarrollar una inteligencia artificial prácticamente equiparada a la biológica que facilitase esa tarea. En este contexto, la humanidad consiguió crear máquinas indiferenciables en apariencia de los seres humanos, a los que se les denominó replicantes, pero, en principio, carentes de emociones y de la capacidad de empatizar, con el fin de llegar a aquellos lugares a los que el hombre, por sus limitaciones, no podía acceder. Para ello se les dotó de una especial agilidad y fuerza física; la duración de su existencia sería muy breve, y sus recuerdos, una implantación artificial con diversos fines.

Ocurrió, sin embargo, que varios replicantes comenzaron a ser conscientes de su condición, y junto con la visión de aquellos mundos en sus viajes interestelares, y tal vez precisamente como consecuencia de aquellas escenas que el ser humano por sí mismo no podría ver jamás, volvieron también su mirada hacia el interior, y mostraron sentimientos, ganas de vivir, de querer, de soñar. La humanidad consideró que eran rebeldes, y a los efectos de depurarlos o “retirarlos” de la circulación, se crearon los blade runners.

Se trata de una película con un componente filosófico muy elevado, desde variadas perspectivas. La rebeldía de los replicantes puede identificarse con el despertar de la sociedad frente a la opresión, que cuenta con la correspondiente respuesta por parte del poder: la persecución de esas minorías, que han percibido la verdad, como elementos peligrosos; la consideración de los replicantes como una versión del “superhombre” nietzschesiano; o la correlación entre el mundo sensible y el mundo inteligible, en términos platónicos, haciendo de los replicantes el ejemplo de los presos de la caverna que consiguieron salir de ella y ver la realidad, a diferencia de la humanidad, que prosigue en las sombras; eso sí, rodeada de tecnología punta, pero en la más completa oscuridad ética, filosófica y metafísica. En definitiva, una máquina habría sido capaz de llegar antes a la verdad que el propio ser humano. Y sin embargo, así como esos replicantes quieren llevar una vida normal e incluso ayudar al hombre (debe recordarse que Roy Batty le salva la vida a Deckard) en cambio el ser humano les quiere eliminar por ser considerados elementos discordantes.

Estas consideraciones, enfocadas desde lo jurídico, me llevan a unas conclusiones importantes.

Los replicantes han podido ver partes del universo, mundos más allá de la Tierra, que les han permitido tener una perspectiva mayor de la realidad. Este conocimiento les ha habilitado para comprender la existencia de los valores primordiales que han de regir la vida del individuo y su desenvolvimiento social. Son por ello receptivos y emocionales, se preguntan el por qué de su tan limitada existencia y el motivo por el que son perseguidos. En definitiva, por su experiencia, han accedido al conocimiento verdadero, al plano de la metafísica. Se han convertido en seres valiosos, de una Ética firme. Han adquirido una verdadera humanidad. Y sin embargo, los seres humanos les aplican unas normas que buscan su exterminio.

La lección que se puede extraer de ello es que resulta imprescindible valorar el Derecho con gran amplitud de miras para que cumpla su cometido. Es necesario tener inquietudes, no limitarse al tenor literal de la norma, sino que el jurista ha de ser, ante todo, un humanista, y concebir el Derecho como una disciplina que bebe directamente de fuentes filosóficas, históricas y clásicas. Un positivismo despojado de cualquier otro factor es, ante todo, insuficiente. La casuística lleva a entender los hechos y a aplicar la norma de conformidad con esos hechos concretos y de acuerdo con el devenir de cada caso, sin que uno sea igual a otro. Sin una visión intelectual que no esté constreñida a lo aparente nunca se podrá llegar a realizar la Justicia, y desembocará en todo lo contrario. La cerrazón ante el Derecho Natural, ya sea por desconocimiento o por menosprecio, deriva en la antítesis de la aplicación justa de la norma. En la película, el sistema normativo se configuró para depurar a los replicantes que adquirieran principios éticos, al considerarlos un peligro. Esa altura de miras de los replicantes les llevó a entender cuales son los valores de la humanidad, esto es, conocieron el Derecho Natural, y rápidamente lo hicieron propio, de tal modo que se convirtieron en los mejores seres humanos, aún sin serlo.

