Highlander (Los
inmortales) es una película cinematográfica estrenada en el año 1986, protagonizada,
entre otros, por los actores Christopher Lambert y Sean Connery. De un éxito
relativo en el momento de su estreno, con los años se ha convertido en un filme
de culto, superando abiertamente a sus más cuestionables secuelas, tanto para
la gran pantalla como en formato serie. Fue precisamente en el ámbito doméstico
donde esta primera película despuntó, adquiriendo una fama bien merecida. Su
argumento, efectos especiales y banda sonora compusieron una producción que a
día de hoy se conserva muy bien, dentro de la esencia tan especial que
caracteriza a todas las obras artísticas de la década de los años ochenta del
siglo XX.
Connor McLeod, del clan Mcleod, (Christopher
Lambert) bajo el nombre ficticio de Russell Nash, es un inmortal escocés que
vive oculto en la ciudad de Nueva York, llevando una existencia tranquila y en
cierta forma melancólica. Ha vivido durante muchos siglos y ha visto irse a
seres queridos. Entre los de su especie, existe un tipo de atracción por la que
se intuyen recíprocamente y que les llama a enfrentarse en duelos que deben
concluir con la decapitación de uno de los dos adversarios, para que, de ese
modo, solo uno de entre todos permanezca, y ese ser único será dotado
finalmente de la sabiduría milenaria y conocimientos de los demás inmortales,
para así ponerse al frente de la humanidad y dirigirla hacia una existencia
brillante o hacia el terror, conforme fuera la ética de ese último inmortal.
Los recuerdos de Connor, expuestos en la
película, rememoran al que fue su mentor, Juan Sánchez-Villalobos Ramírez (Sean
Connery), inmortal español de raíces egipcias, al servicio del rey Carlos I,
quien enseña al escocés –sin duda por ver en él el potencial del último inmortal-
cómo pelear y comportarse en los siglos que le quedan por delante, siendo el
ejemplo del buen maestro, en todas las áreas de la vida, pues antes él mismo
experimentó las ausencias, las batallas, el dolor. Entre ellos se trabó un
cariño inmenso, aun cuando eran muy distintos en forma de ser. Ramírez era un
hombre maduro, ya curtido por los siglos y sabedor de muchas cosas: desde el
comportamiento del ser humano, la falsedad, el cinismo y las luchas por el
poder, hasta los sentimientos que personalmente se generan al ver partir inexorablemente
a los seres queridos, siendo, aparte, un consagrado espadachín. Connor era más
ingenuo, más directo, más visceral que reflexivo. Atendió a todos los consejos
de su maestro, menos uno: que no se casase con la que fue su mujer, porque la
vería irse y le dolería inmensamente. El enemigo principal de Connor, tras la
desaparición de todos los demás, fue El Kurgan, un inmortal monstruoso y
gigantesco, de origen ruso y nacido en el primer milenio anterior a Cristo,
encarnación de la inmoralidad, que había acabado sanguinariamente con miles de
personas a través de guerras y con los inmortales que le separaban de lograr
ser él el definitivo, a excepción de Connor. El Kurgan también acabó con
Ramírez, que intentó defender el hogar de Connor mientras él no estaba,
humillando posteriormente a su esposa. La batalla final, en el presente, entre
los dos inmortales, encarnación del bien y el mal, tiene lugar en Nueva York, y
Connor se alza victorioso, absorbiendo las experiencias y conocimientos de
todos los inmortales que se encontraban en el interior de su rival, convirtiéndose
así, felizmente, en el último de entre ellos.
La historia narrada de esta famosa película me
lleva a pensar sobre ciertos elementos aplicables al ámbito del Derecho, y en
esta ocasión sobre el concepto de eternidad en lo jurídico.
Conociendo que las normas jurídicas, leyes y
costumbres, son, por sí mismas, atendiendo a su naturaleza, contingentes,
transitorias, por más que algunas sean redactadas y promulgadas con una
vocación de permanencia indefinida, el devenir de los tiempos y el avance de la
realidad determina que esas fuentes del Derecho no sean, en modo alguno,
eternas. Desaparecerán, como quienes las redactaron y las sociedades en las que
se aplicaron. Solo quedará de ellas un recuerdo, por desgracia en muchas
ocasiones más malo que bueno, por la impericia o dolo de quienes se encargaron
de hacerlas, y algunas veces ciertos ordenamientos o normas en concreto pueden,
por su calidad intrínseca y extrínseca, generar una influencia positiva en el
futuro Derecho, convirtiéndose incluso en su armazón. Con tristeza, creo que se
puede coincidir en que estas virtudes de algunas normas son propias de épocas remotas,
y no atributos de las del presente; esto, solo ya desde lo formal, siendo
innecesario, por su evidencia, entrar en consideraciones sobre el manifiesto ánimo
nocivo que mueve a su promulgación.
El Derecho, pese a su fugacidad en las variables
de tiempo y lugar, sí cuenta con un solo componente estable que hace que la
ciencia jurídica tenga una uniformidad, una consideración efectivamente como
saber propio y diferenciado de otros. Este factor es inmaterial, no es
tangible: la ética y los principios o valores esenciales. Sobre la base de toda
norma escrita o costumbre existe un fundamento de corte filosófico que conlleva
a que los valores prioritarios que constituyen a la humanidad como tal tengan
su plasmación normativa y sea a través de esa mera forma como resulten
obligatorios para quienes no tengan por sí solos el nivel moral suficiente para
llevarlos a efecto sin necesidad de sanciones, de tal modo que la norma
positiva no deja de ser un mero instrumento, la materialización de lo
verdaderamente relevante para la humanidad. El Derecho Positivo es la encarnación,
el cuerpo físico, de un Derecho Natural caracterizado por su eternidad, sede de
los verdaderos principios generales del Derecho, principios y valores que no
pueden ser definidos sin referir su verdadera naturaleza meta-positiva.
Pasarán leyes y gobiernos, algunos sumamente
perjudiciales, como lo fue El Kurgan de la película; vendrán otros con mejor
criterio y voluntad; pero, si algo ha de permanecer para siempre, al margen de
que las puntuales normas lo reconozcan o no, pues todas ellas tarde o temprano perderán
su vigencia -el equivalente jurídico a morir-, aquello que de trascendente
tiene el Derecho, del mismo modo que lo tiene el ser humano, pues Derecho y
humanidad son un mutuo reflejo, no desaparecerá nunca.
“Del amanecer de los tiempos venimos. Nos hemos
movido silenciosamente a través de los siglos, viviendo muchas vidas secretas
hasta completar el número de los elegidos esperando la hora del combate final.
La hora ha llegado: sólo puede quedar uno...”