Karol Wojtyla (1920-2005), nombre secular del
Papa Juan Pablo II, quien dirigió la Iglesia Católica entre los años 1978 a
2005 y fue canonizado, por práctica aclamación popular, en 2014, ha pasado a la
historia como uno de los papas más influyentes en la sociedad, no sólo desde la
perspectiva religiosa (dejando un recuerdo cariñoso e imborrable en la
generación que nació y creció con él como Papa, pudiendo atestiguar su cercanía,
especialmente con la juventud) sino también desde el prisma de la política y el
Derecho, siendo definido como uno de los dirigentes más importantes que han
existido en el mundo.
Juan Pablo II fue una personalidad poliédrica, y
como filósofo del Derecho propugnó una serie de postulados que deben ser
tenidos en cuenta con independencia de las cuestiones referentes a la fe
cristiana, sin desconocer que, como es obvio, en una serie de aspectos de su
filosofía jurídica necesariamente ha de encontrarse la doctrina de Jesús de
Nazaret. Pero más allá de este extremo, el pensamiento del Papa Magno sobre el
Derecho ostenta una practicidad y atemporalidad que posibilita su aplicación en
cualquier momento de la vida de la sociedad. Como intelectual, siempre
consideró que una de las ramas más sublimes del conocimiento y del humanismo
era, precisamente, la jurídica, por la combinación de saberes que debían
conjugarse para su correcta aplicación.
Para San Juan Pablo II la tendencia creciente hacia
una racionalización u objetivismo radicales en la aplicación de las normas
jurídicas, desconectada de una serie de valores inherentes a la persona, genera
un Estado de Derecho, encargado de materializar dicha puesta en práctica, que
no cumple con su verdadera función, consistente, de forma esencial, en servir a
la persona (como una Administración Pública no es sino una prestadora de
servicios a los ciudadanos, mutatis
mutandis), y proteger sus derechos subjetivos más primarios e inherentes,
que se ubican en un plano ajeno al jurídico, el propio de la ética. Por lo tanto,
este pensamiento iusfilosófico no se caracteriza, como pudiera a priori esperarse, en la consideración
de que la fuente legitimadora del Derecho se origina extra muros del mismo, sino que, muy por el contrario, el Derecho
no es sino el instrumento para el ejercicio de una justicia, que como valor
moral y metajurídico, se origina en la propia dignidad de la persona y en la
defensa de dicha dignidad por parte del Estado de Derecho y de los diferentes
poderes públicos que, de forma necesariamente separada, lo integran. La
legitimidad y obligatoriedad del Derecho no proceden de una fuente exógena o de la revelación, sino que tienen una naturaleza inherente a la persona; y es a
partir de este individualismo desde donde nace el Derecho, protegiendo los
intereses personales en relación con los de los demás individuos, dando lugar,
de este modo, al imprescindible principio de solidaridad, convertido en el pilar
maestro no solo de la convivencia privada intersubjetiva, sino de la relación jurídico-pública
pacífica entre los estados.
El Derecho, en definitiva, nace en la persona
individualmente considerada, con la finalidad de atender a la protección de sus
valores o derechos fundamentales, y se proyecta así al conjunto de la sociedad.
No a la inversa. Se puede advertir, en consecuencia, que este iusnaturalismo no
es de un carácter netamente teológico, basado en la revelación divina impuesta
sobre la ley positiva, sino que, más bien, está ubicado en el iusnaturalismo
racionalista, aunque tamizado con una serie de principios filosóficos y éticos de
carácter sagrado que principian en el interior de la persona y la configuran. Se
trata de un innatismo que aproxima esta filosofía jurídica de San Juan Pablo II
más a Descartes que a Santo Tomás de Aquino, sin dejar de afirmar, por
supuesto, que el origen de estos valores personales que el Derecho se encarga
de proteger (conformándolos técnicamente como derechos fundamentales o humanos
a partir de la vida y la dignidad) y con ello hacer cristalizar la acción de la
Justicia, se encuentra en Dios. Así, se conjugan dos líneas de pensamiento
sobre el Derecho (la racionalista y la cristiana) que habilitan una teoría
jurídica que, sobre un fundamento religioso, aplica la razón y la experiencia
derivada de la vida social y de la actividad política de los estados,
obteniendo una posición en absoluto radical, sino, desde mi punto de vista,
moderada y sensata, que une armoniosamente religiosidad y razón, moral y
Derecho; esto es, la propia imagen del ser humano, en su doble faceta: material
y espiritual, o si se prefiere, jurídica y ética. Extremos que resultan
inseparables. La verdad a la que
siempre se refirió San Juan Pablo II como luz de guía de la humanidad, en el
caso del Derecho, arranca desde el interior de la persona y se refleja en la
necesidad de conformar los ordenamientos jurídicos y los sistemas políticos
como fortalezas defensoras de la dignidad, la vida y los derechos que definen
jurídicamente a la persona.
De este modo el Papa Wojtila advirtió del peligro
de que un nominal Estado de Derecho no tuviera como punto de partida el
elemental respeto a los derechos básicos de la persona y en lugar de servir a
la defensa y protección de dichos derechos (lo que constituye su razón de ser)
se convirtiera en un sistema de corte totalitario que, o bien abiertamente no
protegiera en absoluto estos primeros derechos o valores esenciales, o bien los
enarbolara de una manera meramente simbólica o semántica, como vehículo para
legitimar falsamente los actos del poder político. Son cuestiones que San Juan
Pablo II se encargó de poner de manifiesto en diversas encíclicas y en
comunicaciones que personalmente realizó ante las más importantes
organizaciones internacionales.
Es evidente que nos encontramos ante un nuevo
exponente de la necesaria imbricación entre Derecho Natural y Derecho Positivo,
siendo aquél la imprescindible fuente de valor de la norma jurídica, desde un
plano diferente al positivo. Estos valores personales legitimadores de los
sistemas jurídicos son los denominados derechos fundamentales o derechos
humanos, y es aquí donde el pensamiento cristiano se materializa, pues estos
derechos inherentes y primordiales tienen su razón de ser en la compasión, la
generosidad y el amor. Sobre estas premisas se sostiene el respeto
interpersonal de los derechos fundamentales de carácter individual y se
justifica la existencia de un verdadero Estado de Derecho que vele por su
reconocimiento y aplicación.
“Una
democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia.”
“Los desafíos que tiene que afrontar un
Estado democrático exigen de todos los hombres y mujeres de buena voluntad,
independientemente de la opción política de cada uno, una cooperación solidaria
y generosa con la edificación del bien común de la Nación.”
“Hasta que quienes ocupan puestos de responsabilidad política no
acepten cuestionarse con valentía su modo de administrar el poder y de procurar
el bienestar de sus pueblos, será difícil imaginar que se pueda progresar
verdaderamente hacia la paz.”
“Los medios de
comunicación han acostumbrado a ciertos sectores sociales a escuchar lo que les
halaga los oídos.”