sábado, 8 de abril de 2023

Julio César: cuando traición y envidia determinan el destino de la sociedad

 

Julio César (100 a.C. – 44 a.C.) fue, posiblemente, el más grande general romano de la era precristiana. Al margen de las vicisitudes de su vida personal, a las que añadió una importante inquietud intelectual, plasmada en sus facetas de abogado, escritor y orador, César fue un hombre inteligente que realizó grandes logros en muchos campos que beneficiaron a Roma, con la victoria en guerras cruciales que expandieron los confines de la República iniciando una época de prosperidad. Quizá éstos fueron los únicos y verdaderos tiempos del apogeo de Roma. Supo hacer frente al dictador Sila y ganarse la amistad de aquellos que propiciaron su ascenso, atravesando el cursus honorum hasta llegar a conformar el Primer Triunvirato, con Craso y Pompeyo, y de ahí conseguir el poder total por sí solo.

Como jurista, suyas fueron importantes leyes, incuestionablemente avanzadas, en las que dispuso que los jueces fueran separados de la influencia de los políticos, de modo que su elección se llevara a cabo por cauces ajenos a los senadores, e impuso el principio de imparcialidad, con el deber para el juez de abstenerse de conocer aquellos asuntos en los que tuviera cualquier interés (sin duda, tengo para mí que a César esta iniciativa le surgió por sus propias –y tristes- vivencias en el foro procesal); amplificó el concepto de ciudadanía (de gran relevancia jurídica en el Derecho Romano) para hacerlo propio también de los habitantes de las provincias que él había anexionado, dando lugar de este modo a la forja de una República unida; dispuso un concepto de titularidad dominical de las tierras rústicas que tendía a evitar la aparición de grandes terratenientes y el reparto más equitativo de dichas propiedades; e incluso legisló sobre el deber y responsabilidad de los padres de proteger debidamente a sus hijos, penando el abandono o el maltrato infantil, y reconoció el derecho de propiedad de la mujer tras el matrimonio.

Pero en el desarrollo de tal carrera meteórica, que hizo de él una personalidad brillante en su tiempo, y querida por el pueblo, pronto surgieron los recelos y no solo de sus enemigos políticos, de los del partido contrario. Ya en la época del Triunvirato, en el Senado se procuraba que César no tuviera un especial protagonismo, en un equivalente a lo que hoy conocemos como “hacer la cama”, de modo que más de uno, y no precisamente enemigo declarado, trató en la sombra de opacarle o de cerrarle ciertos caminos de ascenso, si bien César, más inteligente, e incapaz de mantener un perfil bajo, llegó a la misma meta por sí mismo, y no solo eso: aquellos que pretendían silenciarle al final terminaron ellos silenciados y para siempre. Con esta forma de proceder, así como él se hacía cada vez más conocido y grande, en la misma proporción crecía la inquina hacia su persona, que era esperable en los adversarios habituales, pero que se hizo especialmente cruenta en aquellos que él consideraba de su confianza, quienes generaron, en el fondo, algo tan básico y primitivo como un sentimiento de envidia que literalmente les superaba, lo que llevó a conformar un silencioso vínculo entre extraños compañeros de viaje, quienes, unidos en un mal sentimiento, miraban y callaban ante sus éxitos, naciendo la conjura contra César que acabó con su vida. Más de sesenta sujetos se aliaron para matarle, entrando en el mismo saco los políticamente contrarios, los “amigos” que no lo eran, e incluso aquellos a los que había ayudado y hasta perdonado, quienes no soportaban tal manifestación de grandeza.

Son los idus de marzo del año 44 antes de Cristo. César ya había recibido cierta información de que algo se estaba tramando contra él y algún verdadero amigo que le quedaba le dejó caer que pusiera una excusa y no fuera a la reunión del Senado ese día. Pero uno de los conjurados (en el que conservaba un punto de confianza) le recomendó que sí fuera para no elevar la ira de los adversarios políticos, lo que unido al temperamento de César dio lugar a que finalmente acudiera. Allí una multitud de políticos de todos los frentes se arremolinaron a su alrededor, y comenzaron a apuñalarle hasta dejarle desangrado y muerto en el suelo. Conocida es la frase de César al ver a Bruto (a quien él mismo había perdonado tras la guerra civil que le encumbró y en la que estaba en el bando contrario) asestarle una de las puñaladas: “¿Tú también, Bruto?”. Algunas fuentes expresan que se dirigió a él no por su nombre, sino como “¿Tú también, hijo mío?”.

Tras este lamentable suceso, que solo sirvió para sacar a la luz la catadura moral de aquellos que cínicamente se postulaban para hacer valer el interés general y público, los acontecimientos históricos derivaron en guerras civiles, en el fin definitivo de la República y en la aparición de un Imperio, con Octavio al frente, que no cesó hasta castigar a todos aquellos conjurados, que no fueron pocos. El declive había empezado, y el ocaso de un gigante como Roma empezó a ser escrito. Julio César, por el contrario, y de nuevo, les superó a todos, pues su nombre (César) fue desde entonces adoptado por los emperadores, como signo de grandeza, y él mismo considerado una práctica deidad.

Como puede observarse, la falta de escrúpulos en la política, esto es, una aberrante carencia de ética, no solo dio lugar a un asesinato (que se suele emplear como ejemplo técnico en Derecho Penal para explicar teorías de autoría y participación) sino al inicio de la época de corrupción institucionalizada que acabó por destruir con el tiempo todo aquel gran imperio.

Conclusión relevante a extraer de la historia de Julio César es la necesidad de que aquellos que aspiren en algún momento de sus vidas a hacerse con el poder, han de ser poseedores de unos principios firmes desde el plano de la ética personal y pública, renunciando, a costa del esfuerzo que sea, a sus bajas pasiones y mezquindades, pues si no es así lo único que conseguirán es, más pronto o más tarde, ponerse solos en evidencia, ser los artífices de normas jurídicas aberrantes por inmorales, como ellos mismos son, y lo que es peor: arrastrar a sociedades completas hacia el abismo.

Milenios transcurridos desde entonces; reflexiones vigentes en la actualidad.

 

“Amo el nombre del honor, más de lo que temo a la muerte.”

 “Todos los malos precedentes comienzan como medidas justificadas.”

“El enemigo más grande siempre se esconderá en el último lugar en el que buscarías.”

“¿Pueden imaginar un sacrilegio más terrible, que el que nuestra amada República esté en las manos de unos dementes?”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


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