La reciente divulgación de las imágenes del espacio profundo obtenidas por el telescopio James Webb conduce a la misma reflexión final que se extrae de Blade Runner: solamente con la visión de ese mundo infinito e inalcanzable puede comprenderse que ha de adoptarse una aptitud humilde, abierta y omnicomprensiva, no de confrontación o de negación de esa inmensa realidad por el solo hecho de no entenderla. Lo mismo ocurre con los principios del Derecho Natural o de la Ética. Difícilmente puede obtenerse un resultado acertado si se reniega en el silogismo de la premisa mayor, pues se estará excluyendo la base para toda aplicación correcta del Derecho, y lo será por motivos desafortunados, al asentarse en concepciones reducidas o simples del fenómeno jurídico, tan equivocadas como el considerar que los derechos humanos no son fruto de la razón, de siglos de historia, o negar que el lugar en el que se encuentran se ubica más allá de un texto que los refleje, ya que, en efecto, tales derechos universales existen al margen de que una norma jurídica, por las veleidades del poder político, un día los contemple y al siguiente no lo haga.

Una visión global, culta, filosófica del Derecho nos llevará a descubrir aquello que realmente es; y aunque resulte incómodo para las concepciones limitadas de lo jurídico, y por ello hayan existido corrientes enfrentadas históricamente, bien merece la pena mantener esta posición, pues en ella se encuentra la salida real a muchos de los problemas actuales.

“Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




domingo, 21 de agosto de 2022

Gladiator (El gladiador): estoicismo frente a corrupción

 

Gladiator es el título de una película cinematográfica estrenada en el año 2000, bajo la dirección de Ridley Scott y con los actores Russell Crowe (Máximo Décimo Meridio) y Joaquín Phoenix (Cómodo) en estado de gracia. Su argumento gira entorno a la caída y alzamiento del general hispano Máximo, al servicio del emperador Marco Aurelio -atípico dirigente, por cuanto en él la Filosofía y los valores primordiales tenían un mayor peso que las mediocres intrigas- y que, siendo asesinado por su hijo Cómodo, ciego éste de envidia y odio hacia Máximo, a quien el sabio emperador quería como regente una vez falleciera para que llevara a Roma de nuevo a la República, el sucesor autoimpuesto se encargó personalmente de destruir, tanto a él como a su familia, para allanarse el camino hacia el poder. Finalmente, un Cómodo enloquecido no lo consiguió y fue derrotado por Máximo ante el pueblo, si bien tuvo para él un alto coste, el de su propia vida, que quedó con creces compensado al reunirse en el Elíseo con su esposa e hijo.

Conocidas las licencias históricas de la película, es lo cierto que, más allá del contexto narrativo, Gladiator es un filme filosófico y con ello atemporal, pues su mensaje se mantiene fresco con independencia del momento en el que se visualice. Es más, como todas las buenas obras artísticas, a medida que los años pasan adquiere para el espectador una serie de connotaciones que tal vez en un primer momento no se advirtieran, pero que con el devenir de las experiencias personales del día a día hacen ver que aquella historia ubicada en la Roma clásica perfectamente puede tener lugar hoy mismo. Y por ello, la película contiene mensajes para saber cuál ha de ser la actitud ante la injusticia que propicie el poder.

No considero casualidad que el argumento de la película se ubique durante el mandato de Marco Aurelio. Este dirigente fue una de aquellas estrellas fugaces que atravesaron la antigüedad y que dieron luz a un entorno y unos tiempos ciertamente oscuros. Fue uno de los mayores representantes del estoicismo, y sobre la base de esta corriente filosófica, que cuenta con unos valores de carácter muy elevado, se nos presenta a un emperador que es consciente de sus propias debilidades como ser humano, y de lo que el poder puede hacer con un hombre, aunque sea excelente. Es por ello que su deseo era no continuar con el Imperio, pues las desviaciones del camino de la Ética las consideraba garantizadas. La consecuencia inmediata fue que se le consideró un estorbo, y fue asesinado por su hijo, el emperador Cómodo, presentado en la película como un usurpador y ciertamente como un ser depravado desde todas las perspectivas. Cómodo asumió el poder y mantuvo lo que hoy podríamos denominar una intensa campaña de marketing presentándose como un amigo del pueblo, proporcionando entretenimiento (“pan y circo”) mientras los engranajes de la gran máquina imperial, de la Administración, seguían girando independientemente de sus propias y múltiples desviaciones.

