Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) fue un escritor
norteamericano cuya obra generó una novedosa forma de entender los parámetros
de la literatura ominosa y gótica que se había desarrollado hasta sus
publicaciones. Niño dotado de una avanzada inteligencia, Lovecraft siempre
mostró interés por los lugares alejados, inhóspitos, por la lectura y por los imperceptibles
detalles de la naturaleza de los que disfrutaba en una soledad que le fue
primero impuesta y luego deseada. Su creación literaria superó también las
premisas habituales existentes hasta entonces, dando lugar a un concepto del
terror que trascendió las relaciones intersubjetivas para ubicarse en unos
planos de la existencia, tan reales como los de la sociedad humana, pero de una
magnitud y dimensiones proporcionadas al tamaño del universo, es decir,
infinitos. En estos planos residen entidades completamente ajenas a la
comprensión, al razonamiento humano, que a la luz de la sociedad se presentan
como dioses, dada la imposibilidad siquiera de entender su misma existencia,
pero que en verdad son entidades que contemplan a la sociedad como el
científico a los microbios, esto es, con una serie de finalidades que no
redundan en el beneficio de la humanidad, sino con una indiferencia analítica
que sólo conlleva, en el mejor de los casos, al examen de una especie
infinitamente menor sin otro objeto; y con carácter general, a un impulso de
extinción provocado por la aplastante e incomprensible superioridad existencial
de estas monstruosas entidades respecto del género humano, dándose una
situación equivalente a la de la cadena alimenticia obrante en la naturaleza,
en la que las especies más fuertes se alimentan de las más débiles, sin otro
motivo que la sola superioridad metafísica. Relatos como La llamada de Cthulhu o En
las montañas de la locura ejemplifican este novedoso “terror cósmico”
creado por Lovecraft, en el que el
desasosiego no proviene de un mal humano, hasta cierto punto ya conocido o
reconocido socialmente, sino de un factor que ni siquiera puede clasificarse
como “el mal”, porque nada tiene que ver con las relaciones interpersonales,
sino que su origen está más allá de lo social, en una dimensión que se
desconoce profundamente, y de la que sólo se sabe que es de una enormidad
universal y de una profunda negritud, permaneciendo los motivos del proceder de
estas entidades en lo indescriptible. Es este desconocimiento de los motivos lo
que genera el verdadero y atávico terror.
Algunas consideraciones
pueden hacerse, desde la perspectiva de la Filosofía del Derecho, en relación
con la literatura lovecraftiana. No genera una especial controversia el que se
afirme que las normas jurídico-positivas, y en particular, las del Derecho
Penal, han sido creadas con el fin de contener la plasmación de ese “mal” que
se reconoce socialmente, pues se encuentra inserto en la propia naturaleza del
ser humano; el delito es algo identificable, no es extraño ni inconcebible
porque entra en la posibilidad de actuación del ser humano, aunque constituya
una aberración a todos los efectos, tanto jurídica como moral. Lovecraft, en
este particular, sigue la estela de la obra de Edgar Allan Poe, cuando éste se
centra en el análisis del proceder humano en la perpetración del crimen. Es
cierto que la posición de Lovecraft respecto del hombre y la sociedad, en este
plano, es de decepción y la propia del “homo
homini lupus” de Thomas Hobbes, pues en sus obras el ser humano se presenta
especialmente inclinado hacia lo no virtuoso, esto es, hacia la imprudencia o
la ambición irracional, que quizá tienen su origen en las limitaciones humanas.
Pero de la obra de
Lovecraft sí resulta para mí de interés el concepto de infinitud, de ese cosmos
terrible y en absoluto controlable, que dada su superioridad a todos los
efectos, puede condicionar, aunque lo sea de una manera imperceptible, las
normas que rigen la vida humana, como quien controla un escenario y establece
las reglas que han de regir en el mismo, y sin que quienes intervienen en él,
la sociedad, ni tan siquiera lo perciban, pues se limitan a acatar las normas
positivas sin cuestionar su origen o su intencionalidad, centrados sólo en la
forma, en la mera apariencia, y condicionados por sus naturales limitaciones.
El Derecho Natural, que
está dotado de esas mismas notas “cósmicas” que fundamentan la obra
lovecraftiana, en el sentido de inmanentes y eternas, constituyendo la razón
auténtica del valor de legitimidad de la norma jurídica positiva, puede perfectamente
quedar a disposición de una fuente de poder que lo establezca conforme a su particular
criterio, y obedecer a unas razones que se encuadren en un parámetro de
corrección moral verdadera o encubrir otros motivos. Por ello, un
iusnaturalismo de carácter racionalista, generado por la propia sociedad a
través del extracto de una serie de principios generales, es mucho más seguro y
favorable que aquellas formas de Derecho Natural que vienen determinadas desde
fuera, quedando al arbitrio de un tercero, que incluso puede venir investido de
poder por su propia naturaleza, como ocurrió con el iusnaturalismo teológico: recordemos
que la sociedad a la que se refiere Lovecraft en su obras tiene a estas
entidades por dioses, lo que constituye la clave para que una serie de dogmas
que provengan de ellas se erijan en el fundamento moral de las normas
positivas, estableciéndose así un control definitivo e imperceptible de la
realidad social, y llevado así al terror
cósmico al mismo interior del funcionamiento de la sociedad.
“Todas mis historias se basan en la premisa fundamental de que las leyes,
intereses y emociones comunes de los seres humanos no tienen validez ni
significación en la amplitud del vasto cosmos. (…) Uno debe olvidar que cosas
como la vida orgánica, el amor y el odio, y todos los demás atributos locales
de una insignificante y efímera raza llamada humanidad, existen en absoluto”.
“A mi parecer no hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad
del cerebro humano de correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una
plácida isla de ignorancia en medio de mares negros e infinitos, pero no fue
concebido que debiéramos llegar muy lejos”.
Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación