Ana Frank (1929-1945) es una de las
personalidades más conocidas por su triste relación con la monstruosidad del
régimen nazi instaurado por el Tercer Reich alemán, que determinó una vida de
persecución, escondite y miedo, pese a lo cual sus palabras, recogidas en su
famoso Diario, no pierden la ternura
e inocencia que le eran propias. Niña alemana de ascendencia judía, hubo de
escapar con su familia a Ámsterdam, en pleno fulgor expansivo de Hitler, cuyas
hordas comenzaban a materializar su afán imperialista, invadiendo países y
arrasando vidas y bienes, amparándose en unas leyes generadas al efecto y
sustentadas en su propia y abyecta comprensión de la moralidad.
El padre de Ana consiguió obtener un lugar donde
poder esconderse, la llamada “casa de atrás”, de cincuenta metros cuadrados, en
el edificio de la empresa en la que trabajaba, cuyo acceso estaba oculto tras
una estantería. Allí Ana leyó y estudió mucho, durante años, al tiempo que
escribía en el diario sus vivencias, pensamientos, esperanzas y sentimientos…hasta
que el escondite fue descubierto por la policía nazi; por su edad, Ana no fue
enviada a la cámara de gas, como sí lo fueron muchos niños judíos menores de
quince años, pero, previo el correspondiente tatuaje con el número de
identificación en su brazo, el ignominioso rapado de pelo y desinfección, fue llevada
a un campo de concentración, donde la vida de Ana se apagó a consecuencia del
tifus con la edad de dieciséis años.
La experiencia vital de Ana Frank me lleva a
reflexionar sobre la base moral de la ley. Quien escribe estas líneas tiene la
firme convicción de que los mundos de la ley y de la ética no pueden
considerarse compartimentos estancos, so pena de hacer de la ley una cáscara
hueca y de la ética una utópica declaración de intenciones. Ambos planos deben
imbricarse para hacer de la ley la materialización de un valor ético, como es
la Justicia, y de la ética una realidad vinculante en las relaciones humanas.
La ley, el Derecho Positivo en su conjunto, ha de estar sólo al servicio de la
ética, ser su instrumento; y la ética fundamentar aquello que se denomina
Derecho Natural, los valores más elevados, eternos e inmutables sobre los que
se sustenta el carácter civilizado que se presume tiene el ser humano.
Ahora bien, partiendo de que el Derecho Natural
ha de ser la base filosófica de la legalidad positiva, la pregunta es cuál haya
de ser la procedencia del propio Derecho Natural. No es una cuestión ésta meramente
teórica, sino de una importancia esencial, porque en la respuesta está la
consecuencia de que el Derecho cumpla su verdadero fin.
El Derecho Natural, la ética llevada al campo
jurídico, no puede venir definida por ningún poder ejecutivo. De ser así, y a
salvo que el dirigente sea una persona de bien, cuyas miras trasciendan a sus
propios intereses y piense sólo en lo que beneficie a la sociedad y no a él
mismo, se produce un muy elevado riesgo de que se impongan como valores morales
lo que no son sino auténticas atrocidades, basadas en el egoísmo y en la
retención del poder a costa de los bienes jurídicos ajenos; en definitiva: la
elevación a principio ético (una muy particular ética, cuyo
enlace con la verdadera ni siquiera alcanza a lo nominativo) de las
aspiraciones personalistas del poder. Ningún individuo ni dirigente está
legitimado para crear una moral ad hoc,
ni para erigirse, él mismo, en parámetro de la moralidad ni en moralista,
máxime cuando el mero intento de presentarse así dirá de él todo lo contrario,
y lo reflejará la historia, trascendiendo cualquier silencio o coacción por él
impuesta en sus tiempos.
No podemos olvidar que todo acto de
corrupción o acometimiento bélico pretende esconder su verdadera
naturaleza monstruosa presentándose a
priori como nacido de unos fundamentos, bien legítimos, al aparecer amparados
por la norma escrita, o bien sustentados en una pretendida reivindicación ética, cuando lo que en verdad
se produce es un uso perverso de la ley o un desvirtuado concepto de la moral
para conseguir o conservar el poder, así como otros beneficios exclusivamente
personales. El nazismo inoculó unos principios metajurídicos (erigiéndose como
única y verdadera fuente de la moral, sustituyendo, en su propia dimensión, a
la verdadera ética) que sirvieron para fundamentar el que luego sería un
conjunto normativo que legitimó el holocausto. Estamos hablando, por lo tanto,
de otra de las facetas del mal: la mentira, la suplantación de los intereses generales
por los propios, por medio del uso de la ley y de la ética. Podemos llevar este
ejemplo a múltiples acontecimientos del presente, a escala interna e internacional, no siendo preciso detallarlos
al ser sobradamente conocidos.
La conclusión es evidente: el poder puede moverse
y actuar en varios planos, o dimensiones, y llegar a pervertir al mismo Derecho
Natural para sustituirlo por sus propias intenciones, presentándolas como el
paradigma de lo virtuoso, y, de este modo, justificar a continuación la
promulgación de unas leyes que le sirvan de instrumento ejecutivo a sus solos
efectos.
Ante ello, el único Derecho Natural en el que
verdaderamente puede descansar la ley positiva es aquél que deriva, no de una
persona o conjunto de personas, o de un poder ejecutivo, sino, sólo y
exclusivamente, de la razón humana: el denominando iusnaturalismo racionalista, procedente de la inferencia, desde los
más elementales y comunes bienes e intereses de la sociedad, de aquellos
valores y principios que, per se, no
son atribuibles a un solo individuo, sino a todos: la Justicia, la igualdad,
la libertad. Frente a los intereses del poder, y como ya supieron ver los
grandes filósofos que a lo largo de la historia se han sucedido, desde el
Renacimiento hasta la Ilustración, solo acudiendo a la razón, con dejación de
lo propio para velar por lo colectivo, se obtendrá una verdadera ética social,
que, revestida como el único Derecho Natural posible, hará de la ley positiva
el instrumento de la Justicia.
Esta es una reflexión a la que la vida de Ana
Frank debe llevar, desde un prisma filosófico y jurídico, con la esperanza de
que imprima en la humanidad la luz precisa para poder reconocer, y con ello
evitar, un devenir de la historia que parece no tener fin.
“Escribir un diario
es una experiencia muy extraña para alguien como yo. No solo porque yo nunca he
escrito nada antes, también porque me parece que más adelante ni yo ni nadie
estará interesado en las reflexiones de una niña de trece años de edad…”