Entretanto, Máximo, aquél a quien el emperador formó para llevar a Roma hacia la eternidad, había sido objeto de todo tipo de calamidades a manos del poder de Cómodo: el asesinato de su familia seguido de una completa deshonra, por medio de la pérdida de la libertad y su conversión en esclavo. Esto es, salvo la muerte, nada peor para el Derecho Romano que la pérdida de la condición de persona, con la desaparición del triple estatus (civitatis, libertatis, familiae) pasando a ser una cosa.

La película realmente versa sobre los valores del estoicismo, y personifica en Máximo al paradigma de tales principios, frente a Cómodo, el mayor representante del desvío moral y de la corrupción, fuente de la que dimana la injusticia, al estar dotado de poder.

Máximo Décimo Meridio aglutina en su persona todos los valores estoicos: sabiduría (pues, con inteligencia estratégica, conoce cómo debe actuar ante la arbitrariedad del poder: mediante la condición de esclavo, puede tener acceso a ser gladiador y por lo tanto estar en lugares en los que coincida con Cómodo, a lo que se añade su gran conocimiento y capacidad militar); justicia (esto es, un gran sentido ético, pues conoce y ha sufrido la sensación que produce la corrupción, el mal, en sus propias carnes, y por medio de su acción quiere no solo vengar el daño personal que se le ha causado, sino mantenerse fiel al legado de Marco Aurelio, que no era otro que evitar que con el tiempo los emperadores se corrompieran por efecto del poder y llevaran a Roma a su fin, cuestión ésta que no se aleja en absoluto de la realidad histórica); fortaleza (la capacidad para resurgir, cual ave fénix, de las propias cenizas; levantarse cada vez que se recibe un golpe, pero sin olvidar jamás al responsable) y templanza (como forma de asimilar las embestidas de la injusticia y mantener la estabilidad para planificar con acierto las decisiones).

Cómodo, por contra, es su némesis en sentido integral. Detentador transitorio del poder, no busca en realidad el buen fin de Roma, sino su propia gloria y, ya después, si procede, la de sus afines; carece de ética: es un traidor, asesino de su propio padre, por lo que la confianza en su palabra y en que se mantenga leal incluso con los suyos es una cuestión fortuita y de pura conveniencia: no tiene reparos en destruir, aniquilar, cesar o acabar con aquellos que, actuando bien, le resultan molestos; y si no lo hace, no se trata de que los respete, sino porque, siendo un demagogo, de cara a la galería y por su propio interés no le conviene en ese momento (el ejemplo se da en la escena de la batalla en el anfiteatro de Roma, una vez que Máximo se descubre, revelando su identidad al emperador, y el pueblo clama “vida” para él, viéndose Cómodo obligado a poner el pulgar hacia arriba, no ya porque esté de acuerdo, sino porque no le viene bien a él lo contrario: la cuestión es mantenerse en el poder, a toda costa).

En definitiva, la película contrapone la ética frente a la corrupción, que personifican, a la perfección, protagonista y antagonista. Los principios estoicos, configuradores de la ética más pura, son ciertamente muy complejos de materializar, conociendo la naturaleza humana y la del poder. La combinación de ambos elementos es muy peligrosa, y requiere de seres especiales a nivel moral (pero una moralidad auténtica, predicando con el ejemplo y no con la hueca palabra) para cumplir con el deber que se les asigna.

Desde mi punto de vista, los valores de Máximo son los propios del Derecho Natural, frente a los de Cómodo, que al no conjugarse con aquellos, motivan la injusticia, de tal modo que todas las normas jurídicas y actos administrativos que procedieran de esa fuente de poder, si no son un fruto directo y manifiesto de la corrupción, únicamente guardarían una apariencia de legalidad, para con ello obtener fines egoístas, separados del bien común, al que un dirigente político le debe lealtad de forma exclusiva, por encima, incluso, de sí mismo, y a cuyo cumplimiento solo llevan los más firmes principios de la Ética. Si el Derecho precisa de la Ética para alcanzar la Justicia, con mayor razón aquél que detente el poder de legislar y gobernar debe ser íntegro y honrado, un ejemplo de virtud. Cuando estos extremos pasen de la utopía a la realidad, tal vez entonces se podrá decir, con propiedad, que Gladiator es una película de ficción e histórica.

