Julio Verne (1828-1905) fue un gran escritor
francés, cuya prolífica obra se caracterizó por una sorprendente capacidad para
vislumbrar adelantos de la ciencia y pasos decisivos de la humanidad que no se
materializarían hasta muchos años después de su muerte. Jurista de formación y
escritor de vocación, impulsado en esta faceta por Alejandro Dumas padre, sus Viajes Extraordinarios son el referente
en la ciencia ficción novelada, y entre sus múltiples y conocidos libros Veinte mil leguas de viaje submarino destaca
por referirse a la ría de Vigo y a la histórica batalla de Rande, adentrándose el
capitán Nemo y su Nautilus en aguas gallegas en búsqueda del legendario tesoro
hundido tras aquel enfrentamiento naval. Verne recaló personalmente en Vigo,
años después de escribir la novela, y quedó prendado de la ciudad y de su vida
social, recorriendo, como un vigués más, la Plaza de la Constitución o la
actual Alameda. La ciudad olívica le ha dedicado una hermosa estatua en el
paseo náutico, considerándole un embajador literario.
La novela de Verne que me merece una reflexión
especial fue escrita en las postrimerías de su vida, dotada de un carácter
pesimista, pues el autor a través de ella llegó a concebir cómo sería la
sociedad del futuro, a nivel de gobierno, cultura y tecnología. Dicha obra tuvo
problemas para ser publicada, ya que su editor habitual se dio cuenta del
cambio de la narrativa, antes luminosa y esperanzadora, por otra de un
semblante oscuro, y consideró que no iba a tener el éxito de las precedentes.
No obstante, la novela sí se publicó, bajo el título París en el siglo XX. En esta obra (a la que en la actualidad se
hace referencia como la novela oculta de Verne), el protagonista se mueve en una
ciudad en la que existen las telecomunicaciones (actual internet), así como
importantes ingenios científicos que han facilitado la vida humana; pero al
mismo tiempo la ciudad ha perdido su alma; el poder rector de la misma se
fundamenta en un principio científico puro, que ha hecho de la ciencia la razón
primera y última de la humanidad, trasponiendo las doctrinas positivistas a la
vida, renunciando así a cualquier fundamento de moral o religión, siendo, en
efecto, la ciencia la única religión posible; y junto con los mecanismos de
telecomunicación el poder ha creado también la silla eléctrica. Al mismo
tiempo, del sistema educativo se han eliminado el latín y el griego, en
definitiva la formación clásica, base del sentido crítico, generando una
ciudadanía adormecida desde sus cimientos, subordinada, sin capacidad de
alzamiento o resistencia alguna, al poder y absorbida por una ciencia erigida
en el alfa y el omega de la existencia humana.
No cabe duda de que Verne se adelantó también en
este caso. La novela plasma el peligro de un cientificismo o positivismo
radical instaurado en el poder, que intencionadamente se separa de los
principios más esenciales de la moral (definidores de la humanidad) para
establecer el control social mediante la tecnología, que se asegura a través de
cercenar la educación en sus pilares maestros, primando las materias que no
conllevan el conocimiento crítico necesario para rebelarse ante la injusticia.
Ese poder además aplica castigos y dirige la vida de la sociedad sobre la base
de un Derecho que se encarga de constituir atendiendo a premisas económicas
retroalimentadas en la obtención de cada vez mayores recursos tecnológicos.
Un Derecho así construido no es Derecho, sino una
apariencia del mismo. Al no contar con el fundamento esencial que lo debe
determinar, y que trasciende a la norma jurídica escrita, este Derecho
únicamente cumple la función de legitimar los actos del poder, que se ha
encargado de no tener rivales ni de encontrarse con la incómoda situación de
que la sociedad despierte del narcótico administrado en dosis masivas de
tecnología, internet y renuncia a la educación humanística. El propio Verne,
que fue un defensor del cientificismo (cuya plasmación en el ámbito jurídico se
encuentra en el iuspositivismo,
conforme al cual el ordenamiento jurídico existe en sí y para sí mismo, sin
fuentes legitimadoras externas) temió la radicalización de este movimiento de
base progresista, capaz de convertirse en un monstruo destructor de la
humanidad. Esto es, Julio Verne atisbó el peligro de la desaparición del Derecho Natural; de la
instrumentalización por los gobiernos del Derecho Positivo, despojado de todo
componente ético; del sometimiento de una sociedad acrítica y, en definitiva,
de un Derecho sin alma.
“La consecuencia de
inventar máquinas, es que los hombres serán devorados por ellas.”
“La Tierra no necesita nuevos continentes, sino nuevos hombres.”