“El tiempo de honrarte a ti mismo pronto llegará a su fin.”

“Hoy vi a un esclavo volverse más poderoso que el emperador de Roma.”

“Hermanos, lo que hacemos en vida resuena en la eternidad.”

“La valentía más grande del ser humano es mantenerse en pie aun cuando se esté cayendo a pedazos.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


jueves, 18 de agosto de 2022

Hegel: la contradicción, fundamento del Derecho

 

Georg Wilhelm Friedrich Hegel (Stuttgart, 1770 – Berlín, 1831) gran filósofo alemán, autor, entre otras obras, de la Fenomenología del Espíritu, ha pasado a la posteridad como uno de los pensadores más influyentes y complejos, al crear un sistema ciertamente abstracto, pero a la vez sensato y lógico, para entender los motivos del devenir de la humanidad.

La Historia, en Hegel, definida como la sucesión de acontecimientos sociales, resulta un extremo esencial para la conformación y comprensión de la realidad. La Historia modifica los conceptos, y sobre una cierta base inmutable, la realidad puede ser vista o comprendida, con el paso de los años, de una manera muy distinta. El diálogo de la razón con la Historia, en una dialéctica permanente entre ambos, genera la realidad y es responsable, a su vez, del nacimiento de una razón colectiva, o razón social, que justifica la propia existencia de los Estados.

Para Hegel, la Historia del hombre es la conjugación de sus contradicciones, de sus imperfecciones, con la comprensión y asimilación de estos fracasos, para llevar a una permanente progresión en aras a conseguir la mayor perfección posible. En la naturaleza humana está la contradicción, el conflicto entre sus propios intereses, y solo mediante una evolución de la razón, por medio de la experiencia dolorosa de aquellos momentos, resulta viable llegar a un pleno reconocimiento de los derechos subjetivos. Es por ello que para Hegel el progreso social es dinamismo, movimiento, y el fin de la humanidad vendrá dado por su parálisis, cuando llegue el tiempo en el que el permanente ciclo de la Historia se vuelva estático.

Solo por medio de la crisis y la respuesta humana a la misma, con constancia racional de lo erróneo o equivocado de aquel camino, podrá llegarse a la perfección. Así tendrían una justificación filosófica la existencia de los acontecimientos más penosos de la humanidad: serían el vórtice necesario para el cambio, pues sin la contradicción previa no se puede llegar a la coherencia. No es posible llegar a los derechos fundamentales y a su reconocimiento positivo si antes la humanidad no ha vivido sin ellos y ha sentido su ausencia, luchando para que sean plenamente reconocidos. El no Derecho ha de llevar al Derecho, y la injusticia a la Justicia. El caos y el orden relacionados a través de la Historia y por medio de la razón evolucionada merced a la experiencia.

Del mismo modo, lo que en un momento histórico se configuraba como real, tal vez en la actualidad no lo sea, debido al tamiz de la experiencia sobre la razón. Y así es: la realidad se moldea con el devenir del tiempo, al aplicarse sobre ella una razón en constante cambio como consecuencia de los acontecimientos vividos.

Los eventos históricos, surgidos como reacciones, van conformando nuestra realidad y la manera de entender tanto al mundo como a nosotros mismos. El ser humano es uno con la Historia. A medida que el hombre avanza, genera una serie de conceptos que se construyen a consecuencia de la superación de los que anteriormente eran limitados o de la perfección de aquellos extremos que en el pasado se consideraron inmejorables. Y con ello, la percepción de esa realidad queda modificada; en definitiva, se produce un cambio de la realidad. También fruto de este dinamismo comienzan a extraerse una serie de principios que se depositan por la razón social en las estructuras superiores creadas para su propia defensa y garantía: los Estados. La justificación de éstos se encuentra, por lo tanto, en ser los garantes de los derechos más esenciales de la sociedad, y los responsables de disponer todos los medios para asegurar su prestación y cumplimiento, siendo un logro social, derivado de la Historia, conseguir este tipo de estructuras dotadas de estabilidad o permanencia, como también lo han de ser esos derechos fundamentales que deben preservar.

El Derecho, en Hegel, es también fruto de la Historia. Los logros más importantes en la materia jurídica han sido consecuencia de la evolución de la razón a través de dolorosos acontecimientos históricos: el alzamiento de las sociedades ha dado lugar a guerras, pero también a la consolidación de importantes victorias en el reconocimiento de derechos básicos. La combinación entre contradicción y reacción ha llevado a un resultado de progreso humano, y a un cambio en la percepción social respecto de aquellos que son sus derechos más elementales, de modo que, en retrospectiva, el concepto de la realidad del pasado (y con ello la realidad misma) cambia de forma radical.

Las normas jurídico-positivas, para ser realmente un reflejo de la Justicia, que como parte de la Ética pública queda en manos del Estado, creado por la sociedad tras sus múltiples avatares históricos, habrán de ser, por una parte, dinámicas y objeto de modificación progresiva a medida que el devenir social se produzca; y por otra parte, dentro de su movimiento, siempre respetuosas con los principios ganados a lo largo de la Historia, que permanecerán inmutables dentro de la razón social construida como consecuencia de la experiencia, esto es, a posteriori (a diferencia del apriorismo kantiano).

Cuando el sistema normativo, por lo tanto, deje de evolucionar y de adaptarse a los acontecimientos históricos, quedando anquilosado o petrificado, y a ello se añada el que los derechos fundamentales reconocidos por la sociedad no cuenten con su reflejo y protección por medio de esas normas, porque el Estado responsable de ello no actúe de forma proactiva e incumpla, por lo tanto, el fundamento moral de su existencia, asistiremos a una nueva contradicción humana, pero con una importante diferencia: no habrá reacción consecuente a ella, tendrá lugar la conclusión de la Historia humana y llegará un caos irresoluble, el fin de la misma realidad.

“La historia es el progreso de la conciencia de la libertad.”

“La duración del viaje deber ser soportada, ya que cada momento es necesario.”

“La contradicción es la raíz de todo movimiento y de toda manifestación vital.”

“Si no hay contradicción no hay evolución; si no hay contradicción, no hay mañana.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




martes, 16 de agosto de 2022

Gottfried Leibniz: la razón suficiente del Derecho

 

Gottfried W. Leibniz (Leipzig, 1646 – Hannover, 1716) fue un sabio alemán cuyo interés por adquirir un conocimiento onmicomprensivo le llevó a realizar importantes aportaciones en prácticamente todas las ciencias existentes: desde la matemática, la lógica, la filosofía, la historia o la física. Leibniz también articuló, por supuesto, una teoría del Derecho de corte iusnaturalista, conforme a la cual aparte del Derecho, esto es, de la norma jurídica escrita, existe un elemento superior, inmanente y eterno que lo fundamenta y conduce para realizar su fin, que no es otro que un concepto elevado, metafísico, de Justicia; de modo que solo cuando la norma refleja y aplica dicho elemento superior en las relaciones intersubjetivas se consigue la identificación plena de los dos ámbitos. La Justicia, como valor superior, legitima y justifica al Derecho.

Resulta llamativo que el autor de Teodicea fuera un genio en las materias propiamente positivas, alejadas de cualquier componente metafísico, y a la vez sustentase su teoría filosófico-jurídica en la hipótesis trascendente. Es –considero- una consecuencia necesaria de su brillantez y del dominio al que llegó de las más variadas disciplinas. Creo que Leibniz, objetivamente dotado de una gran inteligencia, pudo concluir que todo conocimiento y creatividad humanos, por amplios que sean, siempre serán limitados e infinitamente pequeños respecto de lo universal, que, por el hecho de no llegar a comprenderlo, en modo alguno ello implica que no exista ni que fundamente a la realidad sensible.

Me propongo aquí relacionar, de forma sintética, la filosofía pura de Leibniz con su teoría del Derecho, para comprobar que ésta no es sino una manifestación o faceta coherente con su pensamiento global.

Leibniz sustentó su filosofía en una serie de premisas, siendo de especial relevancia el denominado principio de la razón suficiente. Conforme al mismo, debe existir una razón suficiente para que cualquier cosa exista, para que cualquier evento se produzca, para que cualquier verdad pueda obtenerse. No viene a ser sino una evolución del principio de causalidad, al que se le dota de una proyección metafísica: cualquier efecto tiene una causa motivadora, pero el que la causa no se encuentre en la realidad sensible no significa que no se halle en otro plano ontológico, desde el que opera, y el hecho de que no sea perceptible por el ser humano no implica su inexistencia, sino únicamente la incapacidad humana para tomar noticia, a través de la percepción, de ese elemento decisivo. En este extremo Leibniz es claramente tributario de la filosofía escolástica, y especialmente del argumento ontológico de San Anselmo de Canterbury o de las vías de Santo Tomás de Aquino.

Llevado este principio al campo jurídico, si la Justicia es un valor inmutable y eterno, ajeno al devenir de los tiempos y a la transitoriedad de las normas jurídicas positivas, realidades éstas de mero hecho subordinadas al contingente poder y a su intencionalidad -ya sea sincera en orden a velar por el bien común, o perversa al pretender obtener veladamente sus propios fines-, siendo en todo caso la norma jurídica un efecto en la realidad sensible, su causa primera y verdadera, necesaria y suficiente para las auténticas consecuencias que le corresponden como norma jurídica, radicará en el plano de los valores, en el que se encuentra la Justicia. Nos hallamos de este modo en presencia de la razón última y suficiente de la norma: el Derecho Natural, en el que se integra la Justicia. Con independencia de la forma, del contenido, alcance o eficacia de la norma positiva, el valor de la Justicia es inmodificable.

Unidos de este modo ambos planos, a través de la razón suficiente, surge el segundo concepto clave en la filosofía de Leibniz: las mónadas.

Bajo este nombre, el sabio confirió una sustantividad, en cierta manera un parámetro de configuración o de individualidad a lo trascendente. Las mónadas son los elementos que constituyen el universo, en definitiva, la identidad de aquello que no resulta medible con los instrumentos de la física. Se trataría de elementos eternos, independientes e inmutables. Similares a los átomos de Demócrito en la materia, pero referentes al plano de los principios y valores. Leibniz estableció así una medida de los elementos metafísicos. Por lo tanto, siendo cada mónada una entidad propia, independiente y dotada de eternidad, puede afirmarse que la Justicia, incardinada en el denominado Derecho Natural, es la mónada determinante y esencial para el Derecho.

Con ello, uno de los más grandes sabios del mundo moderno demostró que el máximo conocimiento posible al que puede aspirar el ser humano no ha de redundar jamás en su soberbia, pues la conclusión necesaria de ese saber es que nunca podrá llegar a concebirse lo eterno, lo primordial, aquello en lo que se basa el simple entendimiento material, cuestiones que trasladadas al Derecho implican la comprensión del carácter siempre limitado y contingente de las normas jurídicas, y su radical dependencia de aquello verdaderamente importante para alcanzar su fin natural y no convertirse en fuegos de artificio: el valor de la Justicia, que trasciende épocas, gobiernos, jueces, hombres y sociedades.

“Aunque en algunas ocasiones no se pueda disfrutar del derecho propio, por falta de juez y de poder, no deja de subsistir el derecho. (…) Hay un derecho, e incluso un derecho en sentido estricto, previo a la fundación de los Estados.”

“Sostengo que los hombres podrían ser incomparablemente más felices de lo que son, y que podrían, en poco tiempo, realizar grandes progresos en incrementar su felicidad, si estuviesen dispuestos a hacer lo que deben. Tenemos a la disposición medios excelentes para hacer en 10 años más de lo que se podría hacer en varios siglos sin ellos, si nos entregamos a hacer de ellos lo mejor posible, y no hacer nada más excepto lo que se debe hacer.”

“La experiencia del mundo no consiste en el número de cosas que se han visto, sino en el número de cosas sobre las que se ha reflexionado con fruto.”

          “El alma es el espejo de un universo indestructible.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación